lunes, 16 de mayo de 2016

Cuarta conferencia

El lugar de una experiencia informada
A propósito de El racionalismo aplicado de Gastón Bachelard

Guillermo Bustamante Zamudio
Universidad Pedagógica Nacional


En una educación de racionalismo aplicado, de racionalismo en acción de cultura, el maestro se presenta como un negador de las apariencias, como un freno para las convicciones rápidas. Debe volver mediato lo que la percepción da inmediatamente
Gastón Bachelard

Bachelard habla de un diálogo filosófico, a propósito de la física contemporánea, entre el experimentador y el matemático (9). Atención: no se habla de una “aplicación” del saber —como decimos en educación—, sino de experimentación. O sea, no es lo que entendemos por “experiencia”, bien sea bajo la presunción de candor, de primera vez; o, bien, bajo la presunción de que repetir una acción deja como saldo un conocimiento sobre la misma (“Más sabe el diablo por viejo que por diablo”).
Mientras en el ámbito educativo una “aplicación” sería la concomitancia necesaria entre una idea —no importa cómo se haya obtenido— y lo que nos parece la resolución de un “problema” —no importa cómo lo hayamos detectado—, Bachelard entiende por experimentación una producción de lo real. Hay que aclarar que esto no equivale a una odiosa “relación instrumental” con la realidad, según la cual descalzos tenemos una relación “más auténtica” con la realidad que cuando tenemos los zapatos bien puestos. La experimentación de la que habla nuestro autor se lleva a cabo con instrumentos que obedecen a la razón compleja.
Otro campo —también legítimo— sería el que alberga la idea de problema “detectado”, y que recurre a cualquier objeto a mano para convertirlo en un utensilio con el cual salirle al paso al problema o a la pregunta.
En educación, por ejemplo, la relación entre las ideas y la experiencia se resuelve, o bien diciendo que la cosa “funcionó” y, entonces, se creen legitimados los pensamientos que se hayan traído a cuento (desde derivas conversacionales hasta teorías); o bien se resuelve diciendo que “del dicho al hecho hay mucho trecho” y, entonces, se cree poder desechar los pensamientos que, de nuevo, pueden ir desde la “lluvia de ideas” hasta las teorías más complejas.
En la ciencia, en cambio,

·        De un lado, si la experimentación proporciona un fenómeno nuevo, la teoría habría podido preverlo (9) y, por consiguiente, lo asimila, incluso al costo de modificarse. Esto presupone, pues, una memoria racional; es decir: ideas reordenadas y coordinadas en el tiempo lógico. En consecuencia, el soporte de esta memoria —el algoritmo, la escritura— tiene que ser capaz de llevar sobre sí la lógica. La otra memoria, la falible, la que nos permite recordar lo que no ha ocurrido, la que puede faltar para hacernos soportable un evento o, incluso, la que revela su fidelidad para hacernos insoportable la vida... esa memoria funciona en otra dimensión de la existencia. No tiene sentido reivindicarla en cualquier contexto. Cuando estamos jugando ajedrez, no funciona la técnica de patear con chanfle. La teoría, por su parte, ubica los hechos que circunscribe en un sitio preciso, así luego haya que rebautizarlo, reasignarlo o inscribirlo en otro conjunto de relaciones. Por tanto, para la ciencia, no hay hechos en bruto, sino hechos de cultura (10). Claro está que hay otro tipo de hechos, y otras maneras de memorizar, pero estarían en otros ámbitos.
·        Y, de otro lado, cuando la teoría anuncia la posibilidad de un nuevo fenómeno, la experimentación examina esa perspectiva y busca promoverlo a la existencia. Es decir, la experimentación nunca es ocasional. El instrumento viene de la teoría y tiene destino teórico. Allí no hay experiencias “para ver”. Un instrumento sin teoría, no es un instrumento.

Dice Bachelard: experimentador provisto de instrumentos precisos. No es ésta una postura que habría que rechazar en tanto no da lugar a ámbitos emotivos, estéticos o éticos. Es, más bien, una postura consecuente con la búsqueda de saber, con la realización de la razón; mientras que los ámbitos emotivos, estéticos y éticos requieren otras posturas y tienen sus propios espacios y su propia legitimidad. No hay una postura, la buena, para asumir todas las esferas de la praxis humana. La complejidad humana compromete diversas posturas del sujeto. Algunas nunca las asumimos. A esa escala, no hablamos del derecho, sino de la posibilidad —colectiva e individual— de asumir algo.
Si habláramos de otra formación discursiva, no de la ciencia física, pues tendríamos que pensar en qué consistiría, para ese caso, la precisión de los instrumentos. Sabemos que, en educación, la tentación sería descalificar los argumentos de Bachelard o, al menos, desdeñarlos, en la medida en que se refieren a la física y no a lo que nos dedicamos nosotros, a saber, las cuestiones de orden social, asuntos cualitativos, como suele decirse. Doble error: 1.- la física se encarga de algo social, pues no sólo intenta desmontar las creencias acuñadas en la cultura[1] sobre aquello que denominamos —ahí está de por medio el lenguaje— “mundo físico”, sino que lo hace desde un mecanismo que sólo puede ser social y que tiene complejas relaciones con la sociedad en la que cada vez se inserta[2]. Y 2.- comprender cuestiones sociales no excluye —por principio— ni la precisión, ni lo cuantitativo.
Y no faltan los atajos: se toman instrumentos precisos, pero obtenidos a propósito de otros objetos, y se los aplica al de turno. Es como echarle sal al postre, con el argumento de que resultó buena cuando se la echamos a la ensalada.
La precisión no es ajena al objeto que buscamos comprender. Ejemplo: tomar la estadística para investigar la educación puede ser un error garrafal. ¿Por qué, para deshierbar, no tomamos el bisturí, si es un instrumento de mayor precisión que el machete? Hay un ejemplo más radical: si necesitamos deshierbar, entre el reloj de arena y el cronómetro, ¿cuál elegimos? Resulta evidente la tontería, pero no se nos ocurre que algo parecido tiene lugar cuando echamos mano de la estadística para establecer la idea que se tiene de la profesión docente (típico tema de “investigación educativa”). Lejos estamos de afirmar que el instrumento estadístico no sirva para investigar en educación; estamos diciendo, más bien, que el instrumento no determina la especificidad del objeto a investigar, sino al contrario: es la especificidad del objeto, comprendida desde la teoría, la que traza el camino posible de la construcción de un instrumento preciso para ese caso.
En muchas investigaciones sobre educación no nos damos cuenta de estar midiendo densidad con un cronómetro, o de estar escogiendo el mejor microscopio para estudiar las fases de Venus. Cuando usamos estadísticas, nos obnubilamos, pues efectivamente se producen unas cifras, con lo que nos parece que hemos ganado precisión para nuestro trabajo, cuando, en realidad, de un lado, hemos desvirtuado el orden de precisión donde esa herramienta se produjo; y, de otro lado, nada hemos entendido de nuestro objeto.
Ahora bien, no nos damos cuenta, pues ponemos esas cifras en barras y en tortas, adornamos nuestro informe y quedamos contentos. Y, lo que es peor: nos lo aprueban y nos gradúan. Pero cuando sacamos una herramienta de sus condiciones de aplicación, finiquitamos su precisión y la ponemos al servicio de otra cosa. De la política, por ejemplo. Hoy, el ámbito político está inundado de este uso de la estadística que, ni hace avanzar a la matemática (pues los esfuerzos en ese sentido podrían contradecir a la política), ni permite conocer lo social. Si el estadígrafo se pone riguroso, no lo contratan. Pero está claro: no es un ámbito donde se conozca, sino donde se toman decisiones y, en el camino, aparecen elementos con los cuales las personas se representan su relación con las esferas de la praxis humana, a partir de cierto modo de hacer enunciados y de cierta información. La precisión queda reducida a un mecanismo de amedrentamiento (nada podríamos objetar, pues no estamos a la altura del instrumento), o a un semblante que se enarbola para obtener ciertos beneficios; el que los otorga, a su vez, obtiene los suyos, por lo que la complicidad está garantizada. Creemos, otra vez equivocadamente, que, si hay precisión, lo demás debe estar bien.
Así las cosas, ¿se salvan los autodenominados “cualitativistas” porque rechazaron las medidas precisas y se dedicaron a mezclar opiniones y a hacer lo que creen políticamente correcto? ¡Tampoco!: si entendemos juiciosamente la idea de que la especificidad del objeto determina los instrumentos para aproximarse a él, no podemos obviar el trascendental paso teórico de establecer dicha especificidad. ¿Estamos ante un objeto determinístico? ¡Entonces no podemos entenderlo mediante encuestas! ¿Estamos ante un objeto estocástico? ¡Entonces no podemos evitar el uso de estadísticas! ¿Estamos ante un objeto estructural? ¡Entonces no podemos entenderlo mediante medidas!, etc.
Volvamos a Bachelard, para ver que la precisión no es independiente del campo. Cuando un instrumento puede aplicarse en varios ámbitos es porque hay isomorfismo entre los objetos de esos ámbitos. Pero eso no quiere decir mucho. El metro sirve para medir todo aquello que tenga, entre tantas otras propiedades, la de la longitud. Es decir, los objetos que tengan longitud son isomórficos, en relación con ese aspecto, pero pueden ser heteromórficos en todo lo demás. Por lo tanto, queda claro que es el investigador quien decide la perspectiva —siempre parcial— desde la cual va a tomar el objeto. ¿Acaso un isomorfismo siempre es suficiente para comparar dos objetos? ¿Por qué no asumir justamente las otras dimensiones que los hacen desiguales? ¿Acaso en esa dimensión se agotan todos los isomorfismos posibles?
Si clasificamos personas por el rasgo visible del color de la piel, encontraremos, por decir algo simple, dos grupos. Pero si las clasificamos por un rasgo no-visible, como es el tipo de sangre, no obtendremos los mismos grupos: personas que antes estaban en grupos distintos por el color de la piel, ahora están en el mismo por el tipo de sangre. Así, si varios objetos tienen longitud, no estamos obligados a medirlos y a compararlos en función de esa propiedad... a no ser que haya una razón teórica para ello. Que las cosas se dejen medir no nos obliga a medirlas. La aplicación del instrumento es una decisión iluminada por la teoría, no una obligación de cara a ciertas propiedades del objeto (o, peor: de cara a ciertas exigencias del formato de investigación).
Sostiene Bachelard (9): “Diálogo entre el experimentador provisto de instrumentos precisos y el matemático que ambiciona informar rigurosamente la experiencia”. Así dicho, no parece necesaria la dependencia de los dialogantes: pero sí, pues tales instrumentos son precisos justamente porque esa razón matemática los ha desafiado a afinarse y les ha dado las herramientas que están en su fuero para hacerlo posible (es decir, los instrumentos también afinan su precisión en la medida en que mejor incorporan la teoría). Y, a su vez, esa experimentación, como no es “directa”, requiere ser, al decir de la cita, informada de manera rigurosa. “Si la ciencia fuera descripción de una realidad dada, no se ve con qué derecho podría ordenar esta descripción” (15).
Si Bachelard diferencia —en broma, me parece— entre intercambiar argumentos (propio del congreso de filosofía) e intercambiar informaciones (propio del congreso de física), no es para denigrar de los filósofos... o, al menos, no totalmente. Más bien parece hacerlo para señalar momentos distintos. El intercambio de informaciones —en este contexto, no en el del chat—presupone que han sido discutidos los argumentos que llevan a obtener y a comprender la información de la que se habla. Se trata de una postura en la que se acepta, al menos por el momento, que la comprensión ahora —momento lógico— exige producir ese real que prevé (esto va a ser muy importante cuando hable de pedagogía). La otra postura, la del intercambio de argumentos, podría significar que se está en un momento anterior al de producir el real racional: todavía nos ocuparía el tiempo de los argumentos. Claro que, humanos como somos, podríamos recrearnos en ese momento, no querer salir de ahí.
Bachelard generaliza un poco el ámbito filosófico. Pero, entrados en detalles, ¿no podríamos ver la diferencia que propone justamente entre las filosofías atadas a un nombre propio y las filosofías atadas a una metodología?
Más adelante (14), precisará que los ejemplos particulares sensibilizan las discusiones filosóficas generales. Es decir, la comparación de los tipos de congreso (filosofía vs. física) tenía que ver, entre otras, con el tema de lo general y lo particular, en función del tiempo lógico. Lo particular como efecto del racionalismo, en tanto aplicado, y no como recurso a la “naturalidad del mundo” en su diferencia supuestamente intrínseca e intocable por la teoría.
En todo caso, Bachelard aboga 1.- por una acción dependiente de la razón compleja; 2.- por la producción consecuente de instrumentos precisos (en relación con esa razón, se entiende, no con un criterio de precisión externo al ejercicio mismo de la razón, ni a la especificidad del objeto investigado); y 3.- por un intercambio de informaciones obtenidas sobre la base de cierto acuerdo que, por principio, se puede rehacer en cualquier momento, pero no en todo momento; es decir, que —en su oportunidad— los físicos también intercambian argumentos.

Sin la razón, el experimentador interpretaría de manera “personal”, piensa Bachelard. Y, sin la experimentación, el matemático haría síntesis parciales o abstractas. Ejemplo de lo primero es la investigación educativa que distribuye los datos de una encuesta según los caminos acostumbrados en el nicho del instrumento. Pero, ¿se ha establecido el isomorfismo entre el objeto de investigación y las propiedades que es capaz de establecer el instrumento? ¿En qué medida el instrumento está determinado por la racionalidad sobre la educación? Aquí hay algo de lo que Bataille, en respuesta a Kojève, llamaba negatividad sin empleo: si bien la oposición con la naturaleza y con el otro fue constitutiva de la fenomenología del espíritu, al llegar a la autoconsciencia —al final de historia— no desparece, sino que se queda sin empleo; es la maña que ha de ser aplicada, así no haya en qué, o así se aplique donde no es.
El termoscopio de Galileo era preciso en su momento; hoy, bajo otras necesidades, hemos inventado el termómetro diferencial, que mide escalas a las cuales no podría aproximarse su antecesor. Ahora bien, esa importante distinción no es decisiva a la hora de calcular densidad, pues densidad y temperatura no son isomórficas. Si lo intentamos, se pierde la ventaja de esa diferencia de precisión entre los instrumentos, pues ninguno de los dos —por preciso que sea— puede establecer densidad.
¿De qué depende, entonces, la interpretación cuando no cuenta con la teoría? No viene precisamente de algo “personal” —como dijo Bachelard—, tal vez queriendo señalar que una afirmación que pretende conocer algo está subordinada a un campo; y si no lo está, no puede conocer, aunque se lo proponga (puede sí, por ejemplo, servir para el ajuste del sujeto en la esfera de la praxis donde actúa, lo cual es legítimo en ese ámbito, sin que necesite ser conocimiento). Así, cuando nuestro filósofo dice que, sin la razón, el experimentador interpretaría “de manera personal”, se refiere a que tal interpretación no estaría atada a un orden argumentativo, que nada tiene de personal —aunque lo sostenga una persona—, pues 1.- depende de argumentaciones que han hecho otros, también interesados en el asunto y 2.- se hace delante de otros; es decir, que es susceptible de ser objetada por quienes comparten los argumentos. Como puede verse, es todo lo contrario del respeto a la opinión, del diálogo de saberes o del derecho a hablar... eso sólo cuando se pretende entender algo, por supuesto, pues en otros ámbitos sí funcionan la opinión y el derecho, pero lo hacen de modo completamente distinto. No en vano, Bachelard busca, ente otras, combatir “el imperialismo del sujeto” (15): mostrar que el racionalismo “no puede formarse en una conciencia aislada” (15).
La precisión del instrumento y el hecho de compartir los argumentos obligan a los interesados a interpretar en un escaso margen de variabilidad... y eso no es falta de libertad o estrechez de miras, sino posibilidad de precisión. En cambio, cuando usamos un instrumento preciso por fuera del ámbito de los argumentos, el resultado se interpreta ad libitum, “personalmente”, al decir de Bachelard. Es decir, el margen de variabilidad se hace muy amplio. La imprecisión es alta y va en aumento. Curiosamente, cuando se quiere comprender, se busca restringir el margen de “libertad”: si todo se puede decir de algo, pues da lo mismo cualquier enunciado. Si sólo ciertas cosas se pueden decir, gracias a la restricción de la teoría, tenemos más opción de entender y no todo da lo mismo; y, además, los otros que están en esa misma posición pueden hacernos saber algo sobre el estado de nuestra comprensión. La libertad, entendida como indeterminación, no permite comprender. Pero podemos, libremente, decidir estar a la altura de una teoría (es decir: estudiar, pues no hay razón constituida antes del esfuerzo de racionalidad [16]), para que la elección de una interpretación sea, hasta cierto punto, la implicación necesaria de una cadena argumentativa, en principio realizable por todo aquel que comparte ese modo de hacer enunciados.
Ahora bien, ¿qué tan “personal” es la interpretación que, aun atada a instrumentos precisos, se encuentra desligada del campo de los argumentos? (ejemplo: en promedio, a los niños les va mejor en matemáticas que a las niñas). Por supuesto que tampoco en ese caso hay libertad. Quien se cree más libre porque no está atado a un orden argumentativo (recordemos la triste consigna de no llevar conceptos a la investigación), pues es esclavo de un sistema de atribución de sentido aún más dictatorial, aunque no lo vea. Somos más esclavos cuando —pretendiendo saber— creemos que nada determina nuestras ideas. Y, paradójicamente, somos un poco menos alienados cuando aceptamos circunscribir el uso de la razón a la gramática de una disciplina... con ello, al menos, nos distanciamos un poco de ese dictador llamado doxa.
El sentido común, la opinión que tanto defendemos hoy en día en educación y que creemos originada en la intimidad, en el fuero interno del sujeto —razón por la cual pedimos que se la respete—, en realidad proviene de una pragmática simple, imposibilitada para comprender más allá de cierto límite, y que hemos asimilado pasivamente —si vale la expresión— en nuestra vida cotidiana, es decir, de manera informal, que es la que le corresponde (a diferencia de la gramática de una disciplina, a la que corresponde necesariamente una enseñanza y un aprendizaje formales).
Ahora bien, la producción de lo real en la experimentación no es, ni mucho menos, una prueba taxativa de que nuestros argumentos sean correctos. ¿Cuántas determinaciones convergen sobre un objeto y cuántas somos capaces de discriminar?; y de ésas, ¿cuántas somos capaces de neutralizar? Jamás se completa y nunca es definitiva la eliminación de la contingencia en el saber, dice Bachelard (21).
El hecho de que hayamos sido capaces de desarrollar los rayos láser, compuestos de partículas cuya existencia sólo “comprobamos” indirectamente, nos informa de que algo sabemos, pero también de que mucho ignoramos. Cuando se puso a funcionar la idea de que el proletariado, por ser la clase que produce, era la clase llamada a hacer la revolución, no sólo se transformó la historia (no digo que en el sentido previsto), sino que hubo que volver a reconsiderar de mil modos esa idea, pues las variables que aparecieron en ese “laboratorio” de la sociedad superaron con creces a las que se habían previsto.
En educación, en cambio, basta con que un guarismo haya sido obtenido, sin una teoría sobre la educación, para que pasemos a pontificar sobre ella. Es el caso de las investigaciones hechas a partir de las evaluaciones masivas: se aplican pruebas de logro cognitivo y encuestas de factores asociados, y luego se cruzan estadísticamente para concluir —entre tantos otros disparates— que el análisis revela unas curiosidades que sólo una investigación detallada podrá esclarecer. Es decir, sin una teoría que defina lo que sería pertinente preguntar, sin una teoría que autorice los cruces que, automáticamente hace el software estadístico, se obtienen resultados absurdos, contrarios a lo buscado, previstos y curiosos.
De los resultados absurdos no hablan, aunque fueron producidos por la aplicación de los instrumentos, de manera que si callan en relación con ellos, tendrían que callar en relación con lo que sí les interesa. Los resultados contrarios a la política educativa que buscan legitimar se esconden o se arrojan al cesto del margen de error admitido. De los resultados previstos se habla con orgullo, pues son acordes con la política educativa que los interpoló como variables a ser encontradas o, mejor, reencontradas. Y para los resultados que denominan “curiosos” reclaman un campo teórico que los esclarezca. ¡Evidentemente! Pero si hubieran puesto eso desde el comienzo, tal vez no habrían hecho esa aplicación (o se habría diseñado otra muy distinta y quizá se habría utilizado otra estadística y los resultados se habrían leído de otro modo) y no habría resultados como el obtenido en 1994 en el marco de la investigación sobre repitencia, según la cual el factor que más está unido a la calidad de la educación es ir a misa.
Bachelard no afirma que el pensamiento se especificaría en la razón, mientras que la práctica (o la aplicación) se realizaría en la experimentación. “El campo de del pensamiento se especifica en matemática y en experiencias” (9), se anima en esa conjunción. El pasado teórico, la tradición racionalista de la experiencia, se aúna con el presente de la técnica (10). Está diciendo que son dos campos distintos que, cada vez más, por efecto de la complejización de la razón, se hacen más interdependientes. Un acelerador de partículas no se le ocurre a un técnico, a un tecnólogo o a un ingeniero que pone a volar su imaginación. Es el instrumento de precisión necesario para producir lo real racional: el bosón de Higgs, por ejemplo. Por lo tanto, producir ese instrumento maravilloso requiere de la teoría capaz de concebirlo, pero también de la técnica capaz de materializarlo: no es capaz de elaborarlo un físico matemático a partir de sus algoritmos. El materialismo técnico no es un realismo; más bien se corresponde con una realidad transformada, rectificada, que ha recibido la marca humana del racionalismo (15).
Y esta confluencia ha sido indefectible, toda vez que la razón se empeña en la precisión (11). Si la razón sólo se empeñara en hacer justicia, tal vez estaríamos ante la situación de las embarcaciones producidas antes de los algoritmos matemáticos que explican la relación entre un cuerpo y un líquido en el que se lo deposita. Y no tendríamos los instrumentos que han dependido de la mencionada confluencia. No sería mejor ni peor; sería distinto. Habría que dar razón de fenómenos más “gruesos”, no habría fenómenos más sutiles que exigieran instrumentos más precisos. Como en las sociedades donde no es necesario saber la hora del modo como lo indica el reloj, pues hay unas escansiones gruesas que permiten ubicarse muy bien en los acontecimientos que una colectividad así hace existir para sus sujetos a lo largo de un día. El nivel de razón realizado estaría acorde con tal situación. Y no es poco: un arco y una flecha ya son una realización de la razón lingüística, sin que —por fuera de ella— haya la posibilidad de algo parecido. ¿Qué más prueba, para un nivel de realización como ése, que el abatimiento del animal cuya carne habrá de consumirse?
Así, hablar de que la investigación puede resolver problemas en la institución educativa o en nuestra práctica de maestros, dice mucho del nivel de razón al que aspiramos. Si dejaran el mundo en nuestras manos, volveríamos a la edad de piedra. La validez de una organización matemática de la experiencia, como platea Bachelard (11), necesita otras condiciones para ser probada. Y no se diga que realidad hay una sola y que la pluralidad es introducida al momento de la interpretación, pues, de un lado, lo real está en relación directa con la racionalidad, al punto que podemos hablar de un real científico, es decir, imposible sin la ciencia (“la realidad estudiada por el científico cambia de aspecto, perdiendo ese carácter de permanencia que fundamenta al realismo” [16]). Y, de otro lado, la certeza de estar ante la realidad y de poderla diferenciar de las interpretaciones, es ya una interpretación, un efecto de sentido.
La racionalidad en el vacío y el empirismo deshilvanado no hacen ciencia. “La mente que conoce está determinada por el objeto preciso de su conocimiento y determina con mayor precisión su experiencia” (11). Así, habría que hablar de racionalismo aplicado y de materialismo instruido (11). Racionalismo concreto, solidario de experiencias particulares y precisas, donde los argumentos son momentos de la experiencia; racionalismo abierto a recibir nuevas determinaciones de la experiencia informada (11). Aclaración: acá por experiencia no se entiende los años de ejercicio de la docencia, sino la realización de la teoría, el experimento diseñado por la razón.

La “psicología del espíritu científico” (12) compromete varias filosofías, con diálogos de diferente rigor. Ahora bien, al contrario de la idea —merecedora de vítores en ámbitos educativos— según la cual vamos de lo más simple a lo más complejo, para Bachelard las filosofías del conocimiento científico se ponen en orden a partir del racionalismo aplicado (12). Acá la pregunta para el pedagogo es fundamental: si no puede conducir al pensamiento, desde el animismo hasta el racionalismo aplicado, en el sentido de un desarrollo, de un proceso acumulativo, ¿qué sentido tienen entonces las actividades que realiza?
La pareja racionalismo aplicado y materialismo técnico sufren cada una por su parte un debilitamiento cuando los sujetos la toman en sus manos (por eso, más adelante hablara de vigilancia). Curiosamente, Bachelard empieza por el nivel más alto de complejidad y explica los niveles inferiores como productos de un debilitamiento del pensamiento (13); según él (14), el espectro establecido a continuación, de un lado, no se altera si introducimos matices filosóficos nuevos, sólo produciría dispersión, sin tener que modificar el orden; y, de otro lado es específico de la física (lo cual deja la tarea de establecer los correspondientes a las otras ciencias, con la aclaración [15] de que “No todas las partes de una ciencia se encuentran en el mismo punto de madurez filosófica”):


Debilitamiento del pensamiento
Racionalismo aplicado
Formalismo
Convencionalismo
Idealismo
Materialismo técnico
Positivismo
Empirismo
Realismo

·        Convertimos el racionalismo aplicado en un formalismo al interpretarlo sistemáticamente como meras formas, como fórmulas para informar cualquier experiencia; y al admitir sus resultados, pero sin poder efectuar el pensamiento que los hace posibles.
·        Convertimos el formalismo en convencionalismo debilitando el papel de la experiencia. Ya sin “polo a tierra”, la ciencia aparece como conjunto de convenciones, de ideas cómodas, arbitrarias, organizadas en lenguaje matemático (“están bien esas ideas, pero podrían ser otras”). De este debilitamiento del pensamiento es hija la idea del “diálogo de saberes”, pues pone a todos al mismo nivel, no porque —como se está presto a decir— se intente reconocer derechos o castigar autoritarismos, sino porque se está imaginando que el saber es una convención y, en ese sentido, todos los saberes serían iguales, ninguno podría considerarse, por ejemplo, más elaborado que otro.
·        Y convertimos el convencionalismo en idealismo cuando sometemos las convenciones a la actividad del sujeto pensante. Acá se ponen en orden las imágenes dadas. No se necesita ir más allá: ubicados aquí, no tendríamos por qué seguir las convenciones de otros.

Cada estado es productivo, por supuesto. Por fuera del ordenamiento racional, no tiene sentido sostener, por ejemplo, que un estado es superior a otro. Estando en cada uno de esos lugares se producen ideas, el sujeto se representa su relación con la praxis, las cosas funcionan. Por ejemplo, en lo que Bachelard llama el idealismo, se hacen clasificaciones como la que hacen los desana (Vaupés, Colombia) de los ambientes: rastrojo, ribereño, lacustre, selva pluvial, selva baja abierta y selva anegadiza. Con este ejemplo indicamos que no se está valorando algo como inferior, sino como funcional: según Reichel-Dolmatoff[3], esta clasificación hace parte de un sistema consistente en esa etnia y que le ha permitido regir su relación con la naturaleza, en acuerdo con cierta concepción ética de la vida.
De igual manera, la física necesita —como vimos— cierto ámbito social.
Según Bachelard, no es posible invertir la secuencia descrita: contra toda ilusión de “desarrollo” o de transformación, vía la buena voluntad del docente, afirma que el idealismo es impotente para reconstituir el racionalismo. Basta con instalar a los estudiantes ahí, para enraizarlos en un obstáculo epistemológico.
Ahora veamos el debilitamiento propio del otro elemento de la relación: el materialismo técnico (13-14):

·        Convertimos el materialismo técnico (solidario de la teoría) en positivismo cuando se pierden los principios de necesidad y se apartan las aproximaciones sutiles, los detalles, las variedades, que albergan más racionalidad que lo simple. Entonces, ya no se puede justificar el poder de deducción ni los valores de coherencia de la teoría. El positivismo guarda la jerarquía de las leyes, pero no puede organizar las necesidades comprendidas por el racionalismo.
·        Convertimos el positivismo en empirismo cuando buscamos la utilidad y vamos hacia el pragmatismo; el saber se vuelve un recetario.
·        Y convertimos el empirismo en realismo cuando, a nombre de los triunfos, nos ubicamos como si estuviéramos frente a un montón —aparentemente valioso— de hechos y de objetos, llamado “realidad”, bajo la idea de que es un polo de irracionalidad (por su parte, el pensamiento racional “descarga a toda materia de la irracionalidad de los orígenes” [14]).

Ahora bien, hay un diálogo entre las celdas contiguas de las filas:

·        Entre formalismo y positivismo: Sin la apodicticidad del racionalismo, el formalismo podría, gracias a su autonomía lógica coordinar los puntos de vista matemáticos que informan las leyes positivas descubiertas por la experiencia científica.
·        Entre convencionalismo y empirismo hay un doble escepticismo.
·        Entre idealismo y realismo hay un doble dogmatismo. Ninguno de los dos es actual: el realismo es definitivo y el idealismo es prematuro.



Racionalismo aplicado
Solidarios
Materialismo técnico
Racionalismo → formalismo: al interpretarlo como formas, como fórmulas para informar cualquier experiencia; y al admitir sus resultados, pero sin poder efectuar el pensamiento que los hace posibles.
Materialismo técnico → positivismo: cuando se pierden los principios de necesidad y se apartan las aproximaciones sutiles. Ya no se pueden justificar el poder de deducción ni los valores de coherencia de la teoría. Se guarda la jerarquía de las leyes, pero no se organizan las necesidades comprendidas por el racionalismo.
Formalismo
Coordinación de leyes positivas
Positivismo
Formalismo → convencionalismo: debilitando el papel de la experiencia; sin “polo a tierra”, la ciencia aparece como conjunto de convenciones, organizadas en lenguaje matemático.
Positivismo → empirismo: buscando la utilidad y yendo hacia el pragmatismo; el saber se vuelve un recetario.
Convencionalismo
Doble escepticismo
Empirismo
Convencionalismo → idealismo: sometiendo las convenciones a la actividad del sujeto pensante. Se ponen en orden las imágenes dadas. Ubicados aquí, no se necesita ir más allá: no tendríamos por qué seguir las convenciones de otros.
Empirismo → realismo: ubicándonos, a nombre de los triunfos, como frente a un montón de hechos y de objetos aparentemente valioso, llamado “realidad”, bajo la idea de que es un polo de irracionalidad.
Idealismo
Dogmatismos a destiempo
Realismo


Si, como sostiene Bachelard (19), el acto de enseñar no se separa de la conciencia de saber, resulta legítimo preguntarse por la relación del docente con el saber. No sería algo que se dirime en el ámbito de la libertad de cátedra, sino de algo que se supone dado de algún modo, justamente para ejercer con libertad el oficio docente. Según esto, la libertad de cátedra empezaría cuando ya hay un saber, y no en el momento en el que se decide si tener o no relación con él... no en vano, nos piden un título antes de poder dictar clase. En tal sentido, es una contradicción hacer dejación del saber a nombre de la libertad de cátedra.
Entonces, si es acertado —como nos parece— lo que plantea el filósofo francés, el encuentro pedagógico no se tramitaría en lo metodológico, aunque eso aparezca ahí todo el tiempo. Ahora bien, aceptar o rechazar la metodología presupondría el lugar de la decisión política. No es el caso, si se trata de algo implicado necesariamente en la acción educativa, más allá de los formatos de época que asuma y de los discursos que en el momento se puedan hacer al respecto. De ser así, no podemos modificarlo sencillamente mediante decisiones, aunque éstas no estén excluidas (la cuestión es que convergen muchas otras variables); es algo más complejo, en el marco de lo cual las decisiones cobran algún sentido, juegan algún papel. “Metodología” no nos parece sencillamente una palabra que se puso a circular de una manera que podemos historiar; por ello, no podríamos desdeñarla, pero tampoco estamos obligados a tomarla por las asas discursivas que se nos ofrecen. Si queremos entender lo que está aludido cuando se la nombra, habría que darle su lugar en un conjunto de elementos y de relaciones, más allá de que terminemos fragmentándola de acuerdo con pertinencias de distinto orden.
Se oye hablar de la metodología como aquello que constituye el asunto mismo de la pedagogía y de la didáctica; y, en tal sentido, se pretende que sería algo susceptible de ser enseñado deliberadamente (no en vano, tenemos cursos de “metodología de la investigación”). Pero también podríamos llamar “metodología” a una modalidad de obrar que se produce al llevar a cabo una acción, toda vez ▪ que algo sabemos, ▪ que estamos en proceso, ▪ que las cosas se resisten, ▪ que las acciones humanas son cambiantes, etc. En el caso de la educación, la metodología (el que quiera escuchar allí pedagogía, puede hacerlo) sería el modo de obrar específico que se produce cuando alguien intenta poner algo de lo que ha apropiado de un saber (no es el punto de relievar su estatuto) a disposición de otros que no lo requieren, en el marco de cierto arreglo social de elementos dispuestos para eso (aparato), pero que se redistribuyen imprevisiblemente (dispositivo), de acuerdo con la componenda entre condiciones históricas y agendas personales.
O sea, al contrario de lo que se cree en ámbitos educativos, lo metodológico —así entendido— no preexiste, no puede preexistir; esa ilusión de que la metodología está antes de la acción (incluso: que ordena esa acción) es producto del hecho de que solemos leer retroactivamente la contingencia como necesidad. Por lo que plantea Bachelard, el acto de enseñar actualiza, en momento y lugar, ante unos otros, la manera como el docente cree saber lo que pretende enseñar. Y, entonces, forzosamente hará algo en función de la tensión entre su “conciencia de saber” —para usar las palabras del filósofo francés— y las dificultades propias de “hacer saber” a otros que no están dispuestos para ello. Tenemos, entonces, un tinglado muy complejo, que no se resuelve mediante una metodología entendida como una serie de pasos previos a la acción que, bien dados, permiten acercar el buen suceso.
La metodología sería, más bien, el modo específico como emerge, en manos de alguien singular y en contexto dado, esa complejidad. No aplicamos la metodología que queremos, o la que “nos parece” más adecuada, o la que nos recomendó alguien en quien confiamos o a quien podríamos echarle la culpa si fracasamos… más bien la metodología es la forma única e inevitable como cada uno deviene en esa situación de enseñar, donde se cruzan ▪ el saber, ▪ la relación con él, ▪ nuestra conciencia epistemológica, ▪ nuestro propósito de que otros sepan, ▪ el ambiente que promovemos a la existencia para hacerlo posible, etc.
Además, cada una de estas variables está en mutación, en actualización permanente, en muchos sentidos. Así, ▪ en relación con el saber, podríamos estar en algún lugar del extenso espectro que hay entre la pretensión de traer a cuento una disciplina teórica, y la pretensión de allegar aquello que sirva a lo que se cree que son las “necesidades” del educando o del país, o de la época; ▪ en lo que respecta a la relación con el saber, el espectro va desde un estudio permanente (un deseo de saber)... hasta la convicción de que un título o un acontecimiento laboral marcan el punto a partir del cual lo aprendido se deja al albur del paso del tiempo; ▪ en relación con nuestra conciencia de saber, el espectro va desde una postura en permanente rectificación —como indica Bachelard—... hasta una postura que se pretende alcanzada de una vez para siempre; ▪ en relación con nuestro propósito de que otros sepan, el espectro va desde la comprensión de por qué nos negamos a entender (tanto nosotros mismos como el aprendiz) y la consecuente creación de condiciones de posibilidad para objetar los obstáculos... hasta un propósito situado en la buena voluntad, en la naturalidad y la inevitabilidad del aprendizaje.
Podría echarse de menos el contexto en este listado. Tendríamos que aclarar, entonces, que éste aparece en la medida y en la modalidad a que dé lugar la oferta educativa específica (que no tiene por qué coincidir con la que aparece en los objetivos). Así, también tendríamos un amplio espectro de posibilidades que va, desde un contexto subordinado (en la medida en que el estatuto del saber y, en consecuencia, el sentido de la oferta educativa, lo trascienden)... hasta otro considerado como determinante (al cual, en consecuencia, tendrían que subordinarse el saber, el maestro, la institución). En otras palabras, un margen de posibilidades entre dos posturas 1.- querer ofrecer algo, entre otras para modificar el contexto dado, y a sabiendas de que se opera en él; y 2.- responder a algo, de donde resulta la necesidad de plegarse a él. De hecho, mientras la conciencia empírica nos sitúa en relación con un contexto, la conciencia racional de saber nos ubica en relación con una lógica.
Para Bachelard (19), la objetividad del saber se asegura en la psicología de la intersubjetividad. Por eso le interesa la cuestión pedagógica: exagerando un poco, podríamos decir que la consistencia de un saber se juega en la posibilidad de enseñarlo. Ahora bien, no todo lo que se puede enseñar es un saber (recordemos que en Filosofía del no nuestro autor afirma que lo que es fácil de enseñar es inexacto), pero si no puedo enseñar un saber habría que preguntarse si efectivamente lo sé. Desde esta perspectiva, el ancho de banda ocupado por los “problemas de aprendizaje” ahora tiene que ser compartido con los “problemas de enseñanza”... de los que nadie habla, pues no está en nuestra agenda personal de maestros ubicar la dificultad del acto de enseñanza en nosotros mismos, ya que es más fácil —y conveniente— endilgarlo a los estudiantes.
Esta “aplicación de un espíritu sobre otro” (19), como llama Bachelard al racionalismo enseñante, no es una psicología, es “la incorporación del espíritu crítico al espíritu de investigación” (19): sin haber aplicado el racionalismo a las personas, ¿no resulta absurdo intentar aplicarlo a las cosas? Y, sin embargo, en la llamada investigación educativa vemos que los formatos señalan con más frecuencia hacia las cosas (problema, pregunta, variables, hipótesis, objetivos, estado del arte, conclusiones, etc.), que hacia los espíritus. No interrogamos por la posición del sujeto frente al saber; atención: no estamos diciendo “por lo que el sujeto sabe”, pues efectivamente, lo mandamos a estudiar, le recomendamos bibliografía, etc. Pero, si tenemos un discípulo, es porque su espíritu no está ordenado en relación con la razón; si ya lo estuviera, no sería un discípulo. Oigamos lo que sostiene Bachelard al respecto: “el Profesor será aquel que hace comprender y, en una cultura más avanzada, donde el discípulo ya ha comprendido, será aquel que hace comprender mejor” (25-26).
De tal manera, dice nuestro filósofo, “la claridad pedagógica del maestro se manifiesta en la puesta en orden del espíritu del discípulo enseñado” (19). Pero hoy el encuadre tiende a no hacerse en relación con la razón y, en consecuencia, ya no habría que pensar en espíritus ordenados o no ordenados, pues todos —maestros y estudiantes— estarían en el mismo nivel y sería políticamente incorrecto llamar a las diferencias usando el paradigma del orden racional. Por eso, aparecen ideas como la del “diálogo de saberes”; por eso surge —aunque parezca una broma— una clasificación geográfica de la epistemología que, ésta sí, ordena el destino de las consignas: abajo las epistemologías del norte, arriba las epistemologías del sur.
Dos modos de pensar el sujeto de la racionalidad: 1.- constituido, o en proceso de constitución, gracias a una maduración, a un desarrollo, o al hecho de estar siendo sometido a un régimen discursivo y de interacciones que se propone explícitamente cambiarlo. 2.- Que puede o no emerger de cierto proceso, si éste tiene determinadas características.
No se ingresa en principios de necesidad racional en virtud de ciertos propósitos, sobre todo cuando se pretende hacer percibir la demostración desde afuera, cuando el sentido de la demostración se encamina a su resultado, cuando la demostración se decreta, cuando se convierte en un hecho de autoridad. Ingresar en principios de necesidad racional depende de seguir la demostración en su orden discursivo, de participar de su emergencia (18). ¿Cómo formar en investigación bajo estas condiciones? La respuesta requiere responder otras preguntas: ¿qué es seguir el orden discursivo de una demostración?, ¿qué es participar de su emergencia?
En cualquier caso, el procedimiento no es “psicológico”; se ubica, más bien, en el campo del no-psicologismo, o sea: en el campo de la filosofía del no. Allí, se trata de “enseñar lo impersonal” (19), de “transmitir los intereses del pensamiento independientemente de los intereses personales” (19-20), de “borrar toda contingencia cultural” (21). Todas estas afirmaciones son anatema en el campo educativo. Pero veamos que nada tienen de novedosas. En El porvenir de nuestras escuelas, ya decía Nietzsche algo parecido: «No hacer intervenir continuamente, como hace el hombre moderno, su persona y su cultura, casi como una medida segura y un criterio de todas las cosas. Más que nada, lo que deseamos es que [el lector] sea lo suficientemente culto como para valorar bastante poco su cultura, para poderla despreciar incluso» [p.29].
En consecuencia, la psicología del maestro o del estudiante se constituyen en obstáculos (esto no quiere decir que las personas no sean importantes, sino que su importancia, en tanto personas, es relevante en otros aspectos). Pero hoy, nos parece que las contingencias personal y cultural son formadoras. Por eso, buscamos hacer surgir los rasgos singulares de los sujetos que convergen en el acto educativo; hacemos lúdica la escena; intentamos erradicar todo aquello que arranque muecas de inconformidad (como el estudio), etc. También por eso tenemos en primer plano la discusión sobre los caracteres sexuales de los estudiantes; así, un chico homosexual se puede pasear coqueteando por el salón y, sin posibilidad de decirle algo, a riesgo de ser acusado de homofóbico. Pero, ¿acaso son relevantes tales rasgos cuando se trata de enseñar lo impersonal y lo cultural no contingente? Si asuntos como esos eso se hacen visibles es porque lo que está ocurriendo ya no es “independientemente de los intereses personales”, como sostiene Bachelard, sino justamente en función de tales intereses. Si acuden a la escena educativa las características contingentes de la cultura como el asunto mismo de la institución (y, entonces, en Valledupar, hay que hacer del vallenato el centro de la actividad educativa; y, en Barranquilla, el carnaval, etc.), es porque lo que está ocurriendo ya no trasciende los rasgos contingentes de la cultura.
¿Cómo hacer hoy en día para que la conciencia de impersonalidad permanezca vigilante, como recomienda Bachelard (20)?, sobre todo cuando, según él, “olvidar estos matices dialécticos es mutilar la acción del pensamiento científico” (20). Bueno, dirá alguno, al menos no hemos mutilado la acción de otro tipo de pensamientos. Flaco consuelo, pues no es por casualidad, ni por una libre elección entre tipos de pensamiento que la escuela se vio nucleada alrededor del pensamiento científico. No estamos diciendo que ahí circule el pensamiento científico, no forzosamente, sino más bien que es un punto de referencia muy importante para las acciones que allí se despliegan. Pero, aún bajo la idea de que el conocimiento sigue siendo el motivo del encuentro pedagógico, podemos hacer ante los estudiantes demostraciones artificiales, que no pasan de ser contingencias epistemológicas. La necesidad epistemológica está en función de un amplio sistema normativo (20). Bachelard opone psicologismo a normativismo (21). “La conducta según norma es, con respecto al sujeto, muy diferente de la conducta según hechos” (26). Gracias a que las normas no cambian (a diferencia de los hechos) los ingenieros hacen puentes, pues mañana serán iguales que hoy la resistencia de los materiales, la gravedad y las propiedades geométricas de las curvas (26).



[1]       «Si el racionalismo debe aplicarse a un problema nuevo, los viejos obstáculos de la cultura no tardan en manifestarse» (22).
[2]       A la ciencia le hace falta cierta realidad social: «el asentimiento de una ciudad física y matemática» (13).
[3]       «Algunos conceptos de los indios desana del Vaupés sobre manejo ecológico». En: https://asc2.wordpress.com/