miércoles, 20 de abril de 2022

3. Cambio de modalidad

Tal vez una de las reglas de este juego es que sólo podemos barruntar su comienzo de un modo retrospectivo, desde el final. El comienzo real para nosotros nunca aparece más que en los resultados de su ser-ya-comenzado.

Peter Sloterdijk [1988:17]

La lógica modal tiene cuatro valores: Necesario (que no cesa de inscribirse); Contingente (que cesa de no inscribirse); Posible (que cesa de inscribirse); Imposible (no cesa de no inscribirse). Usaremos estos valores para una cierta comprensión del ámbito educativo.


El advenimiento de la programación

¿Por qué iniciar un curso presentando el programa? ¿Por cortesía?, ¿porque la evaluación que hacen los estudiantes, al final del curso, contempla un ítem para consignar si el profesor presentó el programa?, ¿porque se piensa que la educación, al ser intencionada, necesita explicitar sus propósitos?, ¿para hacer como si se negociara con los estudiantes la propuesta educativa, toda vez que está de moda consultar todo? Cualquiera de estas opciones parece posible. Ahora bien, si la institución educativa tiene un formato de evaluación de acuerdo con el cual la presentación del programa resulta obligatoria, ya no sería solamente una iniciativa del profesor, sino, sobre todo, una idea presente a una escala más amplia. En consecuencia, habría que extender la pregunta: ¿por qué en ámbitos educativos se considera necesario presentar el programa al iniciar un curso escolar? Y, de nuevo, ¿se trata de cortesía, esta vez social?, ¿o de algo más? La cortesía (cuyo contenido es la forma) nunca está de más; el profesor podría pasar al asunto mismo de la clase, con cortesía, pero sin esa anticipación que materializa el programa; por lo tanto, no es la única razón posible. Entonces, si se justifica solamente como un asunto de cortesía, ¿no se estaría encubriendo —con el manto de los buenos modales, siempre incontestables— una costumbre advenida por razones que desconocemos? De hecho, no todo acto va antecedido de una presentación de lo que va a suceder; si así fuera, no se empacarían los regalos, no habría sorpresas.

Estamos ante una modalidad específica de la articulación entre las dimensiones regulativa e instruccional de la escuela, postuladas por Basil Bernstein [1986:150-53]. La dimensión regulativa se justifica en la medida en que las condiciones requeridas por la instrucción no están dadas; empezando porque los llamados ‘estudiantes’ (o sea: “los que estudian”), no necesariamente quieren estudiar; todo el esfuerzo referido a lo que llamamos ‘disciplina’ tiene que ver con esto (también hay otros aspectos como el de la administración de espacios, de recursos económicos, del ajuste a la normativa vigente, etc.). Y, bueno, esa dimensión regulativa se ha entronizado, al punto que amplía su ámbito, a expensas del otro; o sea, pasa de ser aquel que crea condiciones de posibilidad para la instrucción, a aquel que pontifica también sobre las modalidades de la instrucción. Y, entonces, es cuando la educación se hace dócil al discurso de la administración de empresas, con todo y la queja —que algunos llaman ‘crítica’— de que es un discurso “exterior a la educación”... queja que no explica por qué, si es algo ajeno, cala tan hondo. Y es, precisamente, el espacio de las metodologías, de los formatos, de los programas; por ejemplo, las “metodologías de investigación”, los formatos de evaluación, los programas de la asignatura, los objetivos, la misión y la visión institucionales, etc.

Ahora bien, ¿cómo entender el fenómeno, apreciable en nuestra educación, de una ampliación de funciones regulativas (testimonio de lo cual es la queja de los docentes, según la cual sólo queda tiempo para llenar formatos) y una disminución de la dimensión instruccional (de lo cual da testimonio el acortamiento de los tiempos de formación)?

De un lado, se llenan, con formatos y peroratas, espacios que antes albergaban su propio contenido; y, de otro, se lee, retroactivamente, la contingencia como necesidad:

·        En el primer sentido, podría afirmarse lo siguiente: el poder del discurso administrativo aumenta en proporción al retroceso del discurso instruccional. Si bien la lógica administrativa posee su propia dinámica (incluso, espacios de formación específica, por ejemplo: carreras de administración de empresas, postgrados en administración educativa, etc.), tendría en la pugna una ventaja si efectivamente hay un retroceso de la dimensión instruccional[1]. Y es más un modo de proceder que un “orden”, pues también existen el desgreño administrativo, y la corrupción usando esa vía (asuntos por los que también se puede preguntar, en otra perspectiva).

·        En el segundo sentido, se trataría de la tendencia a considerar como necesario lo que es contingente[2]. En gran medida, el proceso formativo es contingente, de manera múltiple: son contingentes la relación del formador con el saber, el encuentro que tiene lugar a causa de la cita educativa, el contexto donde tiene lugar la cita, la relación del aprendiz con el saber, la decisión que éste va a tomar, etc. Con todo, el docente puede obrar contra la contingencia, creando condiciones de posibilidad; es decir: si hubo formación es porque —entre otras— se redujo contingencia. Pero, una vez producidos los efectos formativos, el profesor puede mirar hacia atrás y juzgar el encuentro de tantas series causales como si hubiera sido necesario. ‘Destino’ es uno de los nombres que damos a esta torsión de los componentes de la lógica modal [Miller, 1998, 2000]. En la educación, los nombres de esa torsión son ‘programa’, ‘metodología’, ‘misión’, ‘visión’, ‘objetivos’, etc.

Un programa pretende anunciar lo que va a pasar; de esa manera, parece conjurar el azar, pero no por la vía de crear condiciones de posibilidad (que sólo acotaría la contingencia, pues ésta es ineliminable), sino por la vía aparente de anticiparse a los hechos, de dominar el conjunto antes de que ocurra… y todo eso a partir del ideal. Y encuentra/produce sus maneras de validarse, pues, para quien cree conjurar el azar, es muy satisfactorio ver completado su programa, haber dictado lo que creía que debía decir, verificar que se hicieron las lecturas previstas, realizar las evaluaciones anunciadas, etc.; acciones que nada garantizan por sí solas, pero que sí satisfacen[3] y permiten —del lado regulativo— ir llenando a satisfacción la lista de chequeo.

La idea de “metodología de la investigación” —presente en la educación superior y, especialmente, en la posgradual— es venderle al aprendiz la misma lógica que satisface al enseñante, cuando asume el lugar del cliente que siempre tiene la razón: que todo puede preverse, que se obtendrá el éxito si se siguen los pasos previstos (la lectura retroactiva de lo que, no obstante, se hizo sin prever los pasos); que es mejor tener todo más o menos anticipado, etc.

El horror a lo contingente nos hace soñar con lo necesario. Es la lógica del neurótico obsesivo que, como sugiere Estanislao Zuleta [1978:20], convierte el futuro en pasado; es esa misma lógica, pero llevada a una escala social: antes de emprender algo, ya lo ha hecho: «si va a hacer un viaje, lleva el itinerario, se llena de mapas, lleva la máquina de fotografía, sabe a qué horas va a almorzar y bajo qué árbol». Pues bien, ¡eso no es sólo un modelo de racionalidad!; es también una modalidad de sufrimiento, una retorcida manera de satisfacerse ante la incertidumbre de si se está vivo[4]. Y, como decíamos, todo ello a nombre del ideal. Y si el ideal fuera solamente algo inalcanzable, pues sería inane, pues no afectaría la vida práctica del sujeto, sino sólo las ensoñaciones. Pero no es así. El ideal es un modo de afrontar la vida. En uno de los Pequeños poemas en prosa, Charles Baudelaire tiene una fina ironía al respecto: «¿Y de qué sirve ejecutar proyectos, cuando ya el proyecto en sí mismo es un goce suficiente?». No estamos diciendo que el docente sea un obsesivo —podría serlo, pero eso no importa—, sino que se trata de un procedimiento que se ha impuesto socialmente.

Incluso, sostiene Sigmund Freud, no es improbable que a una persona se le haga realidad un ideal. El problema no está en su contenido de “realidad”, sino en los efectos subjetivos que acarrea sostener un ideal. El efecto del ideal es arrojar al sujeto al lugar del desecho[5]. Por ejemplo, no es inusual que los docentes terminen su práctica con un dejo de desilusión (se les cae el ideal); terminan afirmando que la docencia es desagradecida (no se sienten retribuidos a la medida del ideal); no en vano, es un gremio que puntúa en la demanda de consulta psiquiátrica.

Paradójicamente, el discurso del que hablamos —que enarbola la metodología— de pronto señala la imprevisibilidad, diciendo, por ejemplo, “a veces lo planeado no resulta como uno quiere”. Con todo, este tipo de anotación no parece servir para reflexionar sobre el sentido de la planeación, sobre las razones por las cuales, pese al plan, aparecen otras cosas. Si lo concreto es síntesis de múltiples determinaciones —como afirma Marx—, extraño sería que el mundo funcionara siguiendo los propósitos que una persona pueda explicitar. Más bien, se da como quien cumple un ritual, y sirve para constatar que, indefectiblemente, se dejará incólume la planeación; no se dice para verificar que hay contingencia, sino para hacer semblante de que no imponemos el programa a pie juntillas, de que somos demócratas, de que tenemos en cuenta el azar, de que somos flexibles... pese a que ese detalle no es más que la excepción que confirma la regla. Se cree obrar contra lo contingente como si fuera un desecho, pero la contingencia es constitutiva de la formación. Hemos hablado de reducir contingencia para crear condiciones de posibilidad, pero no de eliminar la contingencia. Cuando los estudiantes estén en orden, haciendo un ejercicio en clase, el profesor y los administradores pueden creer que eliminaron el azar y que están ante la necesidad, gracias a la anticipación de las tareas. Pero ¿cómo sabemos que tareas así planeadas tienen efectos formativos? Los efectos administrativos son evidentes, pero por todas partes estamos encontrando que nuestra educación es deficiente.

A propósito de todo esto, Zuleta [1978:45] hablaba de la diferencia entre una aventura en la selva y un safari: la aventura es impredecible y conlleva riesgos; el safari tiene establecidos los horarios de las sorpresas.

Este asunto es de orden social, de época: en una tesis, por ejemplo, alguien dice hacer su trabajo «para no dejar a la deriva muchos procesos interesantes que se suelen realizar y rescatar ese valioso trabajo que se hace». Fíjense que se trata de algo social y, sin embargo, se realiza en los sujetos. Esa persona no está diciendo que el poder le impone cierto procedimiento, sino que “nace de su interior” la iniciativa de decir que es muy bueno “no dejar cosas a la deriva”. Considera que los procesos estarían “a la deriva” si no se sistematizan después. Es lo que hemos interpretado: leer como necesario lo contingente. La próxima vez ya no será “deriva” sino planeación. Pero ¿por qué considerar que los acontecimientos están a la deriva? ¿Acaso no hay un deseo que se está realizando en medio de la conciencia y, en alguna medida, gracias a la contingencia? Echar de menos la planeación es no tener un deseo para operar, es pedirle al otro (a las normas, al plan de estudios, al programa, a la política educativa) que tenga ese deseo por nosotros.

Es la típica posición demandante, por antítesis a la posición deseante. Y claro que asumir el deseo es angustiante: ya decía Zuleta que «lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto» [1980:12]. Nos gusta la facilidad que introduce la planeación, no porque ordene las cosas (en realidad se produce una calma chicha, como se dice), sino porque nos evita el tener que asumir el asunto. Quien decía que no había que dejar cosas a la deriva también dice que volver sobre lo hecho permite “oxigenar la práctica, re-comprender por qué la está haciendo y por qué de esa forma”. Analicemos la idea: algo ya realizado no se puede enderezar u “oxigenar”. De manera que, necesariamente, la persona se refiere a lo que viene, a lo que va a hacer después, que entonces será una repetición planeada. O sea: se eliminaría la supuesta “deriva” de la hablaba, la contingencia. Fíjense la implicación: lo importante no es lo que pasó, lo que de hecho se produjo, sino el condensado, el tesoro del docente que esculpe un trofeo para su propio deleite, sin necesariamente contribuir a la formación. Se cree perder algo… ¿qué? No lo ocurrido, pues eso es irrevocable, como dice Jorge Luis Borges: El futuro es tan irrevocable como el rígido ayer...[6]. No, más bien se busca repetir, bajo la modalidad de lo programado: «la historia humana bien puede ser, en sus pasiones, en sus prejuicios, en todo aquello que revela impulsos inmediatos, un eterno recomenzar», dice Gaston Bachelard [1934:152]; para el epistemólogo francés, el espíritu es variable si el conocimiento tiene historia, de manera que también hay pensamientos que no recomienzan [:152]. Con una planeación así pensada no nos estamos dando la opción de que emerjan pensamientos que no recomienzan. Condenados a explicar lo que ha sido pensado por otros, no participar del disfrute de sus pensamientos ni tener la opción de producirlos.

Fíjense que no se trata de reflexionar sobre las condiciones que pudieron dar lugar a los resultados anteriores; es decir, no una reflexión para planear, para repetir los hechos con el ajuste administrativo respectivo, sino una comprensión de las condiciones de posibilidad de la formación. Con lo que solemos hacer, desdecimos de lo hecho en tanto no estaba previsto. Por bueno que haya sido, no tenía la marca de la planeación. Todavía no es algo óptimo. Y si lo metemos en la próxima planeación, ¿quién garantiza que obrará de la misma manera? Por eso, en ámbitos educativos, cuando se habla de “experiencias exitosas”, es con el ánimo de replicarlas; pero si tuviste una experiencia exitosa con una persona, ¿también resultará exitosa si haces lo mismo con otra? Incluso, si lo haces con la misma persona, pero en otro momento, ¿puedes garantizar que también será exitosa? Cuando volvemos sobre algo que ocurrió y que consideramos como bueno, es con la idea de replicarlo en otras partes, allí donde no ocurren las cosas que queremos. Con esto queda claro que se estaría concibiendo la experiencia como si no estuviera atada a condiciones específicas, pues podría reproducirse en cualquier otro lugar. Es palmaria la contradicción que está en la Ley General de educación: promueve la autonomía de las instituciones educativas, pero al mismo tiempo establece la misma evaluación para todas. Sí cada una coge su camino ¿cómo podrían ser evaluadas con el mismo instrumento? La respuesta es clara: que cada uno coja su camino pero para hacer lo mismo.

En esa misma dirección, las lecturas están “racionalizadas”: después de estar trabajando mucho tiempo, ya el maestro sabe lo que los estudiantes pueden —o alcanzan a— leer, analizar, trabajar. La base es lo que los estudiantes pueden hacer, como si fuera una condición permanente, como si la formación no fuera, entre otras cosas, la transformación de esa capacidad. ¿Acaso no se podría modificar esa inercia de las lecturas? No, pues la racionalización es justamente promediar el pasado para que muy poco de lo que ocurra en el futuro sea imprevisible. Se renuncia, de paso, a cambiar ese “promedio”.

Y cuando se anuncian “pequeñas modificaciones” al programa, no se declara la irrupción de la contingencia, ni se enuncia lo que tendríamos que hacer para estar a su altura: como dice Sloterdijk [1988:17], «En los asuntos filosóficos, uno no sólo se decide por las soluciones, sino también por la persistencia de problemas». No, esta perspectiva más bien pretende acrecentar la necesidad: ya hay programas con cronograma (fechas de entrega de trabajos, lecturas, programación de las actividades); ni una mosca se mueve sin que esté en el programa; tener el marco general es —para esta perspectiva administrativa— lo más importante. Allí se establece lo que, clase por clase, se hará desde el comienzo hasta el final. Con esto se enseña que todo se puede prever, que la formación no es un efecto posible si se crean ciertas condiciones, sino el resultado esperado de hacer las cosas de cierto modo, lo cual elimina la diferencia entre producto y efecto, tan importante para pensar la diferencia entre propósitos educativos y formación (sabemos que dadas todas las condiciones educativas, de todas maneras no podemos garantizar la formación).

La verificación, la auto-representación en el marco de tales criterios, dará vida eterna a este mecanismo, que ahora tendrá en los pupilos unos fervientes reproductores, pues nos inclinamos a agradecer profundamente a quien nos disuada de que la condición humana está ligada a la contingencia.

Pero las prácticas se pueden desplegar perfectamente sin que sea necesario conocer su funcionamiento, como afirma Lacan [1973:89]. Aproximarnos a lo que ocurre en los ámbitos educativos por la vía de la planeación es un engañoso discernimiento. Otra cosa es la investigación, a partir de disciplinas como la sociología, la antropología, la historia, el psicoanálisis. Sí existen las disciplinas científicas es porque nuestro contacto con la realidad (en nuestro caso: la educativa) no es garantía de que entendamos como acontece lo que nos interesa. ¡La planeación es la antítesis de la investigación! De lo contrario, ¿para qué se necesitaría investigar?, ¿no bastaría con preguntarle al maestro cómo funciona la educación —de la cual él es agente y planeador— para entender el proceso educativo? Si el planeamiento exhibe semejante capacidad de previsión, tendría que estar basado en un conocimiento cabal de la práctica. Sin embargo vemos con sorpresa que está basado en los ideales.

¿No es paradójico enseñar con certeza a investigar lo que es incierto? A la idea de la programación de la educación les subyace una débil teoría del conocimiento. Eso no quiere decir que la educación no sea deliberada, que no busque algo. En ese sentido no opera al azar. no es eso lo que estamos diciendo. Estamos afirmando que busca algo incierto y que para eso reduce contingencia y crea condiciones de posibilidad. El resto es exceso y por eso aparecen los ideales que, como hemos dicho, no son anodinos.

Y como obramos en lo “políticamente correcto”, no importa contradecirse: con un programa en la mano, el maestro puede decir que es para ir acomodando el trabajo al ritmo de los estudiantes. Contrasentido, pues mediante la planificación es imposible (otro aspecto de la lógica modal) establecer el ritmo de cada uno y, más difícil aun, tenerlo en cuenta, y mucho más difícil aun, modificarlo (que es, nada menos, el asunto de la educación); está lógicamente excluido, aunque es de buen recibo decir que no (ahora bien, no se trata de mala voluntad, sino de una forma de proceder de la que todos participamos); además, los alumnos harán, con su manera de acoger estas propuestas, que la profecía se cumpla.


Programación y vínculo

Aparentemente, se “rompe el hielo”, se hace del encuentro educativo un acontecimiento “amistoso”: se invita al conocimiento mutuo, que cada uno se presente. Y eso está bien, pero ¿es el ámbito educativo un lugar para “conocerse”? No... Es para otra cosa, aunque terminemos conociendo algo del otro. Es decir: no es para eso (propósito), pero eso se puede producir (efecto posible). Esto hay que tenerlo muy en cuenta, porque para cierta comprensión de la formación habría que obstaculizar, en cierto sentido, la intersubjetividad para introducir una relación con el saber, que requiere la relación, pero que pero que va más allá.

Entonces, cuando nos presentamos —algo común en la escuela de hoy—, estamos ubicando, al comienzo, lo que podría ser un efecto que, en caso de darse, forzosamente estaría situado al final... (como cuando trabajamos con una persona desconocida y, al cabo de un tiempo, podemos pasar a las presentaciones). Una vez más, ¡lo convertimos en un propósito!; pero, en realidad, esto ni anticipa el efecto, ni contribuye a que se realice: constituye más bien un escenario de semblantes, de buenas maneras, un ritual. Y está bien tener buenas maneras, eso es indiscutible, pero ¿es para eso la escuela? Pensamos, equivocadamente, que si es un efecto posible, podríamos garantizarlo de una vez, proponiéndonoslo como un objetivo, toda vez que es bueno. Desafortunadamente, no se pueden lograr los efectos (aunque sí los productos) por la vía de los propósitos [Antelo, 2005]. Con esto, no estamos diciendo que lo educativo deba ser un ámbito de antipatía, de malas maneras, pero ¿por qué tendríamos que trasladar lo que ya sabemos de los otros ámbitos a éste?, ¿acaso la condición a la que se alude es universal y aplica para todo contexto?, ¿queda excluida del análisis social, del análisis antropológico, del análisis político? (es decir: ¿no somos investigadores en relación con eso?, ¿es algo por fuera de duda?). ¿No hay acaso efectos específicos de los lazos así construidos?; ¿no hay límites precisos a las posibilidades cuando establecemos claramente las relaciones?

Puedo proponerme llevar al otro a cine y después a comer pizza… y realizarlo. ¿Pero me puedo proponer caerle simpático? Claro que puedo, pero que le caiga simpático al otro no depende de mi propósito sino de la resonancia posible entre dos subjetividades, algo que no controlo algo que desconozco en gran medida.

Dice Freud: «No constituye una ventaja muy grande para los pacientes que el interés terapéutico de los médicos, en cuanto a los métodos que emplean, llegue a alcanzar un tono afectivo muy exagerado. Hay más ventaja para ellos en que el médico realice su tarea fríamente y, si es posible, con precisión»[7]. Podríamos hacer una paráfrasis de esta idea aplicando la a la educación: “no es una ventaja para los estudiantes que el interés educativo de los profesores alcance un tono afectivo muy exagerado. Hay más ventaja para ellos en que el profesor realice su tarea fríamente y si es posible con precisión”. Cuando decimos “fríamente” no estamos diciendo desalmadamente, si no aplicada a su asunto, sin ser descortés, pero con atención a las condiciones que posibilitarían la formación. Los profesores no van al colegio a hacer amigos. En principio, los estudiantes tampoco, pero como hay que producir esa condición de tener una relación con el saber, es inevitable que para ellos sea muy importante la interacción con sus pares.

En ese mismo sentido, el escritor Fabián Casas sostiene: «A los escritores no hay que conocerlos, hay que leerlos»[8]; es decir, hay ámbitos que excluyen lógicamente esa dimensión del “conocerse”. Por esta vía, podríamos decir: el profesor no tiene por asunto conocer a los estudiantes, sino formarlos (lo cual no impide que los conozca, pero eso ya sería otra cosa, un efecto posible).

La prueba de que la oferta prefigura cierta modalidad de la relación es que, se constate una tendencia a hablar de otros escenarios. Cualquiera puede querer hablar de eso, pero —en tanto hablante situado— sabe también que no todo contexto admite decir todo lo que querríamos (nos puede venir a la memoria un chiste en un funeral, pero no se nos ocurriría relatarlo en voz alta a los presentes). La legitimidad, entonces, le viene de la invitación, de las prácticas sociales, de su apuesta en ese marco. Podría no conocer muy bien las restricciones que impone el contexto (como les ocurre a los niños, por lo cual su “impertinencia” más bien se les “perdona”... aunque no se espera que eso dure para siempre); pero, si este fuera el caso, en el contexto no se haría esperar la reconvención, por todas las vías posibles: indirecta, ironía, gesto, llamada de atención, hasta regaño… Sin embargo, nada se señala al respecto hoy en día en la educación… ¿porque no es el momento de hacerlo?... pero habría que hacerlo en algún momento, cosa que no va a ocurrir; ¿porque es admisible en el marco de lo solicitado?... parece ser. Obsérvese que no aludimos a algo que el profesor tenga que saber, con lo cual señalaríamos un déficit. Al contrario, se trata de algo que el profesor tiene o no en su manera de conducir el diálogo y que, en consecuencia, promueve ciertas cosas y otras no. No es un juicio de valor.

La cortesía, lo políticamente correcto, está de lado y lado. ¿Cómo puede alguien, sin haber comenzado un curso, decir que le resulta muy pertinente para su ejercicio investigativo? ¿Cómo puede saberlo si todavía nada se ha dicho? No puede: en realidad, está siendo cortés. Acá, de nuevo, tenemos la anticipación como procedimiento. E insistimos: no se afirma que el proceso educativo tenga que ser descortés. En el marco del proceso educativo es posible, en algún caso, que se dé una amistad… pero es un efecto, no una condición de partida (aunque sea simulada), no una condición necesaria, no algo a generalizar. ¿Cómo base en qué puede alguien decir que la actividad que va a realizar le permitirá generar cambios en los otros?; pues si todos comparten esa idea, no hay que dar ninguna explicación, no hay que tener ningún fundamento. El problema con esto es que nuestra actividad gira alrededor del saber, que no es sentido común, que no es creencia popular. Si tuviera que dar cuenta, tendría que explicar en qué consiste lo que es aquel a quien quiero transformar, como para poder justificar que lo puedo transformar. Si yo puedo transformar a otro sujeto (o a un contexto) con base en mis propósitos, ¿no es evidente que otro podría también fácilmente volverlo a transformar, incluso ponerlo en la condición en que estaba antes de que yo lo transformara?

El contraste con Georg Simmel [1915-6], en la introducción a su Pedagogía escolar, es radical: aclara lo que no puede prometer, pero no lo que podría alcanzarse. ¡Todo lo contario! Apuesta a poner lo mejor de su parte para dar lugar a que algo —incalculable— emerja... no sólo del lado de los estudiantes, sino también de sí mismo.

No hay límite a lo que proponemos en el ámbito educativo: cambiar el país, cambiar el contexto, producir la solidaridad latinoamericana, contribuir al proyecto educativo nacional. ¡Ideales! Pero ¿estamos realmente en capacidad de hacerlo? Podemos entender que hacemos parte de esas realidades y que alguna incidencia tenemos, pero inciden tantas cosas en determinar lo que son esas realidades, que no puede entenderse más que como un delirio el propósito de la transformación sin tener en cuenta esa cantidad de vectores incidentes; y para conocer tales vectores ¡hay que investigar!, no están dados a la percepción de la buena voluntad. Si la medida es el tema y no los conceptos (como suele ser en la “investigación educativa”), pues no hay razón para hacer alguno de aquellos gestos (picar el ojo, dar un codazo, fruncir el entrecejo) que insinúan la inadmisibilidad de algún enunciado en el contexto. Más bien hablamos de la libertad de expresión. Sin embargo, entender pasa por delimitar. Si no hay límite, no habrá propiamente comprensión de algo, y no se comprenden las transformaciones producidas. Ni siquiera se hace una pregunta aclaratoria cuando hay una fallida sugerencia de causalidad. ¿Está bien aplicar la libertad de expresión cuando el otro está palmariamente equivocado? Claro que no se trata de objetar, por principios, lo que el otro diga (procedimiento que se aplica, indefectiblemente, a la política educativa), Pero si es posible establecer límites, conceptos que permiten discriminar, etc. Las cosas se caen por su peso, dice el sentido común, pero la física dice algo muy distinto; ¿hemos de aceptar que el estudiante siga creyendo en que las cosas se caen por su peso? Insisto: no se trata de superponer a su creencia nuestra certeza, sino de crear las condiciones para que esa creencia se muestre incompleta, precaria, sin antecedentes, con implicaciones contradictorias

El profesor puede decir que le gusta enseñar; pero, pasado un tiempo los estudiantes infieren su relación con el conocimiento. A veces en un par de clases ya los estudiantes saben que el profesor desea el saber que imparte, o que sólo lo utiliza como parte de un oficio. Casi que por defecto los estudiantes no componen ese ámbito comunicativo que restringe los dichos. Para ellos, todo vale. Por lo tanto, el único que podría producir un límite para lo admisible en el salón de clase es el maestro. Si él lo permite todo, pues no tenemos una clase, sino una típica conversación espontánea, que cambia de tema metonímicamente.

Ahora bien, para poder cumplir la programación, es necesario evaluación el maestro se borre como sujeto. Lo que se impone es la programación, a expensas del profesor. Como decía Parra Sandoval de la Escuela Nueva: la cartilla es el maestro. Si tal es la condición, la única oportunidad de que los estudiantes se enteren de ese gusto del profesor sería diciéndolo explícitamente; de resto, es poco probable que lo perciban, que lo infieran. ¿No aparece la dimensión subjetiva justo allí donde es forzoso responder por algo que no estaba en la planeación? Los estudiantes percibirán la programación, percibirán que nada escapa al plan; percibirán que al profesor le gusta que las cosas funcionen (que es, entre otras, la satisfacción del discurso comandado por la consigna[9]); no percibirán a un sujeto arreglándoselas con un saber delante de unos estudiantes (y el profesor puede decir, con toda razón, que hace lo que le exigen... lo cual probaría que estamos ante un fenómeno social, no ante un asunto de este o de aquel profesor). Recursos como el PowerPoint son especiales para que esto se materialice. Para que se borre el profesor, a favor de la eficacia, de la ornamentación. Los programas de computador que permiten hacer “presentaciones” y el video-beam son protagonistas hoy en las instituciones educativas. Si a los maestros antes se los recordaba por su relación con el saber, ¿qué se recordará mañana, si hoy su lugar, en gran medida, está ocupado por la interfaz de un software? Con el agravante de que el profesor puede apuntar a desestabilizar a los estudiantes, mientras que el programa de computador está diseñado para hacerlos sentir bien... que no es una condición propia del saber, según entienden epistemólogos como Bachelard.

¿Para qué sirve leer el programa en clase? Enseña lo que se va a hacer durante el semestre; es decir, informa. Pero enseña algo que no está explícito: hay que planear el acto educativo; enseña que el acto educativo tiene el mismo estatuto del trabajo: acción racional con arreglo a fines. Pero podemos pensar —con Hannah Arendt [1958]— que la formación no es con arreglo a fines, sino que es más bien una praxis, es decir, que no es trabajo ni, menos, labor.

Y, sin embargo, muchas de las actividades educativas hoy en día se piensan en el sentido del trabajo, en el sentido de una acción con arreglo a fines: intervención social, transformación del sujeto. Acá podríamos citar la discusión que autores como Pierre Bourdieu [2000-1] —desde la sociología— y como Pierre Joliot [2001] —desde las ciencias naturales— le dan a la posibilidad de predicar, a propósito del conocimiento, en términos de finalidades extra-cognitivas[10], no obstante su emergencia histórica: si se pone la finalidad como condición de la investigación que busca conocer, paradójicamente no se podrán hacer los hallazgos cognitivos a los que ella podría dar lugar (impredecibles), a través de una complejidad social que no se agota en los propósitos, que puede desbordar, contradecir o ignorar los propósitos. O sea, estamos ante, al menos, las siguientes dos opciones: o es algo irrealizable, o se trata de una esfera de la praxis que usa el saber al precio de sacarlo de su contexto y ubicarlo en otro. Así mismo, si se pone la finalidad (por ejemplo: problemas de la migración, de desplazamiento, de interculturalidad) como condición de la formación que se busca producir, paradójicamente podría no producirse. La necesidad (problemas a solucionar) y no la posibilidad como condición de formación.

Se tienen ideas como la siguiente: “Primero hay que ver la vaca en el campo; luego un proyecto práctico en relación con la vaca; y, por último, una explicación biológica de la morfología del animal”; o, también: “primero se formula el proyecto; luego la población y el tema; y, por último, el alcance y los límites del análisis”. Esta previsión le meta-comunica —como dice Eliseo Verón [1969]— al estudiante la idea de que todos son iguales: para todos funciona la misma estrategia. Es curioso: solemos resaltar la heterogeneidad, el contexto... pero la previsión (con sus discurso, actos y enunciaciones concomitantes) promueve la homogeneidad. Pero con esta periodización, que pretende prever cómo avanza el pensamiento del estudiante, sin importar quién es, qué antecedentes teóricos trae, qué prejuicios porta, qué postura tiene frente al objeto de conocimiento... parece que —ahora sí— todos tendrán su proyecto a tiempo, todos harán su desarrollo en el lapso previsto y todos terminarán de manera más o menos ajustada. Pero, de hecho, muchos estudiantes terminan sus cursos y todavía no saben qué van a investigar; algunos nunca se gradúan.

 Hoy le pedimos a los estudiantes que hablen de lo que más les guste, lo que más les interese o lo que más necesiten. Pero formar ¿no es justamente modificar el gusto, el interés, la necesidad? ¿Acaso coincide la heterogeneidad de prejuicios que traen los estudiantes —a menos que no fueran seres humanos— con la postura investigativa, con los autores que queremos que lean? ¿Acaso la “necesidad sentida” viene de “adentro”? No: la “necesidad sentida” es un resultado social: «Las necesidades son un efecto de las relaciones sociales y no una variable a cuya altura se pongan las relaciones sociales» [Zuleta, 1978:16]. No en vano, Bourdieu [1982:23] advierte sobre el peligro de defender el estado “cognitivo” de las personas como algo “espontáneo”, cuando en realidad eso que “saben” es condición de reproducción del capitalismo (es el caso del fetiche de la mercancía): las tinieblas del desconocimiento —dice el sociólogo francés— son necesarias para cierto comercio simbólico.

La “necesidad” no es espontánea, es producida. Y, claro, se puede intentar el trámite de una necesidad “sentida” mediante la educación, mediante la investigación, pero en este caso habría un sentido muy particular de ‘educación’ y de ‘investigación’, subordinada a la postura desde la que se “siente” la necesidad. Por esa vía no habría conocimiento posible. Las dificultades que hay para que los estudiantes entiendan ciertos temas o para que hagan sus tesis, es una muestra de que ellos necesitan otras cosas. Por ejemplo, necesitan graduarse. Si el asunto fuera satisfacer el gusto, y si los estudiantes respondieran sinceramente, quedarían muy pocas personas en los salones de las instituciones educativas. Ellos saben que es un gusto, en el sentido de “lo que menos disgusta”, pues en relación con el saber, el asunto no es de gusto o disgusto, sino de deseo. El gusto tiene una génesis social, no es sencillamente una inclinación personal, sin vínculos con los referentes sociales. ¡Y el deseo tiene que ver con la tribulación! No es el fácil anhelo de lo que el otro tiene, no es la demanda que se le hace al otro, no es la ambición basada en el ideal... Eso produce otra clasificación, pues en el marco de una relación de deseo con el conocimiento se pueden leer cosas que no gustan tanto, pero que tienen su inscripción en el conjunto del trabajo que se ha resuelto llevar a cabo.

En el ámbito educativo se cree que las comprensiones y los escritos van mejorando en proporción directa con la cantidad de lecturas. Sin embargo, no es acumulando lecturas como se produce una postura positiva frente al saber. Se puede leer por toda la vida, sin mover un ápice los prejuicios; en cambio, según George Steiner [1963:27], «Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos». El efecto de formación tiene que ver con la postura —bajo cuya égida las lecturas tendrán un norte—, no tanto con el número de lecturas, actividad que puede tributarle, más bien, al trabajo que se hace “por obligación”. Por eso, en ausencia de deseo, hay formatos que prescriben el número mínimo de citas, el número mínimo de referencias bibliográficas, las partes del texto, etc.

Un ejemplo de prejuicio (un tic mental, decía Zuleta): un estudiante explica que intenta “recuperar las raíces ancestrales”, para educar a su hijo. Y si intenta recuperarlas es porque las considera pérdidas. Esto, sin duda, lo posiciona en relación con el hijo, independientemente de que sea o no cierto, pues lo importante es que el hijo lo ve orientado hacia algo. Pero este mismo estudiante traslada esta preocupación al ámbito educativo. Para eso habla de interculturalidad. Pero, lo que efectivamente le da un lugar en un ámbito (el de la crianza), perfectamente puede ser un obstáculo en el educativo. ¡Y la labor formativa no es otra cosa que luchar contra obstáculos! Se entiende, por supuesto, que es algo que lo preocupa y que quiere encontrar ese tema en todas partes. Pero ¿la escuela ha de darle consistencia a esta preocupación, sin ponerle alguna condición? Reflexionar sobre esto puede ser parte de lo que llamamos formación… sin descalificar el ámbito familiar, el “saber” que allí despliega la persona, pues es otro contexto, con otras reglas. La educación no es la continuación de la vida cotidiana. Veamos algunos inconvenientes de esta posición: es un prejuicio reclamar ancestros solamente del lado indígena y no del europeo. ¿Habremos de legitimarlo en en el trabajo que haga el estudiante? La idea de que “perdemos” lo ancestral puede legitimar la acción con el hijo, pero no la comprensión de la vida social, donde nada “se pierde”, pues toda cultura es híbrida y se forma en pugna permanente, y donde nada se “recupera”, pues si por ello se pugna, aquello que se trae no es igual a aquello que se intenta “recuperar”, toda vez que los contextos no son los mismos[11]. Por eso, no es raro que el estudiante, al poco tiempo de estar hablando, empiece a esgrimir el deber ser, tono propio del prejuicio: «Debemos estar bien preparados para aportar a nuestros hijos unas experiencias que ayuden a mejorar su calidad de vida» (otra vez la necesidad, donde lo que hay es contingencia y, en consecuencia, sólo alcanzamos a crear condiciones de posibilidad). Por contraste, es parte de una disciplina intenta decir, con ayuda de conceptos (no de lo que cree y apuntala con su afecto), cómo es aquello que le interesa estudiar. Por eso, al estudiante le parece que está listo para hacer investigación, toda vez que tiene un hijo y lleva bastante tiempo trabajando con comunidades.

En aras al ámbito que genera la torsión de la modalidad (que es, recordemos: convertir en necesario lo que era contingente), hoy en día consideraciones como estas no son objetadas en clase al contrario se las enaltece.

El silencio otorga.



[1]     Algo que hemos establecido en las investigaciones realizadas con el ciup, en 2014 y en 2015, y que denominamos dejación del saber [cfr., Bustamante et al. 2018].

[2]     Nos referimos a valores de la lógica modal (necesario, contingente, posible e imposible), recurso que utilizamos para explorar la condición humana.

[3]     Con sólo considerar al docente desde la perspectiva de la satisfacción, cambia radicalmente la concepción sobre su papel en el proceso formativo.

[4]     Las preguntas que caracterizan el padecimiento de la histeria y de la neurosis obsesiva, son, respectivamente: ¿Soy hombre o mujer? y ¿Estoy vivo o muerto? De esta manera sintetiza Jacques Lacan [1955-6:§12-13] las reflexiones de Freud al respecto.

[5]     El efecto de impotencia que produce el ideal está estudiado en el artículo “Idealización en la vida personal y colectiva”, de Zuleta [1982].

[6]     Verso del poema «Para una versión del I King» [Borges, 1976:235].

[7]     Citado por Jones [1953:52], de una conversación personal con Freud.

[9]     Es una idea tomada del seminario de Lacan sobre los cuatro discursos [1969-70].

[10]   En las investigaciones de 2014 y de 2015, expusimos —respectivamente— los argumentos de estos dos autores [cfr., Bustamante et al. 2018].

[11]   Por ejemplo, es muy importante para su relación con el hijo, que el padre tenga una convicción, que trabaje en cierto sentido. Pero el contenido de esa convicción no necesariamente es pertinente desde la perspectiva cognitiva. ¡Se pueden producir efectos formativos mientras se profieren inexactitudes!