sábado, 2 de marzo de 2013

Tercera conferencia


“Elementos para una crítica de la racionalidad pedagógica. Sobre la domesticación y la ejercitación del animal humano”

Profesor Carlos Ernesto Noguera Ramírez


Tercera Conferencia: La pedagogía como arte de gobierno de si y de los otros: ¿disciplina o libertad?[1]


En la era de la “sociedad del aprendizaje”, en este momento histórico en el cual la educación es considerada como uno de los derechos fundamentales, parece obvio que toda la población, sin excepción, pase por la escuela. Pero esta idea, la necesidad de que tal cosa acontezca, es un hecho relativamente reciente y hasta curioso en la historia de la humanidad. ¿Cómo y por qué apareció en la historia de Occidente la necesidad de enseñar todo a todos a través de un método único y en un espacio cerrado y aislado bajo la dirección de un maestro? Alejándonos de las perspectivas centradas en el progreso de la humanidad y en la evolución lineal, separándonos de una idea teleológica de la historia, sería preciso reconocer que múltiples factores, entre el azar y la necesidad, llevaron a tal estado de cosas. Algunos historiadores contemporáneos de la educación señalan que el movimiento masivo de escolarización de la población, movimiento que despegó a partir del siglo XVIII bajo el auspicio de la expansión del pietismo y el puritanismo, tuvo, sin embargo, su verdadero inicio durante los siglos XVI y XVII (Melton, 1988; Hunter, 1998). Según Hunter, el surgimiento de ese movimiento estuvo íntimamente relacionado con la expansión de lo que Foucault llamó las “disciplinas”:

El surgimiento de una educación popular en Estados como Prusia y Austria no coincidió ni con el capitalismo ni con la industrialización y, de hecho, con ningún otro agente historicista que tratara de convertir la educación en uno de los polos de su gran dialéctica. Y aunque el surgimiento de los sistemas escolares cristianos pudiese haber coincidido aproximadamente con la aparición del Estado administrativo, tales sistemas fueron el producto de una historia autónoma, al menos por lo que se refiere a su inspiración inicial y a su organización. Fueron la expresión y el instrumento de un esfuerzo específicamente religioso por cristianizar a los campesinos europeos. Formaron parte de un movimiento mucho más amplio a través del cual las iglesias reformadas trataron de transferir la disciplina espiritual a la vida cotidiana, utilizando los mecanismos administrativos de la parroquia para organizar las escuelas dominicales, primero, y las escuelas diurnas parroquiales posteriormente. (Hunter, 1998, p. 82)

En su curso titulado El poder psiquiátrico (1973-1974), el profesor Foucault había señalado la procedencia religiosa del “poder disciplinar” y su extensión, más allá de los monasterios y durante los siglos previos a la Reforma, hacia las distintas comunidades laicas, como parte del proceso de cristianización iniciado en el siglo XIV, particularmente con el movimiento de los Hermanos de la Vida Común. Teniendo en cuenta que tal proceso de disciplinarización de amplios sectores de la población implicó una transformación de las costumbres, una intensa y extensa moralización de la población y su alfabetización, tal proceso puede ser leído, también, como un proceso de pedagogización social. A fin de cuentas, y como es analizado en un capítulo anterior, la disciplina, en el marco de la vida cristiana donde nació y se perfeccionó, era una técnica pedagógica que requería cierta severidad y ciertas condiciones particulares de ejercicio. Según esta idea, y sirviéndome del trabajo de Senellart (2006) sobre las artes de gobierno, señalaré las líneas más generales del desarrollo del proceso de pedagogización —disciplinarización— de la población europea entre los siglos XIV y XVII, proceso que llevó a la constitución de lo que se podría denominar una “sociedad de la enseñanza” o sociedad enseñante.

Umbral tecnológico del arte de educar 

En el paso del umbral tecnológico del poder disciplinar[2] es posible el encuentro y la articulación de dos procesos: la expansión del pastorado cristiano entre los siglos XIV y XVII, y la aparición de la “razón de Estado”[3] en el siglo XVII. Un proceso de orden religioso y otro de orden político. A través de las técnicas disciplinarias (aisladas en las instituciones monásticas durante la Edad Media), el poder pastoral —regimen— consiguió, entre el Renacimiento y el siglo XVIII, expandirse en la población bajo la forma del adoctrinamiento, la escolarización y la moralización; a partir del siglo XVII, y también gracias a las técnicas disciplinarias constitutivas de la policía[4], el poder político —regnum— dio forma a la res publica. 

La principal consecuencia de este acontecimiento es la conversión del gobernamiento en un asunto político, pues hasta entonces era entendido como la Regula pastoralis, el régimen eclesiástico que designa: “[...] un gobierno no violento de los hombres que, mediante el control de su vida afectiva y moral, mediante el conocimiento de los secretos de su corazón y mediante el empleo de una pedagogía finamente individualizada, procura conducirlos a la perfección” (Senellart, 2006, p. 29). El gobierno tiene, entonces, una procedencia religiosa y no política, una procedencia judeocristiana y oriental y no griega u occidental (Senellart, 2006; Foucault, 2006). En ese sentido, el pastor se opone al político: 

El político de los griegos ejerce su poder sobre un territorio, establece leyes que deben perdurar luego de su desaparición. Su función es comparable a la del timonel de la nave; persigue el honor. El pastor del judeocristianismo, en cambio, no ejerce su poder sobre un territorio, sino sobre un rebaño: reúne individuos esparcidos. Sin el pastor el rebaño se dispersa; aquél debe abandonar el rebaño para salir en búsqueda de la oveja perdida, debe dar su propia vida por la de cada una de sus ovejas. (Castro, 2004, p. 266). 

Pero a partir del siglo XVII hubo un proceso de laicización del poder pastoral, del gobernamiento, que en adelante aparecerá relacionado íntimamente con el funcionamiento del Estado. Si tenemos en cuenta que la disciplina era una técnica fundamentalmente religiosa y, por tanto, estaba articulada al ejercicio del poder pastoral, el proceso de laicización del gobierno llevó también a una laicización y expansión de la disciplina más allá de las comunidades religiosas. Desde los siglos XIV y XV es posible identificar en Europa el desarrollo y multiplicación de comunidades laicas que, como la de los Hermanos de la Vida Común o de San Jerónimo[5], 

[...] a partir de una serie de técnicas tomadas de la vida conventual, y a partir también de una serie de ejercicios ascéticos procedentes de toda una tradición del ejercicio religioso, definieron métodos disciplinarios concernientes a la vida cotidiana y a la pedagogía. (Foucault, 2005, p. 60). 

La creación de estas comunidades dedicadas a la enseñanza de la doctrina, al decir de autores como Delumeau (1984), no solo es evidencia del declive de la vida monástica sino también de la crisis de la Iglesia medieval frente a la cual se consolidó y extendió un renovado sentimiento religioso, que se expresó en el movimiento conocido como la Devotio Moderna, forma nueva de espiritualidad que privilegiaba la meditación personal en relación con la liturgia, y cuya obra insigne fue la Imitación de Cristo, escrita por Thomas Kempis entre 1420 y 1430, que, según Delumeau (1984), fue la obra más leída del siglo XV. 

Sobre este proceso, es preciso señalar que la consolidación y expansión de la Iglesia por todo Occidente durante la Edad Media no significó una amplia cobertura del pastorado católico; en otras palabras, no significó una cristianización masiva de la población, que al decir de los historiadores como Delumeau (1984) y Hunter (1998) fue un fenómeno relativamente reciente. Desde las perspectivas de estos autores, los alcances de la Iglesia durante la Edad Media fueron más bien moderados, y sus enseñanzas, además de limitadas, pasaron por la grilla del sincretismo popular; por tanto, fue solo a partir del siglo XVI cuando el pastorado cristiano alcanzó una fuerza inusitada en los procesos de Reforma y Contrarreforma: 

Tanto la Reforma como la Contrarreforma dieron al pastorado religioso un control, una autoridad sobre la vida espiritual de los individuos mucho más grande que en el pasado: aumento de las conductas de devoción, incremento de los controles espirituales, intensificación de la relación entre los individuos y sus guías. Nunca antes el pastorado había intervenido tanto ni disfrutado de tanta influencia sobre la vida material, la vida cotidiana, la vida temporal de los individuos: se hace cargo entonces de toda una serie de cuestiones y problemas concernientes a la vida material, la limpieza, la educación de los niños. Por consiguiente, se produjo una intensificación del pastorado religioso en sus dimensiones espirituales y extensiones temporales. (Foucault, 2006, p. 266) 

Foucault (2006) analizó ese proceso como la “explosión del problema del gobierno”, en el que la disciplina, confinada hasta entonces en las instituciones monásticas, consiguió una expansión excepcional gracias a un mecanismo llamado “parasitaje”, es decir, gracias al hecho de que para su extensión social, la disciplina se introdujo y logró desarrollarse en el interior de otras prácticas e instituciones, y así colonizó otros espacios cada vez más amplios en la población. Por lo menos tres fueron los blancos de ese “parasitaje”: la juventud estudiantil (y con ella los antiguos colegios), los pueblos conquistados (particularmente los de América) y, finalmente, los nuevos ejércitos de la clase obrera (Foucault, 2005). Aunque en todos los casos estuvieron implicadas actividades de enseñanza, en el caso de la juventud y de los pueblos conquistados las acciones educativas comprometidas en su disciplinamiento fueron mucho más evidentes. 

Para los propósitos de este texto es de particular interés la colonización de la juventud estudiantil[6] que, hasta finales del siglo XV e inicios del XVI, había mantenido cierta independencia y autonomía, pero que fue, poco a poco, colonizada en los colegios donde se inició su proceso de ‘infantilización’, a través del disciplinamiento y la moralización de sus costumbres. Como han mostrado varios autores[7], los colegios medievales fueron muy diferentes de aquellas instituciones que conoció la modernidad. 

Emergieron como casas de hospedaje de los estudiantes universitarios que, a su vez, nada tienen que ver con los ‘escolares’ modernos que frecuentaron los colegios de los siglos XVII en adelante. Se trataba de jóvenes de diversas edades que vivían solos en los colegios (que, como dije, funcionaban más como lugar de hospedaje que de enseñanza), algunos con sus propios ayudantes o criados, y asistían a las clases en las Facultades de Artes, donde gozaban de plena autonomía. Señala Messer (1927) que, en el caso de la Universidad de Boloña, los propios estudiantes elegían al rector y desde el siglo XIII se excluyó la posibilidad de escoger a un profesor para ejercer dicho cargo; de tal forma que solo un estudiante podría ser elegido rector. En la Universidad de París los profesores tenían más influencia, pero a pesar de ello el rector también era elegido por los estudiantes. 

En las ciudades eran reconocidos los estudiantes por su comportamiento tumultuoso y relajado, dentro y fuera de las clases. Las permanentes peleas y alborotos que ocasionaban llevaron a las autoridades a tomar medidas especiales, como la prohibición del porte de armas en las aulas. Esos muchachos nada tienen que ver con los disciplinados chicos que habitaron las salas de clase e internados de los siglos posteriores. Sobre este aspecto, preguntaba Durkheim si no sería la forma de “internado integral” una prolongación de la idea monacal, una figura que se extendiera, casi que por contagio natural, del dominio religioso hacia el do-minio escolar. Como ejemplo, señala el sociólogo que en el caso francés los colegios inicialmente denominados hospitia —de los cuales existían dos modalidades: libres y de caridad, en donde eran sostenidos, por medio de becas, cierto número de estudiantes pobres—, algunos de los cuales contaban con buenas bibliotecas y ‘repetidores’ o tutores particulares, fueron atrayendo alum-nos de diversas capas sociales que pagaban su hospedaje, y de esa forma aumentó considerablemente la población estudiantil, a punto que también aumentó el personal de maestros encargados de la disciplina de los alumnos y de los estudios. Las repeticiones de lecciones, así como las clases complementarias dentro de la casa se volvieron, por tanto, más numerosas; la enseñanza allí impartida asumió una mayor importancia, y en lugar de esperar por sus alumnos, los maestros fueron a los colegios (hospedajes) para impartir sus clases. De esta forma, “[...] los alumnos encontraron en los colegios, además de cama y alimentación, toda la enseñanza que buscaban, no necesitaban salir más; estaba así establecido el principio del internado” (Durkheim, 2002 a [1938], p. 109). 

Disciplinarización bajo la forma de un proceso de moralización de la juventud estudiantil sometida en los colegios a reglamentos cada vez más estrictos. Pero también disciplinarización de los saberes sometidos a los métodos de enseñanza, cuyo desarrollo llevó, durante el siglo XVII, a la constitución de una nueva disciplina del saber: la didáctica. Disciplina como enseñanza, enseñanza como disciplina.


Umbral discursivo del arte de educar: institutio y eruditio 

Utilizando las herramientas arqueológicas para pensar el saber pedagógico, Zuluaga (1999) localizó su umbral de positividad durante los siglos XVI y XVII, particularmente con la emergencia de la ‘enseñanza’ como objeto discursivo y práctica de saber, primero con Juan Luis Vives, y después, de forma mucho más sistematizada, con la Didáctica de Comenio. Sobre este punto, en otro texto la autora señala que: 

[...] a partir de Comenio el concepto de enseñanza cobra un fortalecimiento muy significativo. Si bien es cierto que en Vives, en su Tratado de la enseñanza, encontramos un desarrollo de este concepto, en Comenio vemos cómo la discursividad acerca de la enseñanza y la práctica de la enseñanza cobran unidad. (Zuluaga, 2003, p. 61). 

En la perspectiva de evitar la confusión y ambigüedad que el término ‘positividad‘ puede generar, utilizo aquí la expresión umbral de discursividad para marcar esa transformación que en el arte de educar y en el saber pedagógico los historiadores han localizado a partir del siglo XVI. Por ejemplo, en su Evolución Pedagógica, afirma Durkheim (2002a) que el Renacimiento es el periodo de la aparición de las grandes doctrinas pedagógicas, pues las elaboraciones existentes hasta entonces “eran el producto de un movimiento anónimo, impersonal, inconsciente del rumbo seguido y de las causas que lo determinaban” (Durkheim, 2002a [1938], p. 170). La mayoría de los historiadores de la educación estaría de acuerdo con esta apreciación, hecho evidente en el lugar que dedican a autores como Rabelais, Montaigne, Vives, Erasmo, Agrícola, Ramus, Bacon, Ratke, Comenio, pero no sucedería lo mismo si preguntásemos por las posibles causas de tal hecho. Siguiendo la línea de argumentación escogida en este trabajo, habría que reconocer que tal ‘revolución pedagógica’ tuvo sus condiciones de posibilidad en aquello que Foucault (2007) denominó la “crisis del pastorado y la insurrección de las conductas en el siglo XVI”; crisis que no significó la desaparición o supresión del pastorado, sino, por el contrario, su intensificación, multiplicación, proliferación. El siglo XVI, según analiza Foucault, dio inicio a la era de las conductas, de las direcciones, de las acciones de gobernamiento y, dentro de ellas, cobró una intensidad mayor un problema que se encontraba en el punto de cruce de las diferentes formas de conducción (conducción de sí mismo y de la familia, conducción religiosa, conducción pública bajo el control del gobierno): 

Me refiero al problema de la instrucción de los niños. El problema pedagógico: cómo conducir a los niños, cómo hacerlo a fin de lograr que sean útiles a la ciudad, conducirlos hasta el punto en que puedan alcanzar su salvación, conducirlos hasta el punto en que sepan conducirse a sí mismos; con toda seguridad, este problema se vio sobrecargado y sobredeterminado por la explosión del problema de las conductas en el siglo XVI. (Foucault, 2006, p. 268). 

Aunque ese problema de la instrucción de los niños no fuese un asunto de su interés, el profesor Foucault nos ofrece en la afirmación anterior una clave para analizar las prácticas pedagógicas desde la perspectiva del problema del gobernamiento de las conductas, y es en ese sentido que podemos considerar el problema pedagógico como la puerta de entrada a la modernidad. Esa clave foucaultiana fue ensayada por primera vez por Varela (1983), para analizar las transformaciones educacionales en el caso de la España de la Contrarreforma. Esta autora analizó el desarrollo de las múltiples prácticas de adoctrinamiento, enseñanza, crianza, instrucción y educación que aparecieron en el siglo XVI, como parte del despliegue de otro arte de gobernar y como condición de posibilidad de aquello que llamamos modernidad: 

Se puede afirmar que el paso del sistema feudal hacia un sistema profesionalizado no hubiera sido posible sin la mediación de instancias educativas: educación, en primer lugar, del príncipe, aureolado desde entonces por las letras, el saber y las buenas maneras, que formaban parte del arte de gobernar. La educación del príncipe niño es inseparable de otras nuevas formas de gobierno que tan afanosamente contribuyeron a diseñar los humanistas y reformadores eclesiásticos. El nuevo príncipe, sabio y santo, exigía una remodelación de la nobleza, a la cual se le confiaron desde ahora asuntos fundamentales de la política de Estado. La naciente nobleza cortesana comienza a instruirse en el siglo XVI, entre otras cosas gracias a los nuevos modos de socialización y nuevas formas de educación. Diplomáticos, consejeros reales, juristas, “políticos profesionales”, no habrían podido existir sin una dedicada educación en la cual el derecho y las letras ocupan un importante lugar. Universidades reformadas, preceptores, instructores de la nobleza y Colegios Mayores, contribuyendo a fabricar la nobleza moderna, convirtiéndola en un grupo social de fidelidad acrisolada a la Corona. Sin embargo, las monarquías administrativas necesitaban a su vez de otro nuevo estrato social que amortiguara las disensiones producidas por la jerarquización social, grupo al cual la educación jesuita contribuyera a dar una identidad propia. Nos estamos refiriendo al estado medio que aglutinará en principio a una población heterogénea compuesta por cambistas, comerciantes, tenderos, funcionarios de la administración local que asumieron e irradiaron hasta los confines del principado el reconocimiento de la autoridad del Monarca. (Varela, 1983, p. 222. Cursivas del autor). 

Por esa explosión de prácticas educativas y pedagógicas, por su difusión e intensificación cada vez mayor, es que podemos afirmar que estamos frente a otro tipo de organización social; esa que llamo “sociedad educativa” en la medida en que, como ninguna otra en la historia, pretendió educar (enseñar, instruir, formar) de manera sistemática a todos los seres humanos como condición para su humanización y para el crecimiento, enriquecimiento y fortalecimiento de las naciones. Utilizando las elaboraciones de Varela, pero concentrando mi mirada en las transformaciones ocurridas en el plano del saber pedagógico, intentaré a continuación una exploración del problema ‘pedagógico’ esbozado por Foucault. 

Considero que el problema pedagógico, el problema de la instrucción de los niños que Foucault ubica en el punto de cruce de las diferentes formas de conducción en el siglo XVI —problema que alcanzó mayor intensidad que otros configurados en ese mismo periodo—, estuvo asociado a una importante transformación en el saber pedagógico occidental: el paso del umbral tecnológico del arte de educar, momento caracterizado por la utilización y delimitación del sentido de los términos institutio y eruditio, y por la aparición de un nuevo arte, la docendi artificium, como llamó Comenio a su Didáctica Magna. Más adelante, en el siglo XVIII, con las elaboraciones de Rousseau y Kant, pero particularmente con la Pedagogía General de Herbart, el saber pedagógico alcanzará su umbral epistemológico y, como consecuencia de los desarrollos de ese autor, a finales del siglo XIX podemos localizar el umbral de cientificidad de la pedagogía con la consolidación de las tres culturas europeas: la Pädagogik y Didaktik germánicas, las Sciences de l'Éducation francófonas y los Curriculum Studies anglosajones. 

Sin embargo, a pesar de las novedades introducidas, el paso del umbral tecnológico no significó una ruptura radical con la tradición medieval y de la antigüedad; mucho menos su desaparición: el arte de educar que agrupé esquemáticamente en los dos modos antiguos (el modo filosófico y el modo sofístico) que se desarrollaron y transformaron lentamente en la paideia cristiana medieval, no solo sirvió de base para la nueva disciplina (la didáctica), sino que continuó funcionando y mezclándose en las nuevas prácticas pedagógicas. Como diría Hunter (1998), la pedagogía pastoral está en el corazón de la pedagogía liberal. 

De manera esquemática, y con el propósito de facilitar la comprensión de los trazos principales del paso del umbral tecnológico de las artes de educar entre el Renacimiento y el siglo XVII, utilizaré dos términos del vocabulario pedagógico de la época, que me permitieron organizar la diversidad de la producción discursiva en dos grandes tendencias: me refiero a los vocablos eruditio e institutio.

Institutio: o de la ‘educación’ 

“Eficaz es la naturaleza, pero la supera en eficacia la educación”.
Erasmo de Rotterdam, De pueris statim ac liberaliter instituendis

Erasmo observa que la naturaleza distribuyó entre los animales diferentes habilidades: ligereza, vuelo, vista aguda, corpulencia y robustez física, cuernos, escamas, pelos, uñas y veneno con qué defenderse, buscar su alimento y sostener sus crías. Pero al hombre lo dejó fofo, desnudo, sin defensas. En compensación, lo dotó de una mente capaz de aprender todas las disciplinas, así: “Cuanto menos apto es cada animal para las disciplinas, mejor dotado está de congénita destreza” (Erasmo, 1956b [1529], p. 923). Por eso, piensa Erasmo, las hábiles hormigas nada tienen que aprender, nadie les enseña a escoger los granos en el verano ni a almacenarlos para el invierno; la naturaleza concedió a los animales irracionales mayor auxilio para sus funciones, pero solo a uno de ellos lo hizo racional y dejó la mayor parte de su formación a la crianza; de ahí que: Eficaz res est natura, sedhanc uincit efficacic or institutio (Erasmi, 1529, p. 8): eficaz es la naturaleza, pero la supera en eficacia la ‘educación’. 

Coloco entre comillas la palabra ‘educación’, pues el sentido del término latín institutio que utiliza Erasmo no es totalmente preciso para nosotros. El traductor de la edición en castellano, aquí citada, utiliza la palabra ‘instrucción’, y el traductor brasilero, aunque use educação, aclara en nota a pie de página que aquella frase dice literalmente: “coisa eficaz é a natureza, porém a instrução, por ser mais eficaz ainda vence-a” (Erasmo, s/d [1529], p. 27). Siguiendo la definición de la primera edición del Dictionnaire de l’AcadémieFrançaise (1694),[8] prefiero utilizar el término ‘educación’, pues la palabra ‘instrucción’ está más ligada a la ‘enseñanza’, entrenamiento y erudición, y su significado solo será especificado entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en las discusiones de los revolucionarios franceses sobre la diferencia entre educación e instrucción. Sin embargo, prefiero también ‘educación’ por aquello que está en juego en este término: la aparición de una nueva noción en el horizonte conceptual del saber pedagógico; asunto nada despreciable. Con ello no estoy afirmando que el término institutio no existiese antes del siglo XVI, pero sugiero que a partir de Erasmo y Vives cobró una importancia hasta entonces desconocida, a tal punto que marcó los desarrollos posteriores en los discursos pedagógicos de la modernidad.[9] 

Pero, ¿en qué consiste la novedad? Siguiendo a Varela (1983), podríamos decir que consiste en establecer y justificar la necesidad, no solo de la educación de la juventud, sino de la ‘crianza’ y educación de los niños, desde los más tiernos años, en los cuales la infancia, semejante a los metales nobles, es aún dúctil y maleable. En este punto, es preciso aclarar que Erasmo, Vives y Montaigne forman parte de una tendencia más amplia de atención y valorización de la educación de los hijos, de la familia y del núcleo conyugal, que se desarrolló durante todo el siglo XVI, como lo muestra el trabajo de Fernandes (1995). Para esta autora, quien se dedicó a explorar el problema del matrimonio y la espiritualidad en la Península Ibérica entre 1400 y 1700: 

[...] la multiplicación, a fines del siglo XV y en las primeras décadas del siglo XVI, de las obras que valorizaron la educación del príncipe, la educación de las princesas y grandes señoras, la educación de los padres y, particularmente, de la madre, la educación femenina en general, permitió una nueva mirada y, por tanto, una atención diferente sobre la educación infantil —una educación más literaria y política para el príncipe, una educación más moral y religiosa para los hijos en general. (Fernandes, 1995, p. 171). 

Dentro de aquella proliferación de obras educativas, Fernandes destaca dos tipos de particular importancia: los “espejos del príncipe” y los “nortes” o “espejos de casados”. Los specula principis corresponden a una antigua tradición clásica y medieval de textos de carácter político, moral y educativo, destinados a establecer las virtudes necesarias para el oficio del rey, y son de especial interés para los propósitos de este trabajo por dos motivos: de una parte, según Varela (1983), por primera vez en el siglo XVI aparecen, en este tipo de libros, escritos dedicados de forma exclusiva y total a la formación del príncipe en sus primeros años, tema que solo era abordado de manera parcial en los textos medievales; de otra parte, tales escritos enfatizan la importancia de las ‘letras’ en la ‘institución’ (crianza, constitución, formación) del príncipe. Este último aspecto permite a Varela identificar una significativa transformación en la ‘institución’ del príncipe cristiano: 

La instrucción del príncipe, centrada fundamentalmente en el ejercicio de las armas y en la preparación militar, y en la que, por tanto, se valoraban aquellas prácticas que le confieren agilidad, vigor, fuerza, y destreza física (montar a caballo, jugar a las armas, cazar, danzar, ejercitarse en la pelota, el anillo y otros juegos), va a dar un paso, poco a poco, hacia un nuevo tipo de educación que, sin descuidar su preparación guerrera y cortesana, hará énfasis en el cultivo del espíritu y de su ingenio. (Varela, 1983, p. 58). 

Se trata, entonces, del paso del príncipe guerrero al príncipe sabio, que coincide con lo que Elias (1987) denominó el “acortesamiento del guerrero”, es decir, el proceso mediante el cual se operó, en los inicios de la modernidad, una reducción progresiva de la violencia, como resultado de la contención de los instintos (posibilidad del individuo de no reaccionar inmediatamente según sus sentimientos, sino de controlarlos en función de una previsión a largo plazo) y de la constitución del monopolio de la violencia por parte del Estado. En su Linguae Latinae Exercitatio (obra conocida como Diálogos sobre la educación), Vives muestra la fuerza que tiene la tradición de las armas dentro de la nobleza, cuando en su diálogo 24 (titulado “La educación”), el personaje, Flexíbulo, hombre culto y de superior educación, interpela al noble joven Grinferantes, que llega hasta él por sugerencia de su padre: 

Grinferantes. —No necesito para nada las letras ni las ciencias. Ya mis antepasados me dejaron de qué vivir. Y, aunque me faltase un modo de vida, no pienso buscarlo en el cultivo de artes tan innobles. Lo mío son las armas.

Flexíbulo. —Arrogante y altivo es tu modo de pensar, como si por ser noble no llegaras a ser hombre.

Grinferantes. —¿Qué estás diciendo?

Flexíbulo. —¿Por qué parte de ti eres hombre?

Grinferantes. —Por todo mi ser.

Flexíbulo. —¿Acaso por tu cuerpo, por el que no te diferencias de las bestias?

Grinferantes. —En manera alguna.

Flexíbulo. —Entonces, no por todo tu ser, sino por la razón y la mente.

Grinferantes. —¿Y cómo así?

Flexíbulo. —Piensa un poco: si no cultivas y dejas asilvestrada tu mente, dedicándote y preocupándote solo del cuerpo, ¿no cambias tu condición de hombre por la de animal bruto? (Vives, 1998 [1538], p. 197). 

Así, la ‘institución’ implicó un énfasis en el valor formativo (educativo) de las letras, pero es necesario aquí delimitar mejor el sentido de esa ‘institución’ por las letras, pues ahí está la clave para la comprensión del nuevo sentido de ese antiguo término del vocabulario pedagógico. Erasmo, Vives y Montaigne coinciden en la crítica al escolasticismo, al verbalismo gramatical retórico puramente formal en que degeneró el estudio de las artes liberales al final de la Edad Media. Sobre ese asunto, Erasmo escribió un texto que tituló Ciceronianus, que es una crítica mordaz al escolasticismo y a los vicios del formalismo filosófico y teológico medieval; Montaigne dedicó uno de sus ensayos, titulado De la pedantería, a aquel saber pretensioso, superficial, de ornamento del maestro de escuela y profesor; y, finalmente, Vives escribió en su De disciplinis (1531) sobre la causa de la corrupción de las artes y la necesidad de retomar los clásicos para purgar los errores interpretativos fijados en la tradición de la autoridad. Se trata, entonces, de una recuperación de los clásicos latinos y griegos en el marco de un intento de renovación de la perspectiva religiosa cristiana, cuya consecuencia fundamental fue el énfasis en la dimensión moral y formativa de esos autores. En otras palabras, se podría decir que se trata de una relectura de los clásicos, en la cual la filosofía de la antigüedad —lo que Hadot (2006) llama “ejercicios espirituales”— es reinterpretada desde la, también renovada, doctrina cristiana. 

En su Plan de Estudios, por ejemplo, Erasmo dice que el conocimiento es doble, de las palabras y de las cosas, y aunque el primero sea el de las palabras, el más importante es el de las cosas. Pero el conocimiento de las cosas no es la observación y el estudio de la naturaleza, como se podría pensar: “casi toda la ciencia de las cosas debe ir a buscarse en los autores griegos” (Erasmo, 1956a [1529], p. 446) o, sea, en los textos de los autores clásicos; de ahí la importancia que ese autor atribuyó al aprendizaje de la gramática latina y griega: 

La precedencia es de la Gramática, y ella, desde el primer momento, deber ser enseñada a los niños en ambas ramas: griega y latina. No solo porque en estas dos lenguas está como archivado casi todo lo que merece ser conocido, sino porque una es tan afín a la otra, que ambas se aprenden al más breve plazo. (Erasmo, 1956a [1529] p. 445).  

El conocimiento de las cosas está, paradójicamente, en las palabras. Pero aquello que realmente importa en esos autores no es tanto la ‘ciencia’ (la erudición) como la sabiduría (filosofía, en el sentido antiguo). La filosofía, dice Erasmo, “enseña más en un solo año que en treinta años la experiencia más avisada” (Erasmo, 1956b [1529], p. 932), y sus lecciones son más seguras que aquellas dadas en los bancos de la escuela, pues la filosofía no es entendida en el sentido de un saber abstracto, sino de un saber hacer y obrar bien: 

¿Cuándo saldrá buen corredor aquel que corre valientemente, pero entre tinieblas y con desconocimiento de la ruta? ¿Cuándo conseguirá ser buen espadachín el que con los ojos cerrados, a tientas y a locas, blande el hierro? Los preceptos de la filosofía son como los ojos del alma y, en cierta manera, proyectan sus luces hacia delante, porque veas cuál cosa es menester que se haga y cuál no. Grande es el provecho que reporta, lo confieso, la prolongada experiencia de diversas situaciones, pero no más que al sabio diligentemente instruido en los cánones del bien obrar. (Erasmo, 1956b [1529], p. 932). 

La institución por las letras es, entonces, una conformación, una constitución moral a través de los preceptos y cánones de la virtud, presentes en las obras de los antiguos; es decir, una formación por la filosofía en el sentido antiguo del término, que es el mismo sentido en que, como veremos, Montaigne también lo emplea, y que remite a la oposición entre erudición y sabiduría. Magis magnos clericós non sunt magis magnos sapientes —los más grandes eruditos no son los más sabios—: esa frase, que Montaigne toma prestada de Rabelais (Gargantúa XXXIX), expresa claramente la idea que orienta sus reflexiones educacionales: en ella opone el letrado o el erudito al sabio, la erudición a la sabiduría, recuperando así el sentido antiguo de la filosofía, borrado durante la Edad Media por la hegemonía de la retórica y de la dialéctica. 

Sobre este asunto, Hadot (1998) nos recuerda que en la Grecia antigua y clásica sophia significaba un saber-hacer, y el verdadero saber-hacer es saber hacer el bien. En ese sentido, sophos y sophia, saber y sabiduría, estaban estrechamente ligados. Con Sócrates (a diferencia de los sofistas), la sabiduría no puede ser recibida, pues debe ser obra del propio individuo, y la actividad filosófica, el filosofar, no es —como pretendían los sofistas— adquisición de un saber o un saber-hacer, sino “cuestionarse a sí mismo porque se tendrá el sentimiento de no ser lo que se debería ser” (Hadot, 1998, p. 42). De ahí que Montaigne diga: “Aunque pudiésemos ser eruditos con el saber de otro, por lo menos sabios solo podemos ser con nuestra propia sabiduría” (Montaigne, 2005a [1580], p. 13). 

Con la oposición entre sçavant (sabedor, erudito) y sage (sabio), Montaigne trae de nuevo al saber pedagógico la antigua discusión griega entre filosofía y sofística, cuestionando la pedantería extendida por la enseñanza retórica y dialéctica de los colegios y universidades de su época, y retomando la dimensión ética de la actividad filosófica. La pedantería es el producto de esa enseñanza escolástica que pretende erigir hombres eruditos, letrados, sabedores, pero poco ocupados con la virtud, con la acción moral concreta, con su conducta; los ‘pedantes’, en el lenguaje de su época, era una expresión injuriosa utilizada para hablar con menosprecio de los maestros de escuela y profesores. Contrario a esa enseñanza, Montaigne consideraba que en la educación de un hijo, la filosofía “como formadora de los juicios y de las costumbres será su principal lección” (Montaigne, 2005a [1580], p. 85). No obstante, Montaigne señala: “Es singular que en nuestro siglo las cosas sean de tal forma, que la filosofía, hasta para las personas inteligentes, sea un nombre vano y fantástico, que se considera de ningún uso y de ningún valor, tanto por opinión como de hecho” (p. 73). 

Por tal motivo, al reivindicarla para la educación de los niños, el referido autor se constituye, junto con Erasmo, en un intempestivo, un outsider de su época, pero también en un creador, ciertamente no por haber recuperado el sentido de la filosofía antigua, sino por haberlo empleado para la institución (educación) de los niños. Desde la segunda mitad del siglo XVII, esta noción de institutio será nuevamente retomada y desarrollada a través de un nuevo término en el vocabulario pedagógico: education, éducation, desarrollado por Locke y Rousseau.

Eruditio: didáctica y enseñanza 

Desde el inicio de su Didáctica Magna, Comenio deja claro que su arte (docendi artificum) consiste en enseñar todo a todos, pero de cierta forma, con resultados, fácilmente, de modo sólido, y con el triple propósito de “conducir a la verdadera cultura, a las buenas costumbres, a una piedad más profunda” (Comenius, 2002 [1631], p. 13). Según otra versión, su didáctica buscaba encaminar a “los alumnos hacia una verdadera instrucción, ha-cia las buenas costumbres y hacia la piedad sincera” (Comenius, 2001[1631], p. 3). Pero en la versión original en latín, Comenio utiliza las siguientes palabras: Literaturam veram, Mores svaves, Pietatem intimam (Comenii, 1657, Lectoribus p. 7). Más adelante, en el capítulo IV, vuelve sobre esos tres propósitos, pero allí habla de eruditio, virtus, religio, traducidas en las ediciones portuguesa y brasilera como “instrução, virtude, religião” (Comenius, 2001; 2002). Eruditio es, entonces, Literatum veram, que en términos contemporáneos sería instrucción, según los traductores de la versión portuguesa y brasilera. El traductor de la Editorial Porrúa (versión castellana) prefirió el término ‘erudición’, y yo estoy de acuerdo con esa elección por varios motivos. 

En primer lugar, es necesario reconocer que tanto el término erudición como el término instrucción remiten a un cuerpo, cúmulo o caudal de conocimientos; sin embargo, el vocablo instrucción tiene otra acepción: acción de instruir, transmitir conocimiento. De ahí tendríamos, entonces, que instrucción significa tanto la acción como el resultado de esa acción, hecho que hace de él un término ambiguo. En segundo lugar, aunque existe la voz latina instructio, -onis, Comenio prefirió utilizar las voces eruditio, eruditionis, eruditum, ya sea porque fuesen más corrientes en el vocabulario de su época, o por considerarlas más pertinentes para sus propósitos. En tercer lugar, en el vocabulario pedagógico la palabra ‘instrucción’ (instruction, Unterricht) solo fue delimitada entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en el momento en que se diferencia de ‘educación’ (education, éducation, erziehung), como mostraron los revolucionarios franceses en sus discusiones sobre la constitución del aparato estatal de instrucción pública de la nueva república. 

Pero, ¿qué es la erudición? En el capítulo IV de la Didáctica Magna, Comenio aclara que “el nombre de Erudición comprende el conocimiento de todas las cosas, artes y lenguas” (Comenio, 1994a [1631], p. 9); de ahí que erudición implique enseñanza, pues solo por medio de ella es posible poseerla. Es por eso que Comenio creó su docendi artificium que es la didáctica: el arte para conseguir la erudición o conocimiento de todas las cosas, las artes y las lenguas. Pero, ¿por qué es necesario a todos una tal erudición? ¿Por qué todos deben ser enseñados y aprender el conocimiento de todas las cosas, las artes y las lenguas? Porque somos criaturas racionales, dice Comenio, criaturas señoras de las otras criaturas, y solo si conocemos las causas de todas las cosas podremos ostentar el título de animales racionales: 

Ser criatura racional es ser observador, denominador y clasificador de todas las cosas; esto es, conocer y poder nombrar y entender cuanto encierra el mundo entero, como se dice en el Génesis, 2. 19. O conforme enumera Salomón (Sab. 7. 17, etc.). Conocer la constitución del mundo y la fuerza de los elementos; el principio, el fin y el medio de los tiempos; la mutación de los solsticios y la variedad de las tempestades; el circuito del año y la posición de las estrellas; las naturalezas de los vivientes y el ser de las bestias; las fuerzas de los espíritus y los pensamientos de los hombres; las diferencias de las plantas y las virtudes de las raíces; en una palabra, cuanto existe, ya oculto, ya manifiesto, etc. A esta cualidad corresponde la ciencia de los artífices y el arte de la palabra, para que, como dice Jesús de Sirach, en ninguna cosa, lo mismo pequeña que grande, nada haya que sea desconocido (Eccles. 5. 18). (Comenio, 1994a [1631], p. 8. Cursivas del autor). 

Alcanzar la condición de animal racional pasa, entonces, por la erudición, que no es un simple conocimiento literario, sino el conocimiento de las causas de las cosas para poder servirnos de ellas como criaturas señoras que fuimos creadas a imagen de Dios: 

Ser dueño y señor de las criaturas consiste en poder disponer de ellas conforme a sus fines legítimos para utilizarlas en provecho propio [...], no someterse a ninguna criatura, ni aun a la propia carne, sirviéndose generosamente de todas ellas, y no ignorar dónde, cuándo, de qué modo y hasta qué punto se debe prudentemente utilizar cada cosa; dónde, cómo, de qué modo hay que condescender con el cuerpo; dónde, cómo, de qué modo y hasta qué punto se debe servir al prójimo. En una palabra: poder moderar con prudencia los movimientos y acciones, tanto internas como externas, tanto propias como ajenas. (Comenio, 1994 a [1631, p. 9. Cursivas del autor). 

Ahora bien, es necesario realizar aquí algunas aclaraciones. En primer lugar, las ideas de erudición y de enseñanza comenianas se apartan del saber meramente libresco y de la referencia a la autoridad como fuente de conocimiento: “No se debe enseñar nada por la mera autoridad, sino que todo debe exponerse mediante la demostración sensual y racional”, dice en otra parte (p. 87). Para conocer debemos utilizar nuestros propios ojos, los sentidos, pues al nacer nada tenemos en nuestro cerebro, que es como una tabla rasa en la cual nada está escrito, pero donde todo se puede escribir. 

El didacta moravo compara el cerebro y su funcionamiento con la cera sobre la cual se puede imprimir un sello o se moldean estatuillas: y “así como la cera es capaz de admitir toda clase de formas y permite ser conformada y transformada del modo que se quiera, de igual manera nuestro entendimiento al recibir las imágenes de todas las cosas recibe en sí cuanto contiene el universo entero” (p. 14). En el mismo capítulo V de la Didáctica, compara la mente con un espejo que reproduce la imagen de todo objeto que se le coloque en frente, siempre que haya luz y el objeto se haya colocado de manera adecuada. Sin embargo, no se trata de una concepción propiamente sensualista del conocimiento. En este punto, Comenio parece aún permanecer en la concepción medieval, como se desprende del siguiente párrafo: “Nada, pues, necesita el hombre tomar del exterior, sino que es preciso tan solo desarrollar lo que encierra oculto en sí mismo y señalar claramente la intervención de cada uno de sus elementos” (p. 12), pues, según él, en el entendimiento humano Dios depositó las semillas de todos los conocimientos. De acuerdo con esa idea, la actividad de enseñar y, por tanto, la enseñanza y la erudición, no era la introducción o la colocación de algo externo en la mente, sino la ‘educción’, como en la paideia cristiana, de aquello que estaba en el interior del entendimiento como potencia. 

No obstante, cuando Comenio utiliza la metáfora del jardinero, su idea de enseñanza parece apartarse de la perspectiva de la ‘educción’ y aproximarse a la concepción de la enseñanza como la acción de introducir algo del exterior hacia el interior del alumno. Según aquella metáfora, en la enseñanza —como en la jardinería— el maestro —como el jardinero— injerta las yemas de los conocimientos que luego serán desarrollados en el alumno: 

Se deduce claramente de lo dicho que la condición del hombre y de la planta es semejante. Pues así como un árbol frutal (manzano, peral, higuera, vid) puede desarrollarse por sí mismo, pero silvestre y dando frutos silvestres también, es necesario que si ha de dar frutos agradables y dulces sea plantado, regado y podado por un experto agricultor. De igual modo el hombre se desarrolla por sí mismo en su figura humana (como todo bruto en la suya); pero no puede llegar a ser Animal racional, sabio, honesto y piadoso, sin la previa plantación de los injertos de sabiduría, honestidad y piedad. (Comenio, 1994a [1631], p. 24. Cursivas del autor). 

En segundo lugar, para alcanzar la erudición era preciso un método para enseñar y aprender; método que debía garantizar tanto la rapidez como la eficacia en la enseñanza y en el aprendizaje, pues la vida era corta y el conocimiento muy amplio. En el capítulo XIX de su Didáctica, Comenio responde a las objeciones hechas sobre las dificultades de pretender enseñar todo a todos. Dice él que de no encontrar el modo abreviado, el trabajo de enseñanza sería de gran magnitud y mucha dificultad; pero gracias al arte —su docendi artificium— eso podrá ser aliviado. Hasta entonces, afirma el autor, las tareas escolares habían errado, pues no se tenían objetivos determinados ni metas fijas, ni se delineaban los caminos que deberían conducir rectamente a la meta; casi nunca se enseñaban las artes y las letras de forma enciclopédica sino fragmentada; tampoco se utilizaba un único método sino variados y múltiples; los maestros eran muchos y eso ocasionaba confusión en los alumnos; y, en fin, faltaba un método para enseñar simultáneamente a todos los discípulos de la misma clase. 

De ahí que el arte de enseñar que propone Comenio esté sustentado en la existencia de un único método capaz de garantizar la enseñanza de todo y a todos: se trata de un método a prueba de maestros, pero también, a prueba de ingenios. Es interesante aquí reiterar que para Vives el reconocimiento de las particularidades del ingenio de cada alumno era parte central de la tarea del maestro, pues cada uno tenía cierta tendencia, habilidad y capacidad particular que el arte de enseñar debía tener en cuenta. Aunque Comenio también reconoce la existencia de una variedad de ingenios, para él todos pueden ser enseñados con un solo y único método. Aquel arte de la enseñanza estaba fundado en una preocupación por el tiempo, por la precariedad de la vida, por la necesidad de una pronta preparación para alcanzar la vida eterna, en fin, por una economía de tiempo y recursos; por eso fue preciso echar mano del arte, para garantizar prontitud y eficacia en la nueva y urgente tarea de enseñar todo a todos. Ya Ratke había señalado la importancia económica de ese arte de enseñar cuando afirmaba: 

Por medio de ese arte de enseñar cada persona saca provecho casi indecible. Personas, tanto del sexo masculino como femenino, jóvenes y adultos, pueden aprender, fácil y rápidamente, todas las virtudes, los cálculos sutiles, las canciones artísticas y otras artes liberales en muchas lenguas. // Aquellos que encaminan a sus hijos a los estudios también gastan lo mínimo, porque no desembolsan tan altos costos para el estudio, pero consiguen mucho con el mínimo de dispendio. // Así también ocurre con aquellos a quienes les gusta estudiar, porque serán atendidos espléndidamente y consiguen alcanzar su objetivo, con auxilio del órgano público en menos tiempo y con mucho menos fatiga, y servir a la patria. (Ratke, 2008 [1612-1633], p. 109). 

Por último, podemos decir que la erudición implicaba una perspectiva pansófica (enciclopedista) del conocimiento, en la medida en que significaba el conocimiento de todas las cosas del mundo. La erudición perseguida por la didáctica no era un saber general o superficial, sino un saber universal, un saber sobre todo lo fundamental y necesario para alcanzar la condición racional en el mundo. En ese sentido, la perspectiva enciclopédica del saber, de la sabiduría de Comenio, se diferencia profundamente de la perspectiva expresada por Erasmo, Vives y Montaigne. Recordemos que para ellos sabiduría no es erudición; la sabiduría se aproxima a la filosofía en el sentido antiguo griego; por el contrario, para Comenio la filosofía está más cerca del conocimiento de las disciplinas, de las artes. En El mundo en imágenes escribió, en el apartado correspondiente al término Philosophia, lo siguiente: 

El físico observa todas las obras de Dios en el mundo. // El metafísico indaga las causas y los efectos de las cosas. // El aritmético computa números sumando, restando, multiplicando, dividiendo, y lo hace o con números o en la tabla de cálculo, o con fichas sobre el ábaco. // Los campesinos hacen cuentas con cruces (X) o medias cruces (V), por docenas, quincenas o sexagenas. (Comenio, 1994b [1658], p.189). 

La filosofía es el conocimiento de las cosas del mundo, y no el saber y la práctica de la virtud. El saber, la sabiduría en Comenio, está diferenciado de la virtud; no que no tengan que ver, sino que se trata de dos cosas diferentes: recordemos que para él los tres fines inmediatos del hombre (pues el fin último es la eterna bienaventuranza con Dios) son la erudición, la virtud, y la religión o piedad. El hombre sabio de Erasmo, Vives y Montaigne es ‘instituido’ a través de la filosofía. El hombre erudito de Comenio es ‘enseñado’ o ‘disciplinado’ en la escuela, por el maestro y mediante el método. Entonces, el hombre disciplinado de Comenio no es el hombre ‘educado’ (instituido) de los humanistas. Para Comenio, el problema de la didáctica no es la educación (institutio, institución) sino la formación formatione) del hombre: su capítulo VI de la Didáctica Magna es titulado Ho- minem, si homo fieri debet, formari oportere (“Conviene formar al hombre si debe ser tal”); el capítulo VII afirma: Formationem Hominis commodissme fieri aetate primâ: adeoqve fieri, nisi hâc, nonposse (“La formación del hombre se hace muy fácilmente en la primera edad, y no puede hacerse sino en esta”); el capítulo VIII se titula Juventutem simul formandum, Scholisqve opus ese (“Es preciso formar a la juventud conjuntamente en escuelas”). Y la condición para la formación del hombre es la disciplina, pero esta no puede entenderse como la simple coacción sino que debemos recordar su sentido medieval, según el cual hace referencia al resultado de la enseñanza de la doctrina. La disciplina, entonces, es aquello que debe ser enseñado y aprendido y es la condición para la formación: “De aquí se deduce que no definió mal al hombre el que dijo que era un Animal disciplinable, pues verdaderamente no puede, en modo alguno, formarse al hombre sin someterlo a disciplina. (Comenio, 1994a, p. 20). 

La vía didáctica de la formación implica la disciplina, es decir, la instrucción, la enseñanza, la erudición, mientras que la vía de la institutio, en lo fundamental, pasa por la sabiduría, por la virtud, entendida como fuerza capaz de dominar las pasiones, fortaleza mediante la cual el individuo se hace dueño de sí, se gobierna a sí mismo: y para ello la erudición no es necesaria. Esa es la diferencia fundamental.

La invención de la educación: o la forma liberal del arte de gobernar


El desplazamiento que Foucault señaló en las prácticas de gobierno, a partir de la mitad siglo XVIII tuvo su expresión en el surgimiento de una nueva racionalidad educativa. Se trató de la emergencia de otras formas, medios y fines para pensar las prácticas pedagógicas. Tal emergencia estuvo vinculada a la aparición de conceptos como naturaleza, libertad, interés y educación en los discursos educativos del siglo XIX que, en los inicios del XX, llevó a la consolidación de las psicopedagogías de corte francófono y anglosajón y a la emergencia de la Sociedad del aprendizaje’. 

Aunque siete décadas antes de Rousseau, Locke empleó el término educación (education) en su libro Some Thougths Concerning Education, es sólo en el Emilio o de la Educación que esta palabra adquiere su significado propiamente moderno. En otras palabras, es con el uso que Rousseau hizo del término educación que reconocemos la emergencia de otro régimen de veridicción en el campo del saber pedagógico, cuyos desarrollos y actualizaciones se verán reflejados un siglo después, con la emergencia de las psicopedagogías que encontraron en la Biología y en la Psicología experimental sus fundamentos. Es necesario aclarar que al considerar el Emilio como una de las expresiones de la emergencia de un nuevo régimen de veridicción en el campo del saber pedagógico, no afirmamos que sea por su autor, o por esta obra que fue posible tal emergencia; por el contrario, se trata de señalar como, el uso que Rousseau hace de dicho término, es una de las primeras manifestaciones  de un proceso anónimo de transformación y organización de las formas de pensamiento, en cuyo marco fueron posibles sus reflexiones. 

Pero, ¿Cuál es la novedad que trae este concepto de educación? ¿Qué transformación significó en el pensamiento pedagógico? En primer lugar, podríamos señalar que la educación de Rousseau es más dirección o conducción que instrucción o enseñanza. Esa palabra que antiguamente significaba ‘alimento’, es usada ahora para referir tres cosas distintas: educación, institución e instrucción; del mismo modo que ocurre con los términos gobernante, preceptor (ayo) y maestro que hacían referencia a tres actividades diferentes: criar, instituir e instruir o enseñar. Sin embargo, destaca Rousseau que tal distinción solo produce confusión, pues para que el niño sea bien dirigido, no debe tener sino un solo conductor y ese debe ser su gouverneur. “prefiero llamar de gouverneur y no de précepteur al profesor de esa ciencia, pues se trata menos, para él, de instruir que de dirigir. No debe dar preceptos, y si hacer con que ellos sean encontrados” (Rousseau, 1999, p. 29). La educación se encuentra más cerca de la acción de dirigir o de conducir que de la instruir o enseñar alguna cosa. 

En segundo lugar, y a pesar de la proximidad entre los pensamientos de Rousseau y de Locke, es posible percibir cómo sus reflexiones se encuentran articuladas y expresan el predominio de racionalidades o formas de gubernamentalidad diferentes. Mientras la educación propuesta por Locke se caracteriza por su énfasis en la disciplina del entendimiento, la constitución de los hábitos, la importancia del ejercicio y la repetición acciones vinculada a la gubernamentalidad disciplinaria; el concepto de educación Rousseauniano expresa la emergencia de una forma diferente de acción educativa: una conducción, dirección o gobernamiento del hombre fundado en las ideas de naturaleza, libertad e interés del agente que aprende (el niño) y en un ‘medio’ adaptado especialmente para tal fin (ni la casa paterna de Locke ni la escuela de Comenio). 

Se trata, entonces de una ‘educación natural’ que abre paso a la espontaneidad, que reconoce en el perfeccionamiento interno de los órganos y en su mecánica propia la posibilidad de acción libre del individuo, se trata de dejar hacer, de dejar intervenir, de dejar operar la naturaleza. Es una educación que precisa de una naturaleza particular del sujeto y es por eso que El Emilio, antes que ser el descubrimiento de un conjunto de leyes naturales de la infancia, como creía Claparède (2007). Fue el diseño de una nueva gramática, a partir de la cual, se producirá el discurso pedagógico que, en los siglos siguientes, llevaría a la aparición de los discursos psicopedagógicos anglosajones y francófonos. Libertad y naturaleza, interés, crecimiento y desarrollo, entro otros términos, marcaron la aparición de un nuevo vocabulario, de un nuevo lenguaje que inscribió el saber pedagógico en el mapa de la gubernamentalidad liberal (Marín-Díaz, 2010). 

Un último elemento que podríamos destacar, para señalar la novedad que el concepto de educación propuesto por pensador ginebrino, es el llamado que hace para dejar que los niños (y en ellos las fuerzas de la naturaleza) actúen. Respetar el principio de actividad que es constituyente del sujeto es, sobre todo, un principio que lleva en sí mismo una ‘economía’ de acción por parte del adulto en función de la propia actividad del niño. Se trata de un principio de actividad que hace más eficaz la acción educativa, pues antes que oponerse al deseo y al interés del niño parte de él, lo usa. 

Esa forma de educación liberal, no propone una libertad total, sino una forma de libertad regulada. Se trata de una educación que es conducción y dirección, y por eso, es una forma de gobierno de los individuos mediante la producción y regulación de su libertad. En términos de Foucault (2007), es gobernar menos para gobernar más, en nuestros términos es educar menos para educar más. Y en la educación de Emilio, educar (gobernar) menos quiere decir intervenir menos, hacer menos, para que él haga más, sólo que bajo ciertos límites y en ciertos medios. 

La educación liberal es una economía de la educación. Pero eso no quiere decir que sea débil o escasa, por el contrario, ella es intensiva, permanente, constante, es una educación de la naturaleza, de los hombres y de las propias cosas. Una educación que exige más trabajo del preceptor, pues no sólo debe estar atento y actuante en todo momento, desde los primeros años y hasta el ingreso al mundo social, sino que, además debe evitar que su presencia y acción sea directa o muy evidente. Para eso, la educación de los hombres debe, si es posible, ser substituida por la educación de las cosas, hecho que significa ocuparse de controlar y regular el ‘medio’ en donde ella debe acontecer. Así, la acción del preceptor que en Locke era directa, evidente y sobre el individuo, en Rousseau es indirecta, imperceptible y sobre el medio. Manipular el medio es acondicionar y preparar un espacio y regular unas condiciones para que el individuo aprenda a través de lo que experimente allí. Esa es la nueva tarea del preceptor, no se trata más de la enseñanza de contenidos, de razonamientos o de juicios morales, su acción no es directa, su acción es opuesta a la didáctica ella es educativa. 


Referencias bibliográficas

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[1] Este texto forma parte del tercer capítulo de mi libro titulado: El gobierno pedagógico. Del arte de educar a las tradiciones pedagógicas. Bogotá: Siglo del Hombre Editores/GHPP, 2012.
[2] En su curso Defender la sociedad, el profesor Foucault decía: “Ahora bien, entre los siglos XVII y XVIII se produjo un fenómeno importante: la aparición —habría que decir la invención— de una nueva mecánica de poder, que tiene procedimientos muy particulares, instrumentos completamente novedosos, un aparato bien diferente y que, creo, es absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía. Esta nueva mecánica de poder recae, en primer lugar, sobre los cuerpos y lo que hacen más que sobre la tierra y su producto. Es un mecanismo que permite extraer cuerpos, tiempo y trabajo más que bienes y riqueza. Es un tipo de poder que se ejerce continuamente mediante la vigilancia y no de manera discontinua a través de sistemas de cánones y obligaciones crónicas. Es un tipo de poder que supone una apretada cuadrícula de coerciones materiales más que la existencia física de un soberano y define una nueva economía del poder cuyo principio es que se deben incrementar, a la vez, las fuerzas sometidas y la fuerza y la eficacia de quien las somete” (Foucault, 2000, p. 43).
[3] En resumen: la razón de Estado no es un arte de gobernar según las leyes divinas, naturales o humanas. No necesita respetar el orden general del mundo. Se trata de un gobierno en consonancia con la potencia del Estado. Es un gobierno cuya meta consiste en aumentar esta potencia en un marco extensivo y competitivo (Foucault, 1990, p. 127).
[4] “Por policía ellos [los autores de los siglos XVI y XVII] no entienden una institución o un mecanismo funcionando en el seno del Estado, sino una técnica de gobierno propia de los Estados, dominios, técnicas, objetivos que requieren la intervención del Estado” (Foucault, 1990, p. 127. Cursivas del autor).
[5] Algunos historiadores de la educación consideran central la actividad educativa emprendida por esta comunidad laica, fundada en 1384 en Denver, Holanda, por Gerhard Groot (1340-1384): “Durante mucho tiempo los Jeronimitas fueron considerados como la gran congregación enseñante del siglo XV, los educadores de la Europa cultivada de la época, equivalentes de lo que fueron, de otra manera, sin embargo, los jesuitas en los siglos siguientes. Les fueron atribuidas la difusión de la enseñanza de calidad, lejos de la escolástica universitaria, la introducción del espíritu humanista, la organización de los estudios en ocho clases progresivas y el empleo de métodos nuevos de enseñanza. En el siglo XVI, parte de sus establecimientos desaparecieron en el momento de la Reforma. En otros lugares, fueron suplantados por los colegios católicos de la Contrarreforma” (Debesse; Mialaret, 1977, p. 224).
[6] Sobre la colonización de los indios, remito al trabajo de Varela (1983), particularmente a su capítulo 5, titulado De los indios a los pobres. En ese capítulo, la investigadora no solo muestra la actividad pedagógica y disciplinaria realizada en el Nuevo Mundo sobre las poblaciones indígenas, sino también, y más importante aún, señala, yendo en contra de los tradicionales trabajos históricos de la educación, la necesidad de introducir unos matices en la idea de que la escuela moderna apareció en las coordenadas de la Reforma y la Contrarreforma. Según esa autora: “[...] en lo que concierne a los países católicos, es preciso hacer una serie de matices, ya que la extensión de la educación en algunos de esos Estados, y más concretamente en la España Imperial de Carlos V, por entonces avanzada del catolicismo, no fue simplemente una réplica de los modelos protestantes, sino también una reincorporación de los modelos misioneros y, más concreta-mente, de aquellos ensayados en la América para la cristianización de los indios” (Valera, 1983, p. 224).
[7] Ver, por ejemplo, los ya clásicos trabajos de E. Durkheim (2002 a) y Ph. Ariés (1987).
[8] "Institution. s. f. v. Action par laquelle on institue, on establit. L’institution des jeux Olympiques. L’institution d’un tel Ordre. L’institution des Pairs de France, du Parlement. Les paroles sont de l’institution des hommes. C’est une loüable, une pieuse, une sainte institution. Faire institution d’heritier. Il se prend aussi pour Education. L’institution de la jeunesse. Il a eu une bonne institution” (Dictionnaire de l´Academie Francaise, 1694, p. 504).
[9] Vale la pena mencionar la importancia que para los humanistas del Renacimiento tuvo el texto de Quintiliano (35-95), Institutio Oratore, en sus elaboraciones pedagógicas. Esa obra no es un simple manual de retórica, sino un tratado sobre la ‘formación’ del orador, considerado no como un simple iniciado en el arte de la retórica sino como un hombre dotado de instrumentos suficientes para llevar una vida recta y honrada, para ser un ciudadano ideal, apto para asumir la conducción de los negocios públicos y particulares, capaz de gobernar ciudades por medio de sus sabios consejos y de administrar imparcialmente justicia (Hamilton, 2001).