lunes, 25 de febrero de 2013

Primera conferencia

Profesor: Carlos Ernesto Noguera Ramírez
Pedagogización de la sociedad y crisis de la educación


1. Introducción

En el momento actual en el que la formación de un pensamiento crítico ha dejado de ser consigna revolucionaria y se ha convertido en un propósito común de cualquier programa académico, compartido por instituciones gubernamentales, organismos de cooperación, movimientos políticos diversos, organizaciones no gubernamentales, etc., proponer una crítica no resulta algo sorprendente y, por el contrario, particularmente en el marco de una institución universitaria de carácter oficial como la nuestra, resulta una propuesta casi obvia, esperable y quizás esperada.

Pareciera que la crítica está en el orden del día. Ser crítico, criticar, tomar posturas críticas, tener un pensamiento crítico no solo es algo deseable sino casi una exigencia, por lo menos en el espacio académico. Podría decirse, entonces, que con este curso magistral estoy ratificando mi condición de académico, de profesor de una universidad calificada como “pública”, en fin, estoy en el lugar adecuado y haciendo lo que se espera que debo hacer. Sin embargo, hay algo de incómodo en el título, o mejor aún, en el problema mismo que me he planteado para desarrollar en este curso: ¿acaso no hay ya suficientes críticas a la pedagogía? El curso entonces, ¿se propone retomar o presentar, esas críticas? ¿es un curso sobre o desde las “pedagogías críticas”? ¿es posible una nueva crítica, una crítica diferente a la ya tan criticada pedagogía?

Como verán, la situación en la que me he colocado no es propiamente cómoda. Pero debo decir, en verdad, que no me coloqué hay, no escogí voluntariamente ese lugar, más bien considero que fui llevado hasta allí por efecto de ciertas preguntas y ciertos análisis en los que me envolví durante los últimos años. En un momento inicial pensé en abandonar la idea de emprender una crítica, hasta consideré la posibilidad de rechazar cualquier actitud crítica en vista de la existencia de tanta crítica, de tanto pensamiento crítico, de tantas teorías críticas. Pero el ejercicio de mi entendimiento me llevó a percibir que era esa una vana posibilidad, o mejor, una imposibilidad. No es posible abandonar la crítica sin renunciar a la condición misma del pensamiento. La opción que quedaba era, entonces, intentar una crítica más sobre un asunto ya bien, o por lo menos, bastante criticado.

Y aquí estoy iniciando este curso magistral. Al final de estas sesiones volveré a retomar este problema de la crítica, pues, desde luego, se trata de un asunto de primer orden que vale la pena abordar con mayor profundidad. Por ahora, les sugiero que recorramos un camino en donde podremos ir  encontrando elementos para, tal vez hacia el final del curso, poder pensar con algo de mayor profundidad ese asunto tan presente, tan actual, tan valorado hoy como es la crítica. Mi propuesta es, entonces, no definir la crítica de antemano, sino asumir desde el inicio una actitud de crítica que nos permita luego pensar o repensar el sentido de la crítica. Y en ese sentido, considero que un “curso magistral” es un buen comienzo para ello.

Imagino que varios se preguntarán cómo un curso magistral puede ser un escenario para pensar en la crítica, o para promover el pensamiento crítico, pues se trata, evidentemente, de una forma tradicional, medieval para ser exactos, de lo que podríamos llamar retrospectivamente ( y sólo retrospectivamente), una relación pedagógica. En otras palabras, ¿cómo hacer  una crítica a la pedagogía partiendo de una postura pedagógica tan tradicional al punto que los estudiantes no tendrán voz? Sin embargo, eso que parece una contradicción, es una apuesta, es decir, forma parte de la actitud crítica que me he propuesto desarrollar ante (y por eso, en alguna medida, con) ustedes. Sí, definitivamente, ¡qué mejor escenario puede existir hoy para elaborar una crítica a la racionalidad pedagógica contemporánea que un curso magistral! Un curso magistral donde sólo el profesor habla mientras los estudiantes escuchan; un curso magistral en la Universidad Pedagógica: ¿será una muestra de su crisis? Un curso magistral en el momento en que, por fin, las clases son participativas, los programas de los profesores son negociados (¿negociación de saberes?), los profesores (¿como Sócrates?) declaran no saber (por modestia, porque no se deben sentir superiores a los estudiantes, porque hay que reconocer que todo mundo sabe algo también, o simplemente porque en verdad no saben). Un curso magistral después de Freire. Sí, esa es la primera actitud crítica frente a ciertas pedagogías contemporáneas, esas pedagogías “light” que pretendiendo la libertad y la autonomía, están llevando a los jóvenes hacia la medianía y el conformismo.

Ahora bien, si el asunto de la crítica me incomodó un poco en el momento de preparar este curso, por el contrario, hablar de domesticación, de ejercitación y de animal humano, me parecieron, desde el comienzo, cuestiones sugestivas adecuadas a mis propósitos y a mis reflexiones más entrañables. Desde luego tales términos forman parte de la actitud crítica que intento construir, pero no se deben llevar a malentendidos. Podría pensarse que se trata de una denuncia sobre los vínculos estrechos entre la educación y la domesticación y sobre la forma como la educación en la modernidad ha llevado a conformar un animal humano antes que un verdadero humano. Pero no se trata de eso. Parte de mi actitud crítica tiene que ver con nombrar de manera clara la cuestión que encierra la educación sin pensar o plantear ningún ideal que la rescatara de esa precaria condición. Hoy como ayer, la educación se ha jugado en el terreno de la domesticación humana, pues el humano no es más que un particular tipo de animal domesticado. Ahora bien, esa domesticación, en cuanto técnica, en cuanto arte, ha producido diversos resultados y no sabemos qué más podrá producir: ha producido seres obedientes, dependientes, heterónomos, pero también, ha llevado a la creación de individuos (y pueblos) orgullosos de su existencia, de su independencia, de su poder, de sus posibilidades, de sus acciones.

Sin la domesticación no existiría el llamado Homo sapiens; lo más sublime de nuestra historia, lo más admirable de nuestra actualidad es sólo fruto de una domesticación y de una ejercitación. Unas formas de conducirnos y unas formas de conducir a los otros, unas formas de administrar nuestros instintos, nuestras fuerzas, nuestras limitaciones, nuestras posibilidades y nuestros deseos. Qué bueno que Sloterdijk nos permitiera hablar de nuevo de esa manera, recordar al viejo Nietzsche quien nos enseñó que en este planeta se ha producido una particular especie de ejercitantes, por eso lo llamó el planeta de los seres ejercitantes, el planeta ascético, el planeta en donde desde hace unos miles de años unos animales no han dejado de practicar, de ensayar, de repetir, de reiniciar, de trabajar para darse una forma, para alcanzar algo más allá, para superarse, y todo ello sin ninguna garantía de éxito, sin saber a dónde ni por qué.

Pedagogización, educacionalización

Como con la grande mayoría de los asuntos que aquí serán planteados, no soy yo el autor de esos conceptos de educacionalización o pedagogización. Para el caso nacional fue tal vez el profesor Mario Díaz quien, al final de su libro (tesis doctoral) sobre el Campo Intelectual de la Educación en Colombia (1994), utilizó por primera vez esa expresión para referirse a las transformaciones contemporáneas del dispositivo pedagógico. Autores como Depaepe (2008) señalan que fue el sociólogo alemán Janpeter Kob quien acuñó el término hacia finales de la década de 1950 y ya tres décadas después, una francesa, escribía un libro titulado “La sociedad pedagógica” (Beillerot, 1982) en el que analizaba algunas de las formas de pedagogización de la vida cotidiana de esos años que no han dejado de intensificarse y expandirse. Recientemente, Smeyers & Depaepe (2008), profesores e investigadores belgas del campo de la educación,  editaron un libro dedicado al tema de la “educacionalización”, resaltando la importancia y pertinencia de esa categoría para el análisis de la expansión de la educación en el mundo occidental moderno.

Siguiendo algunos de esos autores podría definirse la pedagogización (o educacionalización) como una categoría para describir la orientación general de los procesos centrales y desarrollos de la historia de la educación, o como un concepto relacionado con la expansión cuantitativa y cualitativa de la intervención educacional y pedagógica en la sociedad moderna. Si bien para estos autores se trata de un asunto vinculado con la propia historia de la educación occidental en la Modernidad, podría decirse que durante el último medio siglo el fenómeno se ha vuelto más evidente como lo demuestran las reflexiones de intelectuales de distintos campos de las ciencias sociales y humanas.

Por ejemplo, en 1993, Peter Drucker, filósofo y economista de origen austriaco lanzaba su libro La sociedad poscapitalista donde anunciaba la llegada de un nuevo tipo de sociedad fundamentada en el conocimiento, es decir, se trataba de una sociedad en donde el recurso económico fundamental, el medio de producción fundamental ya no eran ni la tierra ni el trabajo, sino el conocimiento, más particularmente, el conocimiento especializado. Desde luego, Drucker no estaba proponiendo una reivindicación del conocimiento en sentido humanista, el conocimiento de las humanidades, la cultura general que persiguió el bachillerato clásico europeo del siglo XIX y parte del XX. Se trata más bien de un know-how, de un saber hacer, de un conocimiento que se prueba a sí mismo en la acción, conocimiento que es información eficaz para orientar la acción, conocimiento enfocado hacia unos resultados (Drucker, 2004). En este sentido, la educación o la “persona educada”, en palabras de Drucker, está en el centro de las preocupaciones de esa nueva sociedad y dada su importancia, la educación no puede ser más un monopolio de las instituciones escolares, la sociedad toda debe ser una sociedad educadora:

“La educación en la sociedad postcapitalista tiene que saturar a toda la sociedad y a las organizaciones que dan empleo: las empresas, las oficinas del gobierno, las entidades sin ánimo de lucro, deben convertirse en instituciones de aprendizaje y enseñanza, y las escuelas tienen que trabajar en asociación con los empleadores y las organizaciones que dan empleo” (Drucker, 2004, p. 270).

Unas décadas antes, E. Faure (1973), como presidente de una Comisión conformada por la Unesco para analizar las condiciones de la educación mundial en ese momento, acuñaba en su informe dos términos nuevos que posteriormente serían bastante conocidos en el medio educacional: ciudad educativa y educación permanente. Los investigadores anglosajones tradujeron el primero de ellos como learning society, sociedad del aprendizaje o sociedad aprendiente y el segundo término ha llevado a otros a pensar en la condición del hombre contemporáneo como un lifelong learner, un aprendiz permanente o un cosmopolita inacabado (unfinished Cosmopolitan) según Popkewitz (2009).

Otros investigadores como Simons y Masschelein (2008) utilizan la categoría dispositivo de aprendizaje para explicar la manera como funciona el liberalismo avanzado (neoliberalismo) en su condición de práctica de gobernamiento de la población, o dicho en otras palabras, para explicar cómo el liberalismo avanzado es una forma de gobernamiento que funciona a través del aprendizaje. Esto significa que como efecto de una compleja estrategia de saber-poder, un conjunto significativo de asuntos relacionados tradicionalmente con la acción de Estado son cada vez más considerados como problemas de aprendizaje. Así, el desempleo antes que un efecto estructural del sistema es visto como la falta de iniciativa (emprendedorismo) o de competencias de los ciudadanos; los problemas de salud, al ser considerados como efecto de los hábitos y prácticas de los individuos, requieren de aprendizajes o re-aprendizajes especializados sobre hábitos alimentarios, prácticas saludables y control de riesgos; la participación ciudadana, igualmente, es un asunto que involucra aprendizajes relacionados con el funcionamiento del Estado, con la veeduría, con la elaboración de presupuestos, con la rendición de cuentas, etc.

En fin, la pedagogización social contemporánea significa la centralidad de los procesos de aprendizaje en la vida cotidiana de las personas, la centralidad del saber, del conocimiento y de la información en las prácticas sociales, políticas y económicas; centralidad que ha generado una intensa y extensa proliferación de prácticas y discursos de carácter educacional manifiestos en un sinnúmero de “pedagogías”.

Esa proliferación de discursos y prácticas pedagógicas ha traído un doble efecto que podríamos calificar de paradójico y que se expresa en dos problemas centrales: de una parte, asistimos hoy a un debilitamiento del campo de saber de la pedagogía; de otra, la educación, tal como se entendió en la modernidad sólida (para hablar en términos de Bauman), se encuentra hoy en un impasse, en una sin salida o, por lo menos, en una encrucijada. A continuación vamos a ver en detalle estos dos asuntos.

Debilitamiento de la pedagogía: exaltación de lo pedagógico
Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, la pedagogía adquirió sistematicidad y reconocimiento como disciplina. En el ámbito alemán, los trabajos de F. Herbart llevaron a considerar la Pädagogik como la Ciencia de la Educación, posteriormente se consolidó una tradición intelectual en donde se desarrollaron distintas perspectivas (o paradigmas) como la Pedagogía General o Sistemática, la Pedagogía de las Ciencias del Espíritu (Dilthey, Schleiermacher), la Pedagogía Crítico-Reflexiva (Klafki), la Ciencia de la Educación Crítica (Blankertz, Mollenhauer, etc.), la Ciencia de la Educación Reflexiva (Lenzen), etc. En el ámbito francófono, se destacan las elaboraciones de los llamados filósofos pedagogos como Marion y Compayré, la mirada desde la sociología de una Ciencia de la Educación de Durkheim, la psicopedagogía de Claparède, la Pedagogía Activa de Decroly y Ferrièrre, hasta las Ciencias de la Educación en el Instituto Jean Jacques Rousseau de Ginebra y, más tarde, en el ámbito francés, de Mialaret, Debesse y Château. En la tradición anglosajona, las propuestas de A. Bain de la educación como ciencia (Education as a Science), los Curriculum Studies como campo de investigación iniciado desde los trabajos de Bobbit y Charters, los trabajos de Dewey alrededor del concepto de educación (educación y democracia, educación y experiencia, ciencia de la educación), hasta las elaboraciones de una teoría crítica de la educación en Carr y Kemmis.

Como en el caso de los demás países latinoamericanos, en Colombia la consolidación de la pedagogía como disciplina no constituyó una tradición particular como en el caso europeo y anglosajón, sin embargo, es posible identificar con claridad, por lo menos hasta la década de 1990, diversos procesos e intentos de apropiación y elaboración más o menos sistemáticos sobre los problemas de la pedagogía y la educación. Desde las apropiaciones de Pestalozzi, la llamada pedagogía clásica de los hermanos Restrepo Mejía, la construcción de una pedagogía activa con el movimiento educacionista de los años 20 y 30, la circulación (apropiación) y producción de conceptos y teorías en las Escuelas Normales, la Escuela Normal Superior y las facultades de educación, el Movimiento Pedagógico de 1980-90 (el Campo Intelectual de la Educación de Mario Díaz o el Campo Conceptual de la Pedagogía de Zuluaga y Echeverri) hasta las elaboraciones recientes sobre la(s) didáctica(s), la enseñanza de las ciencias y los saberes escolares, encontramos una amplia y diversa producción intelectual que hoy no encuentra los medios ni escenarios para una articulación y consolidación como campo de estudios.

Tanto las tradiciones europeas y anglosajonas, como la propia tradición nacional se han visto hoy relegadas ante la proliferación intensiva de discursos calificados de pedagógicos que aparecen en los más diversos espacios institucionales (empresas, escuelas, ONG´s, hospitales, cárceles, oficinas gubernamentales, movimientos sociales, partidos políticos, clubes deportivos, instituciones de salud o recreativas, etc.). Como una muestra de esta dispersión y proliferación, podríamos identificar, por lo menos, tres grandes tipologías en que se localizan las pedagogías contemporáneas:

1) Pedagogías para todo aquello que es necesario enseñar y aprender: pedagogía de la paz, de la felicidad, del ocio, de la esperanza, pedagogía ciudadana, de la autonomía, de la ecología, de la diferencia, de los medios, del cuerpo, de la sexualidad, del conocimiento, del trabajo, del deporte, de la salud, de la comunicación, de la imagen, de la economía y de todos los saberes y disciplinas.

2) Pedagogías según los sujetos, usuarios o destinatarios: pedagogías feministas, masculinas, de la infancia, de la tercera edad, de los oprimidos, de las negritudes o afro, de los trabajadores, de los adultos, etno-pedagogías, etc.

3) Pedagogías según la cualidad o filiación: pedagogías participativas, nuevas, tradicionales, innovadoras, culturales, interculturales, contemporáneas, pos-modernas, no-directivas, críticas, participativas, correctivas, hospitalarias, constructivistas, liberales, poscoloniales, curativas, preventivas, ascéticas, hedonistas, etc.

Como efecto de esa proliferación, los tradicionales sujetos vinculados con ese campo de saber (o con esa disciplina, para el caso de las tradiciones europeas y anglosajonas), se han visto desplazados por nuevos “pedagogos” o “formadores” o “educadores” informales que toman diversas formas: entrenadores (de equipos deportivos o personales, personal trainers, coaches), pastores, publicistas, guías espirituales, consejeros, terapistas, periodistas, etc. Una multiplicidad de profesionales asume actividades catalogadas como pedagógicas o educativas o formativas o de enseñanza, mientras los tradicionales encargados de tales actividades pierden cada vez más legitimidad, reconocimiento social y profesionalismo.


El impasse de la educación

El concepto de educación es un concepto moderno formado a partir del siglo XVII y, particularmente desarrollado con las elaboraciones de Rousseau, retomadas a comienzos del siglo XX por los llamados pedagogos activos. Entre su versión disciplinaria (Locke) y su formulación liberal (Rousseau), fue Kant quien por primera vez estableció la base conceptual para la educación al definirla como aquella acción constituida por los cuidados (con los niños) y la formación (o Bildung que, por su vez, está compuesta por la disciplina y la enseñanza). Para Kant, la educación implicaba la posibilidad de transformación de la animalidad en humanidad, lo que significaba la principal herramienta para la conformación del “hombre” que nacía inacabado y frágil. La condición de la educación era entonces, la existencia de un adulto y un infante o joven; se trata de una actividad jerarquizada en donde uno dirige al otro con el propósito final de que ese otro consiga, como parte de esa dirección, su propia autonomía, es decir, alcance su propio autogobierno: gobernar, dirigir, conducir para que el otro aprenda a conducirse.

Por tal motivo, para Kant la disciplina y la obediencia eran asuntos centrales de la educación, pues como él decía, es preferible la falta de instrucción que la falta de disciplina, pues la instrucción se puede adquirir en cualquier momento, mientras que la falta de disciplina (sólo adquirida durante los años de la niñez) es imposible de adquirir posteriormente. La disciplina es la condición para el control de la animalidad, para el gobierno de los instintos, de la “salvajería”; sin ella, el sujeto es presa de sus pasiones y nunca conseguirá que su entendimiento gobierne su vida.

En una perspectiva kantiana y después de un balance de las definiciones de educación dadas por diferentes autores franceses, ingleses y alemanes, Compayré proponía en su Curso de Pedagogía (1920) ésta fórmula: “La educación es el conjunto de los actos reflexivos por medio de los cuales se ayuda a la naturaleza en el desarrollo de las facultades físicas, intelectuales y morales del hombre, para buscar su perfección, su felicidad y la realización de su desti­no social” (p. 18). Se trata de una educación, que él mismo llama ‘liberal’, en cuanto prepara para el libre desarrollo de la razón; tal educación liberal no aspira a una ‘alta instrucción intelectual’, pues es suficiente una formación elemental, siempre que abra la inte­ligencia y fortifique la energía moral.

Coincide con Rousseau en que tal educación debe estar en conformidad con las leyes de la naturaleza, pero considera que aquello que se llama naturaleza, en el fondo, es un ideal que cada pedagogo concibe a su manera y que, como señala el pensador inglés Alexander Bain, existen en la naturaleza humana instintos malos como la cólera, el odio, la antipatía, la envidia, entre otros. No se puede abandonar la naturaleza a sí misma y, por el contrario, es necesario establecer unas restricciones, como propone Kant. También, coincide con Rousseau en que la educación es producto de la libertad, pues el hombre no es un ser inerte y pasivo, sino libre y activo: “el espíritu no es una materia inerte que se deja formar a voluntad y obedece pasivamente a todo aquello que se hace en ella, como el mármol o la madera al cincel del artista. Lejos de eso, el espíritu del niño reacciona sin parar y mezcla su acción propia a la del educador” (Com­payré, 1920, p. 23). Pero, evidentemente, no es una colaboración equivalente: la actividad del alumno debe estar comprometida con su educación; por lo tanto, debe estar al servicio de la acción educativa del profesor, colaborar con él para llegar hasta donde se le conduce. De ahí que:

La educación no abandona la naturaleza a sí mis­ma sino que la vigila, le dicta sus reglas y, en caso de necesidad, la reprime. De un modo general, es obra de la autoridad al igual que la libertad, pues la autoridad adquirida por el maestro que sabe hacerse estimar y obedecer, le permitirá acudir al convencimiento con más frecuencia que a la repre­sión. Cuanto más autoridad tenga, menos necesitará usarla (p. 24).

Pero, no se debe olvidar que el fin último de la educación es el cultivo del carácter; por eso, no se debe temer a la libertad, sino encontrar en el propio alumno el freno necesario para reformar las pasiones y los malos instintos, es decir, buscar con la educación el establecimiento de mecanismos para que el propio sujeto se gobierne a sí mismo. En esta perspectiva, Compayré considera, en la vía de Herbart, que la disciplina tiene un fin superior que es la formación del carácter, motivo por el cual resulta central para la educación. Así, antes que basarse en un conjunto de premios y castigos, debe ser preventiva, y eso sólo es posible si el profesor sigue un método adecuado, una regularidad y continuidad de los ejercicios escolares, una utilización correcta del tiempo, una clasificación de los discípulos (no sólo por su edad, sino por su grado de instrucción y desarrollo intelectual) y una vigilancia rigurosa:

Aún así, las reglas no bastan. El discípulo no es aún lo bastante dueño de sí mismo ni lo bastante enérgico y bien intencionado para seguir espon­táneamente la marcha que traza el reglamento. Hay que contar con los desfallecimientos de la voluntad, con el aturdimiento de la infancia, con la disipación, con la pereza y con el mal deseo. A la mirada vigilante del maestro corresponde asegurar la práctica de las leyes escolares. La disciplina es más fácil con un maestro activo que vigila todos los movimientos, que está al acecho de las disposi­ciones, que corta con una palabra o con una mirada una conversación que comienza, que reanima la atención en el momento en que se adormece, y que, en una palabra, está siempre presente en las cuatro esquinas de la escuela y es, por decirlo así, el alma del salón (p. 434).

Ahora bien, esa intensa y permanente vigilancia no se puede detener en las puertas de la escuela: un buen profesor debe averiguar lo que hacen los niños en el seno de la familia y hasta cómo se comportan en la calle y los caminos, y para eso debe establecer una estrecha alianza con los padres informándolos periódicamente del progreso, del trabajo y de los defectos de los niños. Sin embargo, debe recordar que el fin de la disciplina es volverse inútil; aunque sea necesaria una sujeción, ella no impide la libertad “que es la disciplina que nos imponemos a nosotros mismos, y el fin de la educación en todos los grados es hacer hombres libres” (p. 441). Citando a M. Gréard, concluye Compayré:

[…] substituir insensiblemente a las reglas que se le han dado las que él mismo se dé, a la disciplina de afuera aquella de adentro; liberarlo, no de un solo golpe al modo antiguo, sino día por día, rompiendo a cada progreso un eslabón de la cadena que ataba su razón a la razón del otro; enseñarle a salir de sí mismo, a juzgarse, a gobernarse como juzgaría y gobernaría a los otros; mostrarle, en fin, las ideas del deber público y privado que imponen a su con­dición humana y social: tales son los principios de la educación que de la disciplina escolar hace pasar al niño a la disciplina de su propia razón y crea, al ejercitarla, su personalidad moral (Compayré, 1920, p. 442).

En una perspectiva similar a la de Compayré, pero con un matiz que introduce un elemento novedoso, Emile Durkheim, profesor del curso de pedagogía en la Fa­cultad de Artes de Bordeaux entre 1887 y 1902, llamaba la atención sobre el hecho de que los pedagogos mo­dernos (entre ellos el propio Compayré) estuviesen de acuerdo, casi en su totalidad, en ver la educación como un asunto eminentemente individual. Por el contrario, decía él: “Considero como el postulado mismo de toda especulación pedagógica que la educación es un ente eminentemente social, tanto en sus orígenes como por sus funciones, y que, por tanto, la pedagogía depende de la sociología más estrechamente que de cualquier otra ciencia” (Durkheim, 2003, p. 115).

En este sentido, podríamos decir que los fenómenos de la educación, la problemática abierta sobre la educación de las masas, sobre la instrucción pública, contribuyó decididamente a la consolidación de una ciencia de la ‘sociedad’. Esa problemática de la educación estuvo íntimamente vinculada con la aparición, a finales del siglo xviii, de la población como campo de realidad a partir del cual se abrió toda una serie de dominios de objetos para saberes posibles (Foucault, 2006). La educación fue tanto uno de esos fenómenos específicos de la población como uno de esos nuevos objetos de saber cuyo recorte permitió la constitución de una “ciencia de la educación”, pero también fue un objeto que contribuyó en la constitución de una “ciencia de la sociedad”, en la medida en que fue establecida como su mecanismo de reproducción.

En otras palabras, diríamos que la ‘sociedad’ es una manera de abordar la población, una forma de establecer un recorte en ella para conocerla y gobernarla; y así como para las poblaciones fueron establecidos mecanismos biológicos para su reproducción, en el caso de las sociedades la educación cumplió el mismo papel. Era la educación, y solo ella, la que podía garantizar la sobrevivencia de la sociedad:

Si se enorgullece de algo la existencia de la sociedad —y acabamos de ver aquello que representa ella para nosotros—, es indispensable que la educación asegure entre los conciudadanos una suficiente comunidad de ideas y sentimientos, sin la cual no puede haber sociedad. (Durkheim, 2003, p. 74).

La educación fue ese mecanismo de reproducción de la sociedad en un doble sentido: de una parte, era la educación la que transformaba el ser “individual y antisocial que somos en el momento de nuestro nacimiento” (p. 83) en un ser apto para vivir en comunidad; por otra parte, era a través de la educación que los productos de una generación, en lugar de borrarse y desaparecer con su muerte, se acumulaban, se pasaban y se transformaban en la siguiente generación. La famosa definición de educación de Durkheim es ilustrativa en este sentido:

La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquellas que no han alcanzado aún el grado de madurez necesario para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño un cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que exigen de él tanto la sociedad política en su conjunto como el medio ambiente específico al que está especialmente destinado. (p. 63).

La educación es una socialización metódica de las nuevas generaciones y actúa sobre el individuo tanto como sobre la población (sociedad). Las reglas, los hábitos, las ideas que determinan el tipo de educación son producto de las generaciones anteriores. Todo el pasado de la humanidad ha contribuido a edificar ese conjunto de reglas que dirigen la educación del momento; por eso, ella funciona a la manera como opera el mecanismo hereditario en el caso de las poblaciones y de los organismos vivos:

En el hombre, al contrario, las actitudes de todo tipo que supone la vida social son demasiado complejas para poder encarnarse, por así decir, en nuestros tejidos y materializarse bajo la forma de predisposiciones orgánicas. De ahí se desprende que esas actitudes no pueden transmitirse de una generación a otra por vías genéticas. Es a través de la educación que se lleva a término la transmisión. (p. 66).

Pero a pesar de estas claridades introducidas por Durkheim, la perspectiva psicológica se impuso gracias a su íntima articulación con los desarrollos científicos de la biología. De esa manera se constituyó a comienzos del siglo XX el movimiento de la llamada Pedagogía Activa o Escuela Nueva, movimiento más bien heterogéneo que agrupó diversas tendencias, pero que finalmente, reforzaría el carácter individual de la educación y, más específicamente, concretaría o  actualizaría las ideas que Rousseau había formulado medio siglo antes sobre la educación. Recordemos que a diferencia de Kant, Rousseau no partía de la disciplina, ni pretendía enseñar nada, sin embargo, su idea de educación libre no significaba una renuncia a la dirección, a la conducción; se trataba de una nueva manera de hacerlo, de una fórmula novedosa que consiste en establecer las condiciones para una autorregulación. Es a partir de la propia acción del sujeto en un medio particular que es posible educar. Recordemos que Emilio es sacado de la ciudad y colocado en el campo (medio natural) para que de esa forma, y a través de su actividad, inicie las experiencias diversas, cotidianas y naturales que le permitirán aprender las “lecciones” de la propia naturaleza, de las cosas y de los hombres. La libertad de Emilio no es una plena libertad, no es un dejar hacer, no es espontaneismo: se trata de una estrategia cuyo principio es gobernar más para gobernar menos, es decir, crear las condiciones para que la acción del individuo se convierta en un proceso de regulación de su conducta, de “adaptación” a las exigencias del medio y de satisfacción de sus impulsos naturales (y por tanto, buenos).

En términos de Claparède:

El problema de la educación posee dos aspectos distintos: por una parte se trata de desarrollar las energías del niño y del hombre, su capacidad de esfuerzo, su poder voluntario, su fuerza de carácter; esto es lo que podemos llamar cultura potencial. Por otra parte, se trata de aguijonear esas energías por caminos determinados, de hacerlas converger hacia ciertos fines. Se puede, en efecto, estar en posesión de una gran cantidad de energía y de constancia para el trabajo, pero emplear muy mal esas cualidades psíquicas; esto se ve todos los días. No basta, pues, desarrollar las energías del niño; es preciso, además, ocuparse del objeto al cual se aplicarán. El educador debe estimular ciertas tendencias buenas en detrimento de ciertas tendencias malas. Esta es la cultura moral y social propiamente dicha. (Claparède, 1957, p. 181).

Considero que hasta aquí ha quedado claro aquello que significaba la educación en la modernidad sólida (para hablar en términos de Bauman), cuáles eran sus condiciones (la autoridad, el saber, la disciplina, un adulto, un joven o infante) cuáles eran sus propósitos y medios (la libertad, la autonomía a partir de la obediencia y la disciplina). Sin embargo, en la actualidad, en la hipermodernidad (para utilizar la expresión de Lipovetsky), la situación parece haber sufrido una modificación sustancial: las condiciones para la educación están desapareciendo.

Margareth Mead (2006), a finales de la década de 1960, planteaba ya con claridad el conjunto de transformaciones que se estaba operando en la sociedad occidental (específicamente, en la sociedad norteamericana). Según esta antropóloga, la cultura contemporánea sería el momento final de una transición que inició en un tipo de organización cultural denominado post-figurativo, pasó luego por otro calificado como co-figurativo, para finalmente llegar a una condición que denomina pre-figurativa. Una cultura post-figurativa es aquella en la cual “el pasado de los adultos es el futuro de cada nueva generación” (p. 35) o aquella donde “los niños son educados de modo tal que la vida de sus padres y abuelos postfigura el curso de sus propias vidas” (p. 45). Esto significa que son los adultos y las tradiciones (saberes y prácticas) las que orientan, guían, conducen la vida de las nuevas generaciones; implica la hipótesis de que la forma de vida de la vieja generación es inmutable e incuestionable; implica, por eso, una valoración de la adultez, de la experiencia, del saber acumulado, de la tradición y de la obediencia, del sometimiento a las reglas.

Cuando, por efecto de las aceleradas o súbitas transformaciones culturales, las nuevas generaciones se ven obligadas a aprender más de sus pares o de otros adultos que de sus padres y abuelos, es decir, cuando los saberes y vida de la generación vieja no son suficientes para adaptarse a las nuevas condiciones y se hace necesario aprender de los colegas, entonces nos encontramos frente a un tipo de cultura co-figurativa. En las propias palabra de Mead: “la configuración se produce en circunstancias en que la experiencia de la joven generación es radicalmente distinta de la de sus padres, abuelos y otros miembros más ancianos de la comunidad inmediata” (p. 69) y ello generalmente sucede como efecto de una catástrofe que diezma la población anciana, por efecto de una emigración hacia una nueva cultura, por un proceso de conquista o por una conversión religiosa, fenómenos todos ellos que llevan a hacer inoperante el saber de la tradición y el papel de los adultos y ancianos como guías para la vida de las nuevas generaciones.

Finalmente, estaríamos asistiendo a la constitución de una cultura pre-figurativa, pues será el hijo, el recién llegado, el nuevo y no el padre ni los abuelos quienes representarán el porvenir: es el niño, el recién nacido quien hoy representa lo que será la vida, algo de lo que no sabemos, algo que ignoramos, pues la aceleración del cambio, la velocidad de las transformaciones contemporáneas han hecho imposible vislumbrar cómo será el futuro. Se trata de un momento en el que la juventud ha llegado a ocupar el lugar protagónico que antaño ocupó el adulto. Dice al respecto Mead:

“Antaño siempre había adultos que sabían más que cualquier joven en términos de experiencia adquirida al desarrollarse dentro de un sistema cultural.  Ahora no los hay. No se trata sólo de que los padres ya no son guías, sino de que no existen guías […] No hay adultos que sepan lo que saben acerca del mundo en que nacieron  quienes se han criado dentro de los últimos veinte años” (p. 108).

Y recordemos que Mead estaba diciendo esto en 1969. El cambio acelerado, la innovación permanente como exigencia, vuelven los viejos saberes, prácticas, normas, creencias y apuestas, inciertos y a los adultos inseguros. En su libro sobre La corrosión del carácter Sennet muestra la impotencia de Rico (joven profesional de la nueva generación de empresarios de sí mismos) para orientar a sus hijos, pues bien sabe que la educación que le dio su padre (portero jubilado de una universidad) no funciona en las nuevas circunstancias, pero tampoco está seguro de que su vida nómade y sujeta a permanentes cambios, tensiones, incertezas, pueda servir de modelo para sus hijos.

Y el problema no es sólo la imposibilidad de los adultos para saber qué hacer hoy con las nuevas generaciones: estamos viviendo ya los efectos de una generación socializada en las nuevas condiciones culturales, es decir, una generación que parece no sentirse a gusto con la idea de llegar a ser adulto, una generación que asume una condición juvenil permanente, que ya no valora la tradición cultural, y que parece ocuparse sólo de lo más inmediato, pues a fin de cuentas el futuro es bastante incierto para ocuparse de él. Digamos que los supuestos adultos no quieren serlo, los jóvenes no lo serán y los niños, aunque no quieren ser tratados como tales, como menores, tampoco piensan en ser viejos o “grandes”: todos queremos ser jóvenes, juveniles. Hay algo de un hedonismo en esa condición, una búsqueda, a veces desesperada, por lo placentero, o por lo menos, un rechazo visceral a todo lo que implique algo de dolor o esfuerzo, aplazamiento de la acción, construcción de proyectos, recorrido de etapas.

En unas condiciones tales, ¿cómo educar? ¿quién educa a quién? ¿Será que el viejo Freire ya había vislumbrado esta situación cuando afirmara que “nadie educada a nadie, nadie se educa solo, los hombres se educan entre sí, mediados por el mundo”? Con certeza, Freire era demasiado kantiano como para acreditar en la posibilidad de un abandono del lugar del educador o, en otros términos, para considerar la relación pedagógica (o educativa) como una relación de pares.

Lo que tenemos hoy es, además, un cierto abandono complaciente de la tarea de educar y de la posición de adulto. Si el pasado no nos sirve como orientación para la educación de los nuevos, si, como consecuencia de ello, no sabemos cómo ni hacia dónde orientar, entonces la respuesta, frecuentemente, es condescendiente con la tendencia general hacia un dejar hacer y ser… una cierta comodidad o acomodación a lo que va aconteciendo, una entrega en el hedonismo cotidiano que implica cambiar el lugar incómodo del adulto, por el de par o cómplice de los nuevos. Tal vez sea el síndrome “Homero Simpson” que nunca fue ni será el padre de Bart, sino uno de sus mejores amigos. Homero no está para educar a Bart (ni a Lisa, que parece haber encontrado otro referente), sino como Bart, para divertirse y divertirse con él, quien se convierte en su par.


Referencias Bibliográficas


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