lunes, 25 de febrero de 2013

Tercera conferencia


Es en los resultados no buscados ni sabidos donde el encuentro que supone la (incalculable) experiencia educativa tiene lugar.
Estanislao Antelo

O bien la escuela atraviesa por una crisis (cosa que, curiosamente, se dice todo el tiempo), o bien el asunto con el que se las tiene que ver la escuela es de tal orden que habría que considerar a la “crisis” como constitutiva.

1. El consenso

Una cadena de personas e instituciones con diversas relaciones frente al campo educativo, a través de distintos medios, durante mucho tiempo, coincide en señalar una “crisis” de la educación escolar. Tal unanimidad sorprende: ¿se pueden equivocar tantas personas? “Cuando el río suena, piedras trae”, dice el refrán popular. Ahora bien, la unanimidad suele producirse al menos por dos vías, cada una de las cuales aglutina a sus partidarios de una manera particular:

· De un lado, puede haber acuerdo cuando personas que pertenecen a un campo intelectual —en el sentido de Bourdieu [1966]— aceptan describir-explicar un asunto de la misma manera. Pero este tipo de acuerdo, por una parte, es pasajero, en tanto ese campo se caracteriza por una pugna permanente por el control del sentido. Y, por otra parte, los acuerdos en el campo intelectual tienden a darse entre un número reducido de personas, pues las jergas técnicas se van diferenciando y especializando cada vez más. La especialización puede definirse como cada vez menos personas esforzándose por hablar con propiedad (provisionalmente), acerca de menos tópicos. Así, acceder a lo que esos círculos plantean requiere dedicar una vida, aprender a hablar un tecnolecto. En esta modalidad, el efímero consenso es un “exceso” de discusión, por decirlo así. Pues bien, el caso que se comenta no cumple estas condiciones: no cumple la primera, pues se oye hablar de la “crisis” de la escuela desde hace mucho tiempo: el dispositivo parece haber nacido en crisis(1). Y tampoco cumple la segunda condición, pues el conjunto de personas e instancias que enuncia la crisis de la escuela es muy grande, puede crecer de forma permanente y no muestra tendencia a resquebrajarse. Hasta ayer [2012-10-01], el dúo educación/crisis arrojaba en Google 56 millones de resultados… y va en aumento.

· De otro lado, el consenso puede producirse por otra vía: la falta de discusión. Como piensa Bourdieu [1982], se trata de un mecanismo que permite el ejercicio práctico de diversos intereses sociales, no necesariamente conciliables. Este tipo de consenso no se origina en un campo intelectual, donde las categorías se definen entre sí, sino más bien en los campos de recontextualización —en el sentido de Basil Bernstein [1993]—, donde las nociones se amontonan; allí la consolidación se garantiza, entre otras, justamente por la tolerancia a todo tipo de interpretación, siempre y cuando se dé lugar a un sinnúmero de intereses prácticos(2). Basta, entonces, con interrogar a cualquiera de los voceros de la idea de que la escuela está en crisis, para verificar que cada uno posee una débil versión (que no requiere ser consistente con la de los otros); incluso para muchos será difícil siquiera intentar una sustentación de tal idea, quedándoles el recurso de “lo dicen las noticias”, “lo escuché en la TV” o “¿acaso no es evidente?”.

En definitiva, en el asunto de la “crisis” de la escuela hay un consenso del segundo tipo: multitudinario, duradero, poco compacto.

Además, la justificación de los intereses prácticos tiene un requerimiento: la idealización. Con ella como fondo, una muestra cualquiera de escuela real en primer plano siempre se revelará en falta. Así, quienes mencionan esa “crisis” como descubriendo algo, como diagnosticando algo nuevo(3), imaginan la posibilidad de que el dispositivo escolar piense su lugar en la sociedad y, en consecuencia, “se modernice”, “responda al reto”... como dicen. Se idealiza una condición material cuando se la desconecta de sus relaciones. Y en el abismo entre la idealización y la realización específica se alberga todo tipo de interés: parquear niños, vender servicios y productos, cobrar sueldo, obedecer, hacer campaña... para hablar de los más evidentes. Y, para pasar desapercibido (en tanto tales intereses no son los que se enuncian públicamente como objetivos de la escuela), se habla con las palabras de moda, que hoy en día serían ‘calidad’, ‘competencias’, ‘eficiencia’,‘participación’...

Entonces, conviene hablar de crisis no sólo para justificar cualquier intervención en la escuela (no importa que vaya en sentido contrario a la intervención anterior), sino también para diluir la propia responsabilidad en una suerte de fatalidad causada por otros: cada interés buscará sus culpables, más allá de sus narices.

En cambio, desde los campos intelectuales, la descripción de la escuela es distinta: no masiva, transitoria, compacta. Por ejemplo, se pueden ubicar ciertas propiedades estructurales que explican por qué alguien que enfrente la escuela sin un cuerpo conceptual puede percibir como “crisis” lo que no es más que la complejidad de su funcionamiento regular. De hecho, podemos hablar de una crisis constitutivade la escuela. Para Freud, por ejemplo, la educación es imposible, pues, dada la naturaleza de su acción con los aprendices, se topa con algo estructural del niño, algo que actúa todo el tiempo de forma silenciosa, algo que —querámoslo o no— irrumpe en el dispositivo y produce, de manera constante, malestar, problemas, síntomas, restos no asimilables.

Claro que las implicaciones de pensar en tales términos una crisis no son las mismas que en el caso del consenso por falta de discusión, donde se suele desplegar una serie de mecanismos, en la dirección de los intereses en juego, a nombre de los más altos propósitos, y, al final, aparece siempre el mismo diagnóstico. La imagen de escuela que se forma desde un campo de producción simbólica no tiene por qué llevar a “tomar medidas”, ni siquiera a “sugerir salidas”, sino más bien a crear un terreno de interpretación de lo que allí ocurre, incluso de comprensión del sentido de las acciones emprendidas en pos, supuestamente, de “salvarla”, toda vez que proponerse cambiar las condiciones paradigmáticas bajo las cuales un dispositivo funciona es, de alguna manera, un desconocimiento, si presupone que se está por fuera de las condiciones paradigmáticas mismas. Ahora bien, esto no quiere decir que los propósitos no cuenten, sino que cuentan en el contexto de unas condiciones de posibilidad. Y tampoco quiere decir que tales condiciones permanezcan indefinidamente, que no sean producibles, sino que la posibilidad de producirlas no se reduce al propósito.

2. El resto

Hay algo en el ser humano que, al intentar domesticarlo, no se hace más que producir unos restos por donde se ramifica el mismo efecto paradójico de la satisfacción humana.

El funcionamiento de la escuela siempre genera unos productos no deseados (unos restos): trampas, síntomas, desinterés, agresiones, picardías, groserías, malestar... asuntos que no dejan que la cosa funcione a cabalidad, o que le permiten funcionar pero a un alto costo. La entrada de Freud al asunto educativo —en 1913— fue justamente por ese lado: en la«Introducción» a un libro del educador Oskar Pfister (El método psicoanalítico»), se pregunta cómo tratar aquello que estorba a la labor educativa (“defectos infantiles, hábitos físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles por otra vía” [1913a:351]). El mismo año, en el apartado “El interés pedagógico” de su texto «El interés por el psicoanálisis», se pregunta cómo evitar eso que la educación no busca pero que, inevitablemente, produce: “unos resultados no menos indeseados que la misma mala conducta que la educación teme dejar pasar en el niño” [1913b:192]. Y muchos años después, en 1932, se pregunta cómo darle una salida distinta a todo eso: “discernir la peculiaridad constitucional del niño, colegir por pequeños indicios lo que se juega en su inacabada vida anímica, dispensarle la medida correcta de amor y al mismo tiempo mantener una cuota eficaz de autoridad”[1932:138].

Ahora bien, en la escuela, difícilmente dichos asuntos serán percibidos y tramitados en su “objetividad”, en su “materialidad”;serán tomados en tanto “noticias” perceptibles desde los campos que las hacen suyas. La moral escolar no es más que un ángulo desde el que se interpretan ciertos fenómenos. La posibilidad misma de percibir está subordinada al punto de vista —como hemos dicho en este curso—, razón por la cual no se pueden tener primero los datos para luego hacerles una descripción, un análisis, una clasificación, un tratamiento. Más bien habría que entender cuál punto de vista dio lugar a que se “recogieran” —a que se escogieran, más bien, incluso, a que se produjeran— los datos que se tienen. El dato no está ahí, dócil, con el fin de ser percibido. El niño tímido en el aula no es el mismo dato para el punto de vista del “aprovechamiento” que para el de la inclusión. Cada enfoque recorta un mundo de manera particular, de forma que —en el mejor de los casos— el mismo “fenómeno” contendrá datos distintos (según desde dónde se mire), y un dato esperado será susceptible de hallarse casi en cualquier fenómeno (pues la perspectiva es productiva). Pero, por lo general, los fenómenos mismos serán distintos. Así, de acuerdo con la mirada desde la que se asuma el acto educativo, el resto producido por la operación del dispositivo escolar, o bien se nombrará de una manera que le dé cierta configuración, o bien resultará invisible. En el primer caso, hará entrar a la escuela discursos y personas cada vez distintos, y abrirá la posibilidad de remitir a los niños a instituciones cada vez distintas. Enumeraremos tres formas que convocan ciertas trascendencias (sabemos que puede haber más y que se podrían subdividir las enunciadas).

En el intento por conjurar el azar, por evitar el fracaso del proceso formativo (o su funcionamiento a marchas forzadas), de acuerdo con la postura desde donde se piense, se achaca el problema a una mala disposición del sujeto, a una capacidad instalada deficiente, a un desarrollo atípico... Y para cada clasificación existen las terminologías respectivas, las salidas concomitantes:

1. Si se lo asume desde una trascendencia moral, se espera cierta disposicióndel sujeto. Entonces, aquello del niño que no se deja simbolizar se llamará, por ejemplo: “desagradecimiento”, “maldad”, “indecencia”, “indisciplina”, e, incluso, “posesión”. Se creerá que la causa es una mala disposición moral del niño-problema. El juego castigo/perdón, la orientación espiritual y hasta el exorcismo serán algunas de las maneras mediante las cuales los ministros de la fe (religiosos, maestros, padres) intenten reincorporar esos restos, para que la escuela pueda funcionar (o para que funcione “mejor”). Y el sujeto bien puede confesar y arrepentirse, tras haber asimilado la enseñanza moral impartida para el efecto. Pero no sólo los restos persisten, sino que la nueva acción producirá unos nuevos que, de someterse a su vez a tratamiento, producirán otros... y así sucesivamente. Es el caso, entre tantos que podrían citarse, de los efectos del acercamiento entre algunos formadores espirituales y sus discípulos, denunciada con escándalo creciente en los últimos años bajo una acusación de pedofilia que silencia la “didascalofilia”(4)concomitante.

2. Si se lo asume desde una trascendencia naturalista, se espera cierta dotacióndel sujeto. Entonces, dependiendo de la época y del matiz de la perspectiva, aquello del niño que no se deja simbolizar se llamará, por ejemplo: “idiotez”,“trastorno por déficit de atención con hiperactividad” [TDAH], “disposición hereditaria”, “discapacidad”, “necesidades educativas especiales”. Se creerá que la causa es una deficiencia orgánica del niño, constitutiva o accidental. El tratamiento técnico será la manera mediante la cual el facultativo (médico, fonoaudiólogo, terapeuta, etc.) intente reincorporar esos restos. Y la solución va desde el tratamiento médico (que prescribe aislamiento, medicamentos, dieta, descanso, etc.), hasta la futura programación genética. Y el sujeto debe ser dócil al tratamiento, o resignarse a su menos. Pero no sólo los restos persisten, sino que la nueva acción producirá unos nuevos... es el caso, entre otros, de los efectos secundarios producidos por drogas suministradas a los niños con diagnóstico de hiperactividad(5).

3. Si se lo asume desde una trascendencia funcionalista, se espera cierta regularidad del funcionamiento. Entonces, aquello del niño que no se deja simbolizar se llamará, por ejemplo: “problemas de aprendizaje”, “fracaso escolar”, “ritmos diferentes de aprendizaje”, “inexperiencia”, e incluso se traen a cuento los efectos del trauma (stress post-traumático) o de la discriminación… Se creerá que la causa es una resistencia del niño, una falta de desarrollo, una atipicidad o una reacción a una efracción (como efecto de vulnerar un espacio “privado” del sujeto, a escala personal, familiar, social, cultural: allí entran asuntos como la burla, el maltrato, el matoneo, el desplazamiento forzado, la discriminación, los desastres naturales, etc.). La creatividad pedagógica (motivación y refuerzo impartidos en los ámbitos educativos), el ajuste didáctico, la intervención psicológica (terapias de tipo cognitivo-comportamental [TCC]), la “reparación”, la “reinserción”, el reconocimiento de la diferencia, los esfuerzos de comprensión e integración.... serán algunas de las maneras mediante las cuales los expertos (maestro, psicólogo, trabajador social, etc.) intenten reincorporar esos restos. Y al sujeto se le exige un esfuerzo para dar alcance al menos al punto medio de la curva normal. Pero no sólo los restos persisten, sino que la nueva acción producirá unos nuevos... la pereza de estudiar, por ejemplo, podrá convertirse en resistencia al tratamiento que busca atacarla.

Las tres perspectivas, que pueden campear simultáneamente en el espacio educativo, piensan que el resto no debería aparecer y, en consecuencia, convocan algunos saberes (religión, medicina-psiquiatría, psicología, pedagogía, terapia ocupacional, ciencias sociales), para tratar de aplacar los efectos, para aislarlos, incluso —a veces— para sacarlos del área de la institución educativa y, con la satisfacción de estar detectando lo que no es pertinente “adentro”, enviarlos a la iglesia, a la correccional, al hospital, al consultorio, al centro especializado. Ahora bien, al buscar extirpar la parte mala o disfuncional [Milner,2003], se entiende que no conciben al niño como pulsional, ni a la escuela como un conjunto de relaciones. Además, tal vez por manejar una idea deíctica del lenguaje, no pueden pensar que intercalar unas nuevas palabras, unas nuevas maneras de motejar a los niños, introduce nuevos elementos al tinglado escolar, en relación con los cuales, por ejemplo, se generan nuevos nombres con los cuales identificarse, de los cuales obtener una nominación, algo del “ser”, de la satisfacción.

Estamos ante un asunto de registro:

1. si el problema está en el alma del niño, qué bien le vendría una formación moral, un juego de perdón y castigo, incluso un exorcismo;

2. si el problema está en el cuerpo del niño, qué bien le vendrían unas drogas, una intervención quirúrgica e, incluso —a futuro—, una programación de los genes;

3. si el problema está en el desarrollo de la inteligencia del niño, qué bien le vendrían unas motivaciones, unos refuerzos, unas experiencias “significativas”... Parece como si los viejos proyectos totalitarios no hubieran dejado de existir, sino que se hubieran revestido de nuevos ropajes.

En todos los casos, además de las acciones que se ejercen sobre el niño, se le exige ejercer una acción sobre sí mismo: entrega, arrepentimiento, templanza… en el primer caso; resignación, docilidad, tolerancia… en el segundo; y esfuerzo, sacrificio, tolerancia… en el tercero.

Pero, ¿y si no se tratara principalmente del alma, o del cuerpo biológico o de la función? Parecería ser que no:

1. el resto se muestra resistente a la plegaria, pues a ésta siempre hay que agregarle más sacrificio, entrega, templanza... y, no obstante, el mal acecha y la posesión diabólica ocurre con más frecuencia justamente en los recintos donde más y mejor se ejercen las prácticas que se le oponen.

2. El resto se muestra resistente al medicamento, pues las dosis han de ser incrementadas, los cócteles de drogas han de ser cambiados (rotados), los efectos secundarios no se hacen esperar; y no es difícil pensar en que lo pulsional emergerá también en aquellas situaciones en las que, supuestamente, la ciencia tenga el conocimiento del cuerpo físico y pueda manipular las características de nuestros futuros congéneres (la ficción al respecto siempre enfatiza que la especificidad humana —que no ha entrado en las cuentas de los científicos—termina causando un malestar que da al traste con la utopía cientificista)(6).

3. El resto se muestra resistente a la motivación, que ya presupone la falta de ganas, y que nunca encuentra ese ansiado punto final en el que el aprendiz tendría su propio motor, sino que el dispositivo queda condenado a tratar de ganarse una atención que más esquiva se torna a medida que se le hacen más concesiones.

Y la investigación despliega, en cada caso, sus técnicas que, según Jesús Ibáñez [1986:114-122], son: confesión, encuesta y examen:

1. la confesión —como técnica que contribuye a producir la trascendencia religiosa— ofrece el perdón a cambio de sometimiento, busca reducir la palabra a repetición de la ley, se reserva las preguntas y busca no dejar resquicios;

2. la encuesta —como técnica que contribuye a producir la trascendencia natural— trata de producir la verdad constatando algo no hablante: las palabras de los sujetos indican hechos;

3. y el examen —como técnica que contribuye a producir la trascendencia funcional— incluye lo que puede ser rectificado: somete el movimiento a una norma, vigila las desviaciones y sanciona.

Estas tres trascendencias apuntan a las manifestaciones de la pulsión y, al hacerlo desde tales horizontes, no la tocan en su especificidad, no producen transformaciones, sino reacciones. De ahí la idea de un segundo resto que se produce tras el intento de tratar el primero. La cadena es infinita, pues tales efectos atañen a la especificidad de la pulsión. Apuntar al sujeto de la voluntad, al alma, al cuerpo fisiológico, al desarrollo psicológico…no hace más que escatimar una parte fundamental del estatuto de lo humano: la pulsión; en consecuencia, sólo podrá encontrar que los procedimientos muchas veces no funcionan, y que, cuando funcionan, no se puede cantar victoria a largo plazo, pues los problemas resurgen por otras vías, se manifiestan de otras maneras, etc.
A continuación, el esquema de lo planteado sobre las tres trascendencias:






También es posible asumir el asunto desde una intrascendencia relativista, pero tal postura se coloca en el límite de la posibilidad del funcionamiento de la escuela. En esta dirección, tal vez podría ubicarse la manera como Jules Celma asumió el trabajo con sus alumnos, en pleno 68 francés: cuando trabajó como docente durante el año escolar 1968-9 en Francia, evitó toda conducta regulativa con los niños [Celma, 1971]. En tal campo, el resto se llamará, por ejemplo, “sujeto surgido del intersticio de las máquinas y de los dispositivos discursivos” [García, 2006:11]. Se creerá que la causa es una propiedad inherente al deseo, como entidad molar (no molecular); se pensará que los dispositivos mismos son los encargados de acallar esta manifestación, codificándola. Es decir, que el funcionamiento de la vida social es un intento —siempre fallido, pues habría “líneas de fuga”— de reincorporar el resto. No es una posición que aparezca con frecuencia en la escuela, entre otras porque —como dijimos— se ubica en el límite mismo de su posibilidad, parte de un principio que la invalida.



Pero, ¿si resulta constitutivo el vacío que, como implicación lógica, se produce por estar la subjetividad enmarcada en el hecho de hablar? Que haya un vacío, luce horroroso. Dice el poeta Juan Calzadilla: ¿No es más propio del horror temer al vacío que llenarlo?(7). Si así es, se explicaría el impulso a llenar con sentido todo desplazamiento estructural; es el caso de los tres tipos de explicación que venimos de exponer. No se trata, como en el caso de la mirada post-estructuralista, de un velo que lo constituye todo, sustituible por otro determinado históricamente… que es todo y es nada. Pongamos por caso la locura: tenemos los extremos de considerarla algo natural (y entonces se busca el gen de la esquizofrenia, los ascendientes alcohólicos, etc.), o algo convencional: dice Foucault en Nacimiento de la biopolítica [1978-9:18]: “Supongamos que la locura no existe. ¿Cuál es entonces la historia que podemos hacer de esos diferentes acontecimientos, esas diferentes prácticas que, en apariencia, se ajustan a esa cosa supuesta que es la locura?”. Opone, según sus palabras [:19] al historicismo la inexistencia de los universales. ¡Llega a decir que la locura, la enfermedad, la delincuencia y la sexualidad no existían! [:36]. Pero, ¿si no se tratara ni del universal objetivista, ni del relativismo a ultranza? ¿Si la locura, por ejemplo, fuera un efecto estructural posible del contacto del humano con el lenguaje? Por supuesto que es un hallazgo develar el hecho de que la “naturaleza“ (la“naturalidad”, la “objetividad” que ciertas perspectivas atribuyen a sus objetos de investigación) sea una naturalización[:33], pero de ahí no se puede concluir que todocae bajo ese axioma.


Lo que Freud llama ‘pulsión’, y que Lacan le va a dar el estatuto de un registro (real) frente a otros dos: simbólico—relativo al lenguaje— e imaginario—relativo a la formación del cuerpo por la imagen—, no está afuera del discurso, sino que resulta de sus escollos. Cuando el alma habla —dice Schiller— ¡ay!, ya no es el alma quien está hablando. Lo real es aquello contra lo que el discurso choca; es lo imposible a simbolizar. En consecuencia, no funciona el aserto aristotélico según el cual la verdad concierne a lo real como adecuación de la cosa al intelecto. O sea: no es que la verdad no concierna a real alguno, sino que le concierne por lo imposible-de-decir: porque hay lenguaje, hay verdad, dice Lacan [1967:44]. Lo real siempre es traumático, es un agujero en el discurso. De tal manera, entendemos lo real no como una cosa en sí, pues depende de los impases del discurso; por eso tampoco compone un todo: sólo hay “pedazos de real”, dice Jacques-Alain Miller [1988:91-92].


En los programas que se grabaron para la televisión con Lacan, éste declara [1973:83]: “Yo digo siempre la verdad: no toda, porque de decirla toda no somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras”. Confesares el contexto en el que el tribunal exige decir “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Lacan ironiza este lema: de un lado, cuando afirma que él siempre dice la verdad, no es porque él sea especial, pues cualquiera que lo dijera también acertaría, si es cierto que la verdad habla: como cuando irrumpe un lapsus, cuando un olvido atasca una frase, cuando un chiste aflora en una conversación: “eso sueña, eso falla, eso ríe”, anota Lacan [1968:102] resaltando el estatuto inconsciente de esa verdad; y, de otro lado, antepone una incapacidad a la pretensión de decirla toda, no a causa de una “maldad”singular, sino —como se dijo an­tes— de una imposibilidad material. Allí la“materia” son los signos: se escabullen, obstaculizan… así la intención sea decir toda la verdad, incluso bajo juramento, incluso so pena de muerte. Miller lo explica mediante las paradojas surgidas en la teoría de conjuntos: los sistemas formales consistentes no contienen todo lo que hace falta para demostrar su consistencia, para definir la verdad que allí es válida. La teoría de la incompletud de Gödel puede crear una fórmula indemostrable para todo sistema que formalice la aritmética. No en vano, Zenón crea unas paradojas en el lenguaje que hablan de manera tal que se produce un resto infinitesimal, inaprehensible, por oposición a la evidencia —para la mirada— de que la flecha se mueve, de que Aquiles le gana a la tortuga, etc.


Según Miller [1988:94], el sujeto no hace más que errar en la palabra (en ambos sentidos: deambular y equivocarse) y, por eso, la verdad es vagabunda: “las estructuras del discurso le dan sus amarres [al sujeto] y sus puntos de referencia; signos lo identifican, signos lo orientan; si los descuida, si los olvida, si los pierde, erra y yerra de nuevo”. Para ubicarse, hay que dejarse engañar un poco de los signos, del discurso. Es ahí donde la escuela peca por creerse no incauta, gracias a una supuesta posesión del saber. Pero, si la tendencia es a cubrir con el saber, no hay manera de entender los restos que tanto molestan al funcionamiento de la escuela.


Entonces, el sentido está unido no sólo a los desplazamientos estructurales de los significantes, sino principalmente a la imposibilidad estructural de lo simbólico. Así, el sujeto no sólo está situado frente a la llamada “arbitrariedad del signo” [Saussure, 1916], sino también a la exclusión real que éste determina (y cuya sistema de atracción llamamos pulsión). De ahí que Freud en ningún momento propusiera salidas al impase educativo por la vía del sentido (mejores objetivos, currículos actualizados, normas explícitas); sus sugerencias apuntan más bien a la pulsión, al vínculo que el sujeto tiene con ella, lo cual incluye el sentido, claro está, pero subordinado (incluso: tiene que ver más con el sinsentido). Si bien Saussure [1916:153]encuentra que la lengua es pura forma, que el signo no une una cosa con un nombre [:88], sino un significante con un significado —ambos de “naturaleza psicológica”, dice—, también es cierto que puede postularse una estructuración del sentido [Eco, 1972]. Pero lo que queda claro ahora es que si bien el más astuto efecto de sentido [Barthes, 1970:6] parece ser la llamada “realidad”, loreal que deja por fuera es mucho más importante: se trata de una entidad estructurante para los sujetos y que, no obstante, no puede aparecer en la estructura. El sujeto del psicoanálisis no cabe del todo en lo simbólico, aunque no sería sujeto por fuera de lo simbólico:


[…] no estamos muy confiados y como en casa
en el mundo interpretado. […](8)


Con esto, ya no podría reivindicarse la posición esencialista que ponga al sujeto del lado de la significación y al lenguaje del lado de la forma, punto de vista del que derivan posiciones instrumentales según las cuales el sujeto usa el lenguaje para expresar el sentido.


Completemos el cuadro elaborado más atrás. En primera instancia, habría dos opciones: la formación como necesaria (el sujeto es algo del orden de la esencia) o la formación como contingente (el sujeto es algo del orden del accidente). En la primera tendencia, tenemos, de un lado, la idea de una formación indefectible, por ejemplo en Hegel [1807:21]:


La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, había que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al individuo universal, al espíritu autoconsciente mismo. Si nos fijamos en la relación entre ambos, vemos que el individuo universal se muestra cada momento en que adquiere su forma concreta y propia configuración.
Y, de otro lado, la idea de una formación defectible, como en las tres trascendencias que vimos atrás (religiosa, natural y funcional).


Por el lado de la formación contingente, tenemos una base convencional: la cultura, que se modifica con el paso del tiempo, y de un lugar a otro del orbe. No obstante, de ahí pueden derivarse concepciones opuestas: aquella de la relatividad cultural en la que lo simbólico comanda, en la que la subjetividad tiene su único referente en el sentido variable (por ejemplo, la idea de que la diferencia entre hombres y mujeres es meramente cultural… y, entonces, habría que hablar de “género”). O puede derivarse una concepción en la que también está en juego el lenguaje, pero no meramente en su dimensión del sentido (lo cual sería morder el anzuelo), sino precisamente en lo que implica su presencia formal para la constitución del sujeto (lo cual ya no es convencional, como el lenguaje mismo). El paso por el lenguaje produce una huella que impulsa al sujeto (la pulsión) en direcciones que si bien dependen de la existencia del lenguaje, no se agotan en él. Se entiende que las características descritas en algunos casos pueden mezclarse en los procesos educativos específicos.

A continuación, el esquema:





Según el segundo tipo de consenso al que nos referíamos, la crisis de la escuela sería producida por algún acontecimiento superable, no sería algo constitutivo, sino fortuito, pues la escuela “en esencia” sería toda posible(9), gracias a tener buenas intenciones e ir dirigida a unos seres “inocentes” (a los que habría que formar),“ignorantes” (a los que habría que informar), aprovechando su materia“disponible” y “creativa”… pero ya nos hemos referido a los restos, que lo son justamente porque se apartan de este panorama justiciero. Si la educación no enseña el fracaso a los niños, si se orienta por las ideas de armonía, amor y juego, entonces no los prepara para afrontar la particularidad de la vida humana, que no se realiza en la dimensión de los ideales:
Si la educación es —entre otras— intentar que los asuntos de la instrucción y de la regulación funcionen, eso implica el intento de doblegar, o bien la pulsión, o bien algunas de las reacciones a ese intento: pereza, indisciplina, falta de ganas de aprender, impulso a trasgredir, etc. Pero el asunto no es sencillamente el dominio de las conductas —que pueden más o menos modificarse, por las buenas o por las malas—, “sino de inducir a un sujeto a que renuncie a aquello en lo que, adulto o niño, se satisface, aquello que un sujeto no está dispuesto a ceder aunque conceda” [Marín, 2004](10). La educación es imposible, entonces, porque hay una región a la que no tiene acceso, así modifique conductas. Desafortunadamente, es a estas conductas a las que puede estar apuntando la educación, con lo que su labor no sólo no sería formativa, sino que tampoco estaría brindando una imagen de lo simbólico como gramática, sino como pragmática.
El propósito de gobernar al otro tiene un límite. No hay manera de dirigirse a esa parte. No hay algo del mismo registro que sirva para operar sobre él: por ejemplo, si estuviera hecho de sentido, podría tocarse con sentido (es la suposición que parece estar a la base del propósito de deshacer la conducta indeseada a base de cantaleta). Pero si tenemos ese resto como una categoría, en lugar de querer excluirlo —como las trascendencias religiosa, natural y funcional que vimos—, lo sabríamos ineliminable, causa de la imposibilidad del propósito de gobernar al niño, causa de la imposibilidad de educarlo a cabalidad. (Tal vez el psicoanálisis sea la única disciplina que se refiere a esa parte como constitutiva del sujeto, como operante. Por eso, en tanto dispositivo, no retrocede ante la pulsión). En el segundo artículo en el que Freud se refiere con alguna extensión al tema educativo, plantea que si los educadores juzgan como contingente lo que es necesario —dicho con los valores de la lógica modal—, entonces actúan de manera ininteligente e inoportuna. El concepto de pulsión no se rige por los ideales; en la base de las tan bien ponderadas virtudes, Freud ubica las peores disposiciones.
Y de formular idealizaciones nadie está exento. Por ejemplo, Kant [1803:32] cree que “la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad”. Así mismo, una autora tan brillante como Hannah Arendt [1960] llegó a plantear, por ejemplo, que “los nuevos” —así llama a los niños— traen un “proyecto inédito”para el mundo… es la versión germano-norteamericana de “los niños nacen con el pan bajo el brazo”. Una esperanza construida en un lugar ideal: de un lado, el del desarrollo ininterrumpido de la humanidad; de otro lado, el de la pureza de los niños, el de la novedad, el de la misión que tal vez traen al venir a este mundo. Pero lo cierto es que, para poder articularse, los niños tienen que aprenderlo todo, no se hereda la cultura; para ello, tienen que pasar por la palabra… pero, entonces, quedan viejos. El estreno es la última función. La novedad no estaría en esa semilla de proyecto que nace con ese bebé, sino en la manera como él—pero también cada uno de los que lo rodea, los que serán sus profesores y sus compañeros de pupitre— articule la delirante oferta de consistencia (el convencional sistema simbólico que le viene del otro) con su propia parte indómita (la pulsión, lo real).
La novedad y la posibilidad, entonces, no son de una generación en especial, ni provienen de la buena voluntad. La novedad es cada uno, el enredo particular de cuerpo y palabras que cada uno es. Y esa novedad no es moda, bondad per se, sino más bien manera singular de estar en el mundo, de obtener ahí la satisfacción paradójica de portar ese parásito llamado lenguaje. Novedad permanente, pero sombría.
Tantos nombres que cambian con el tiempo (‘desagradecimiento’,‘bajo Coeficiente Intelectual’, ‘problemas de aprendizaje’, ‘hiperactividad’,etc.) tratan de salvaguardar a la escuela de su aporte a la producción de aquello que denuncia. Hablar de la escuela como algo exterior, ajeno, susceptible de serle remplazada la “parte” disfuncional... revela un desconocimiento de la configuración del niño: lo primero que Freud hace al referirse a la educación es explicitar su postura frente a él, para oponerla a la figura idealizada del mismo en la escuela (y en la sociedad). Su caracterización de la “normalidad”como un resto obtenido a expensas de la capacidad de producir y de disfrutar es un ejemplo de algo que no aparece como dato del lado de las fallas, dada la perspectiva desde donde se describen los hechos.
En resumen, por estructura, la educación siempre estará en crisis. Ahora bien, eso no quiere decir que ahí nada sea posible, pues el límite es una apertura de posibilidades [Miller, 1998]... pero no de todas; quiere decir, más bien, que el sentido de la acción tiene un marco de expansión... gracias a que tiene un límite(11). Con todo, siempre toparemos con posiciones que hagan pensar que la educación es un artefacto cuyo sentido se puede transformar a voluntad. También es algo estructural: el horror a la pulsión.

3. Educar: ¿un oficio imposible?

Freud pone la educación en relación con los ‘oficios imposibles’: “Tempranamente había hecho mío el chiste sobre los tres oficios imposibles —que son: educar, curar, gobernar—, aunque me empeñé sumamente en la segunda de esas tareas. Mas no por ello desconozco el alto valor social que puede reclamar para sí la labor de mis amigos pedagogos”[Freud, 1925:296-297]. Entonces, si la educación es imposible, puede preverse su ‘crisis’ permanente. Ahora bien, ¿eso implica que debamos cejar en el esfuerzo por educar? Este tipo de aporía no es infrecuente en este autor: en El malestar en la cultura [1930:83], por ejemplo, dice que no estamos hechos para la felicidad, pero que ello no justifica la renuncia a buscarla. La dimensión ética del hombre estriba en la dificultad, en la contingencia de la vida social; no tendría valor estar allí como meros testigos de la verificación de las leyes del funcionamiento de las cosas y de los dispositivos. Si todo funcionara bien, ¿cuál sería la razón de nuestra acción?
Si educar, curar y gobernar son imposibles, ¿por qué se siguen practicando? Cabe aclarar que ‘impotencia’ e‘imposibilidad’ son distintos: la impotencia es del orden de lo que se siente, mientras que la imposibilidad es del orden de lo que se deduce [Miller, 1988:91]; es decir, en el primer caso se trata de una posición subjetivafrente a la vida, mientras en el otro se trata de los límites lógicos de algo. De tal manera, la imposibilidad ligada a tales profesiones parece incentivar su práctica, no impedirla(12).
Ahora bien, ¿por qué considerar imposibles a esas profesiones y, específicamente a la de educar? Si el lenguaje es, como dice Heidegger [1947], la casa del ser, esto es una promesa de consistencia: ‘vuélcate al lenguaje que aquí —pues lo propone un hablante— estarás en tu casa’. Sin embargo, después, cuando ya no hay marcha atrás, resulta que el sujeto está mortificado justamente por el lenguaje: “por cosas que le fueron dichas y por cosas imposibles de decir” [Laurent, 2006]. Y si la promesa educativa queda subordinada a la promesa simbólica, es decir, si consideramos que la educación se da principalmente en el lenguaje, entonces hay algo de esa promesa educativa que, de entrada, no se puede cumplir. Pero, ¿por qué es incumplible la promesa simbólica?
En La biblioteca de Babel, Borges [1944] lo muestra magistralmente: si todos los libros posibles existen en ese universo en forma de biblioteca, en tal lugar está aquel volumen que justifica la existencia de cada uno, que le da sentido a sus sufrimientos y a sus cuitas; sólo hay que encontrarlo... pero, puestos en ello, ¿cómo distinguirlo de todos aquellos otros libros que tergiversan esa justificación, pues también son libros posibles? De la primera esperanza se pasa a una desesperanza y de ahí a un rencor que se expresará en la destrucción de los textos, de esa ironía tan cruel, de ese laberinto tan pasmoso. Pero, ¿qué puede destruir un ser humano, por molesto que esté, de un conjunto infinito?
Se puede responder de varias maneras a la pregunta de por qué la promesa simbólica es incumplible. Una de ellas exige afirmar que, si bien la idea de la casa del ser es muy interesante, en tanto excluye la salida fácil de concebir el lenguaje como un objeto o como una herramienta exterior que el sujeto usaría a voluntad, sería necesario decir que no es una morada hecha a su propia medida, no a la medida del sujeto (¿pero acaso algo podría serlo?). Por eso, Lacan [1960] se pregunta qué sujeto concebir para un lenguaje así configurado... lo que no presupone una armonía entre ambos, ni siquiera una sincronía. Si el lenguaje fuera exactamente la casa del ser, el lenguaje y el ser tendrían que pertenecer al mismo registro, o la casa tendría que estar diseñada de cara a los requerimientos de su habitante... pero —como dice Barthes [1978:22]— “[...] no puede hacerse coincidir un orden pluridimensional (lo real) y un orden unidimensional (el lenguaje)”. El caso es que sujeto y lenguaje, si bien están ligados en varios puntos, también están distanciados en otros. Hay algo en el sujeto que se resiste a ser simbolizado, a pasar dócilmente por las palabras y por la lógica, por las asignaturas del plan de estudios, por los propósitos educativos. Imposible de entrar a la estructura, lo no simbolizable se establece como su límite. No como una frontera que puede pasarse surtiendo ciertos requisitos, sino como un límite inherente a la estructura misma del lenguaje.

4. Nuevos restos: ¿efectos esperables?

Ayer, la escuela hubo de ser introducida por la fuerza, mediante el mecanismo “disciplinario”... o si no, recordemos a Pinocho, que no puede más que aceptarlo, a costa de su rebeldía, para poder devenir “niño”. La infancia —en tanto período durante el cual se adolece— fue el objeto que la escuela ayudó a inventar y que le fue indispensable para poder ser. En cada época, sus integrantes se asociaron a anécdotas sociales vigentes, a recortes particulares sobre la producción simbólica; además, siempre tuvieron que enfrentar la pulsión, lo cual explica también algún nivel de esa variabilidad histórica. Sin pulsión, con control sobre el otro y sobre el sentido, ¿tendría la escuela la forma que tiene? ¿No debe la escuela su forma, al menos en parte, a la resistencia de la pulsión? Veamos algunos giros recientes, para ponderar su dependencia de la variabilidad histórica.
Recientemente, el dispositivo empezó a ser regulado mediante mecanismos como las acreditaciones públicas, las evaluaciones masivas de cara a estándares, los “proyectos de mejoramiento” formulados por las mismas instituciones educativas. Y, al mismo tiempo, nuevos síntomas aparecen: indiferencia, imposibilidad de cautivar la atención de los estudiantes, tribus sin ideales, adicción a los aparatos electrónicos, falta de respeto por los docentes... Desde luego, las antiguas perspectivas interpretativas sólo atinan a lamentar las nuevas épocas, a echar de menos los “viejos tiempos” (en los que las personas también se quejaban y también echaban de menos los “viejos tiempos”...). Y, en consecuencia, afinan sus instrumentos o ceden—decepcionados— sus armas ante la arrolladora evidencia de los “nuevos tiempos”.
Veamos cuatro aspectos que son fundamento de la escuela y que hoy se descomponen ante nuestros ojos: la tradición, la información, el cuerpo y la ley.

4.1 La tradición

Si la escuela participaba de la conservación de una tradición, habría que pensar en una época en la que las personas se debían a la creencia en una tradición, en un Otro de la cultura, un referente. Pero hoy, el anunciado fin de la historia, la advertida caída de los meta-relatos, la cacareada disolución de las ideologías… no son más que nombres de la erosión constante que sufre dicho referente. Los saberes relativos a lo social y a lo humano se encargaron de decir que todo es histórico, convencional, variable, caprichoso. Y un cinismo, amparado en la ciencia, se encargó de legitimarlo. No hay inscripción del niño en algún lugar, sino la moda pasajera, la falta de sentido, la obsolescencia de los objetos (los aparatos pierden vigencia entre el momento de la compra y el momento del desempaque).
No se quiere tener una tradición. Es muy difícil poner al niño en relación con una tradición. No aparece la exigencia de hacer propio ese Otro de las referencias culturales, de hacerse ahí con él, pues un dispositivo electrónico, cada vez más pequeño, con una memoria cada vez más grande, podrá ser conectado al cuerpo(13) y, entonces, tomaremos de esa manera particular de ser hoy la cultura aquello que nos sirva, lo que “nos dé la gana”. A la manera de las películas —Matrix, por ejemplo—, lo que se necesite en un momento de trance, llegará a la manera de un software que se instalará velozmente; así, potencialmente lo sabríamos todo. No se trata de un amarre a la cultura que permite asumir de ciertas maneras las eventualidades de la existencia, sino de un programa a-histórico, eficiente. Más que de educación, se trata de inoculación. No habría currículo, sino diseño de software. No se necesitaría maestro, sino ingeniero. No se requeriría aprender, sino funcionar.
Se nota que la escuela asume tales parámetros,
· Cuando se pregunta con temor por la “actualidad” de los datos que divulga, por la apariencia atractiva de su presentación.
· Y cuando se avergüenza de mostrarse referida a una tradición, y entonces huye de las acusaciones de “tradicionalista” y de “academicista”, y busca —como dice Orlando Ayala(14), Vicepresidente senior de mercados emergentes de Microsoft— personas alfabetizadas en lo digital, exitosas en el mercado y articuladas a la competencia global.
Pero, con ello, la escuela no hace más que proseguir esa corriente que desmorona su propia razón de ser. Ahora bien, esto no es“malo”, sencillamente es distinto.

4.2 La información

Si la escuela tenía el papel de informar, habría que pensar en una época en la que más o menos detentaba un monopolio sobre la información o, al menos, sobre la posibilidad de su interpretación. La escuela se veía como una fuente de datos: no sin razón, pues lo que ella no informaba, en muchos casos no podía aparecer a través de otras fuentes. Pero hoy, las publicitadas ventajas de las tecnologías de la información y la comunicación, han hecho desaparecer prácticamente ese supuesto papel de la escuela. ¿Cómo podría el maestro transmitir algo, si justamente nos vanagloriamos de vivir la época de la información, de su cada vez más veloz transmisión? Si de eso se trata, no hay como Internet, como los soportes multimediales, como la televisión, como el cable, como la TV digital programable. De ahí que los libros empiecen a ser vistos despectivamente ante el ahorro de tiempo que significaría la obtención virtual de información. No obstante, la velocidad de procesamiento cognitivo no ha disminuido en función inversa al aumento de la velocidad a la que fluye la información; ni la dificultad cognitiva ha disminuido en función directa a la reducción del costo del trámite. Como dice Chomsky, “Las propiedades fundamentales de nuestra inteligencia son muy antiguas. Si tomáramos a un hombre que vivió 20 mil años atrás y lo colocáramos desde su nacimiento en la sociedad actual, aprendería lo mismo que todos los demás, y sería un genio o un idiota, o lo que sea, pero no diferiría en lo esencial”[Chomsky y Foucault, 1971:48].
El “Gran Hermano” Google promete que ahí está todo, que basta con teclear unas palabras y ¡ya!, sin que debamos vincularnos con la cultura, depender de unos referentes, aprender algo... y luego nos desconectamos, navegamos por otras referencias, buscamos quién está chateando y nos diluimos en la triste satisfacción de estar solos en presencia virtual de otros, sin poder cuestionarse, pues no está de moda pensar. Y si el dato que acabamos de encontrar se necesitare de nuevo (pues su destino es el olvido), sólo hay que volverse a conectar (además, el motor de búsqueda guarda tus rastreos y puede recordártelos).
Ahora bien, ¿puede estar toda la información en Internet? Ni siquiera si el conocimiento se redujera a la información, podríamos afirmarlo, pues existen modalidades de la información vedadas al “público”: información clasificada, patentes, reservas del sumario, información censurada…
Es como la imprenta, que tuvo que ver con el acceso a la información, pero no de manera directa con la creación de conocimiento. Además, los instrumentos no vienen simplemente a facilitar lo que hay, sino que tienen el efecto de transformar las condiciones mismas en las cuales se definen los problemas: la imprenta no democratizó el acceso a la información, sino que cambió la cultura. Así, podemos decir que Internet cambió la cultura: hoy se habla —Z. Bauman, por ejemplo— de caos y sobreabundancia de información. Estamos en un momento en el que, como el conocimiento y el aprendizaje no pueden ser alterados en su especificidad por los aparatos y las fuentes de datos, nos dimos a la tarea de producir información en exceso para producir un semblante de saber.
De otro lado, ¿a quién informarle en la escuela? El estudiante llega informado, incluso puede llegar mejor informado que el profesor (sobre todo cuando éste hace dejación del saber, a favor de la satisfacción del cliente). No demanda los datos que el maestro podría dispensar, pues puede estar esperando una llamada por el celular, oyendo música en su iPod, mandando mensajes de texto a través de su teléfono celular, recibiendo correo electrónico, contemplando la imagen que bajó a la pantalla del blackberry, tomando fotos con su cámara digital... mientras el maestro habla del retículo endoplasmático.
Pero el sentido de la escuela era más el de una interfase entre la producción simbólica y la posibilidad de acceso a ella (distinto es que, en determinado momento, también fuera una importante dadora de información). Así vista, la función del maestro desbordaría la del corresponsal. De tal manera, cuando la escuela trata de competir en el nivel informativo, cuando trata de emular las fuentes informativas hoy disponibles y se desdibuja como interfase... no hace más que proseguir esa corriente que desmorona su propia razón de ser.

4.3 El cuerpo

La escuela dispuso de una cierta docilidad del cuerpo, y también buscó producirla. En otro momento, los síntomas de los niños parecían afectar principalmente el asunto del aprendizaje y, apropiada de su papel, la escuela trataba de poner remedio dentro de su propio campo. No quiere decir que lo hacía bien, sino que lo hacía de cierta manera, bajo ciertos supuestos. Pero tal vez hoy esté desapareciendo el adolescente: el que adolece de algo que justamente la escuela le daría. Y, en su lugar, lo que se produce es un efecto sobre el cuerpo: un cuerpo des-regularizado. Para ello, la época tiene nombres rimbombantes, como el TDAH. El discurso que se sirve de la ciega producción científica intenta acotar la angustia con palabras así. Se trata del viejo nominalismo: poseer el nombre garantiza la posesión de la cosa. Peor aún: se trata del viejo animismo: poseer el nombre del enemigo ya es avanzar en dirección a su derrota: al nombre, al diagnóstico, le sigue el tratamiento, es decir, la química, bajo el supuesto de que el sujeto es una caña —decía Pascal—, un soporte material por el que fluyen líquidos, ondas electromagnéticas, haces de electrones... en fin, una cosa perfectamente descrita cuyo detritus es la conciencia(15).
El diagnóstico no arregla nada, por supuesto, pero todos quedan contentos porque sienten que hicieron algo(16): los maestros detectaron el “problema” y lo informaron oportunamente; las autoridades escolares, a su vez, lo transmitieron a los padres; y éstos acudieron al sacerdote de la nueva religión: el psiquiatra, quien sostiene un sello en su mano, mientras escucha impaciente —no más de diez minutos— a los desconsolados acudientes; entonces pone punto final a la queja tantas veces escuchada, conocida de memoria, estampando en un papel, que ya tiene firma y fecha, el sello: Ritalina(17).
La escuela se siente autorizada para derivar hacia otros especialistas, pues esos asuntos ya no parecen de su competencia… aunque esa constante remisión cause el aumento del gasto, con lo que se tiende a reenviarle otra vez el caso y, por eso, no es de extrañar que el maestro o el prefecto de disciplina sea quien dispense píldoras a la entrada del colegio (es la exclusión interna de la que habla Lacan). Además es una manera de quedar en paz con la sociedad, pues ese discurso cientificista viene acompañado de unos estudios delirantes —por decir lo menos—, según los cuales los niños hiperactivos tienen más posibilidades de tener “problemas de conducta” en la adolescencia, es decir: de convertirse en malhechores. De manera que, si no les damos la droga, seremos responsables de la delincuencia del mañana: más del 75% de las recetas de MFD son extendidas a niños (cuatro veces más a los varones)(18). El “fracaso escolar”continúa, pero ahora todos cuentan con una coartada: se ha hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, pues, si no puede la ciencia, si no puede la química actuar frente a cuerpos químicos, ¿entonces quién?
Del niño angelical, inocente, ignorante, que debía ser formado e informado por la escuela... pasamos a un cuerpo marcado con el mal desde los genes (¿recuerdan ese tío que le gustaba beber tanto?...), que debe ser tratado por la medicina. Fármaco-dependiente desde niño, pues la misma escuela crea esa categoría. Y muchos de ellos se sienten orgullosos de estar ya en ese nivel, mientras los otros tienen que ser tratados como ángeles, como tabula rasa (o sea que el procedimiento sí funciona, pero por un camino imprevisto, por lo cual no puede prever los efectos).
Pero, ¿y si el cuerpo no es un conjunto de órganos, sino un malentendido? En los albores del psicoanálisis, Freud y Breuer [1895] tomaron los síntomas corporales de las histéricas como mensajes enigmáticos, a los cuales buscaron una causalidad psíquica, más allá de la disfunción química. Por su parte, Lacan [1949] entendió que la percepción que el niño logra de su cuerpo en realidad le viene de una imagen virtual, invertida, a la cual se aliena; así producido, el cuerpo siempre estará en déficit. La imagen del cuerpo —que no el cuerpo— regula el goce des-localizado del niño: su cuerpo fragmentado todavía no ha logrado una“unidad” que sí tiene la imagen; no se trata, entonces, de una realidad percibida, conocida o habitada. El cuerpo es un objeto de goce (del niño y del otro) y toma el valor de la significación que el otro introduce [Ramírez, 2006]. La regulación del cuerpo, que hoy parece faltar en la “hiperactividad”,es un asunto de falta de ley, o sea —en sentido psicoanalítico—, falta de límite (no de cantaleta), exceso de pulsión y defecto de deseo, de aquello a lo que alude Freud en su remembranza a propósito de la psicología del colegial [1914]. En lugar de esos niños temerosos y respetuosos del adulto —porque había una expectativa, según decíamos— hoy la imagen es la de alguien que no para, que no se concentra, que se aburre, que experimenta yendo más allá.

4.4 La ley

El diagnóstico de hiperactividad señala nada menos que a lo más consustancial al ser del niño: su actividad, la medida de su vitalidad. Esto siempre había sido evidente: los niños son “inquietos”,decíamos. Pero esa palabra no era un diagnóstico, no era un alias con el cual identificarse... al menos por mucho tiempo, pues se sabía que esa característica cedería poco a poco. Hoy, en cambio, se presiente que no cederá y, entonces, se busca normalizar la conducta. Ya no hay el camino de cada uno, su propia regulación en interacción con el otro, sino una actividad“universal”, igual para todos (de ahí tal vez el prefijo ‘hiper-’: por encima de... la norma). Pero el “para-todos” es mortífero, independientemente de los propósitos con los que se lo trate de implementar. No da cabida a cada caso y, en consecuencia, no produce la regulación (el hallazgo que cada uno puede hacer de un deseo), sino la reacción, el enfrentamiento, la trasgresión.
Tenemos, entonces, muchachos que no adolecen, en términos informativos (es la percepción de ciertos investigadores de que se está acabando la ‘infancia’)… pero que adolecen de límite, con lo cual se registra no una caída de la infancia, sino una prolongación indefinida de la misma.
En El malestar en la cultura, Freud hablaba de esto de una manera desprovista de cualquier tinte moralista o idealizador: al consentimiento y a la severidad excesivos los llama “métodos patógenos de educación”. En ambos casos, se trata de la ilusión de hacer mejor las cosas: el consentimiento, que no podría sino favorecer al otro, pues ya portaría en sí el supuesto rasgo positivo que tendríamos que sentir ante lo que vaya antecedido de un propósito “por amor”; y el castigo y la reprimenda, que no podrían sino arreglar los problemas causados por la falta de severidad en la crianza. Pues bien, tal percepción se da por desconocimiento de la economía del psiquismo humano: el tratamiento blando e indulgente, dice Freud [1929:126], “ocasionará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro. Y el tratamiento agresivo, sin amor, no produce tensión entre el yo y el superyó y toda su agresión puede dirigirse hacia afuera”. Y en lugar de asumirlo como un desafío en el que de todas maneras es forzoso perder algo —entre Escila y Caribdis—, le pedimos a la ciencia el todo del conocimiento, la salida segura, la respuesta que obture la pregunta. Esa función cumple gran parte de la investigación en educación: un uso degradado de la razón [Morin, 1982:300-301].
Así, ante la imposibilidad de que algo de la regulación del vínculo con el otro se construya en el ámbito escolar, ante la imposibilidad de que una instancia Otra trascienda las relaciones entre estudiantes y maestros, entre estudiantes y directivas, entre estudiantes, entonces aparece el contrato: el “Manual de convivencia” que padres y estudiantes firman ante la institución al comenzar un año lectivo; los compromisos que el estudiante firma, que incluso redacta de su puño y letra, cada que tiene un problema en la escuela. O sea, un intento de darle un estatuto simbólico —un referente común, por encima de los hablantes— a lo que sólo tiene un estatuto imaginario [Miller, 1998]: yo firmo ante mi semejante, no ante la sociedad. No parece que hubiera otra solución que obrar con la lógica del contrato... incluso, en esta época, esa lógica parece “más democrática”, de manera que no tiene inconveniente en llamar “autoritarias” a otras lógicas. Hoy nos parece extraña la anécdota de la que se sirve Freud para hablar de la psicología del colegial… Pero tal vez sería más extraño para los de aquella época pensar que su relación con el saber habría de tasarse mediante un contrato.
Y como el contrato especifica con claridad lo que se debe hacer —o, si no, hay que hacerle un otrosí— entonces prohíbe lo que no esté estipulado expresamente, y no obliga sino en relación con lo firmado. Es decir, una manera de ordenar las cosas que no abre posibilidades, que no permite al sujeto encontrar un lugar más allá de lo imaginario, hacerse a un deseo… a diferencia de la ley, que estipula un camino, que permite inventar. El contrato deja al sujeto plantado en la gramática que lo social tiene para todos: como el Otro de lo simbólico desfallece, toca hacerse uno a su medida a través del contrato (que, en principio, también es la manera de funcionamiento de los pequeños grupos de poder, como las pandillas que los estudiantes inventan en la escuela). En esto, la escuela se cree contemporánea, actualizada.

Coda

Nuevas anécdotas ocupan el lugar de esa extraña cosa que es ser un humano y, por tanto, habría que preguntarse si la vieja herida sangra por nuevos síntomas o si los viejos síntomas tienen nuevas causas. Pero, en apariencia, quien fracasa no es la escuela; contra el sentido de la expresión “fracaso escolar”, en la escuela se juzga que quien fracasa es el estudiante: supuestamente la escuela hace lo que puede, pone lo mejor de sí, pero esos niños obtienen malos resultados, no quieren prestar atención o, mejor, no pueden, porque no se han tomado la Ritalina, porque tienen antecedentes genéticos, etc. La escuela, en tanto institución, se muestra salvaguardada... bajo los efectos de la erosión, sí, pero salvaguardada. Cuando desaparezca, no habrá quien recuerde que ella misma hizo de su imposible una impotencia, equivocando la modalidad… con seguridad habrá un Decreto de un Gobierno de dudosa marca —como toda instancia que hoy se pretenda colocar en un lugar Otro— que nos exima de entender, de asumir nuestra responsabilidad en el asunto.
La escuela pretende hacer frente a la “crisis” pero, de un lado, se trata de algo estructural, de manera que al verlo como crisis, la escuela no avanza en su propia comprensión; y, de otro lado, las soluciones que inventa para los “nuevos problemas” no hace más que exacerbar los asuntos de los que se queja. Así, por ejemplo, cada vez separa más los ritmos de aprendizaje: los normales y los anormales, los inteligentes y los burros, los competentes y los incompetentes, los que necesitan tratamiento psiquiátrico y los que sólo van al psicólogo.
Bajo estas consideraciones, ¿podría la escuela escapar —en una especie de extraterritorialidad social— a la manera de proceder que parece imponerse? Sabemos, porque así lo ha hecho históricamente, que podría dirigirse al saber de una manera que mostrara un camino, responder como lugar de acogida del real de cada niño [Ramírez, 2006], situarse como Otro (es la imagen del Freud estudiante)… pero la vemos sucumbir ante la tentación de corear con otros la cesación de la tradición, de intentar competir con los medios de información, de remitir al especialista el cuerpo des-regularizado y, en consecuencia, de recurrir a la lógica del contrato.
Notas
1. Así como también la escuela parece haber nacido “reformada”, necesitada de “innovación”, llamada a no ser“tradicionalista”, etc… hay una incomodidad permanente frente a ella.
2. Es el tipo de acuerdo al que se refiere Gustave Flaubert, en su Diccionario de lugares comunes[1851], cuando en uno de los epígrafes cita las Máximas de Chamfort en donde dice: “Parece cierto que toda idea pública, toda convención recibida, es una tontería, porque la hace suya un número elevadísimo de personas”.
3. Pues otra propiedad de ese consenso es la ausencia de historia.
4. Para entender este fenómeno, en muchos casos se hace necesario concebir, del lado del estudiante, una philiahacia su maestro.
5. El Metilfenidato que hoy se receta a los niños diagnosticados de TDAH se sintetizó buscando menos efectos colaterales neurovegetativos (vasopresores y broncodilatadores) y menos reacciones adversas (supresión del apetito e insomnio) que la anfetamina. Como se ve, no se trata de eliminar tales efectos —se habla como si fuera imposible— sino de hacerlos menos adversos. Información disponible en la siguiente página web, consultada en septiembre de 2009: http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a682188-es.html.
6. Piénsese, por ejemplo, en el caso de los virus informáticos, que aparecieron casi al mismo tiempo que el computador, y no dan muestras de querer desaparecer… Pues bien, ¿acaso no son producidos por aquellos a quienes el invento supuestamente beneficiaba?
7. De la exposición «Juan Calzadilla: poética visiva y continua en el marco del festival mundial de la poesía». Salas expositivas de PDVSA. La Estancia. Caracas, junio de 2009.
8. Rainer Maria Rilke. Las elegías del Duino. http://www.letra2.s5.com/rilke1710.htm
9. Así como vemos que la ciencia promete un todo del conocimiento.
10. Un ejemplo: en 1964, Günther Gaus le pregunta a Hannah Arendt por la emancipación femenina. Ella, que había escrito sobre la desigualdad concreta (no en la norma) de la mujer [Arendt, 1933:87], responde que es anticuada, que le viene bien la diferencia de papeles entre hombres y mujeres, y que ese asunto a ella no la ha afectado. Y esta mujer, que fue apresada por la Gestapo, que estando en el exilio fue recluida en un “campo de internamiento” como enemiga judía de Francia, que huyó de prisión, que fue apátrida hasta que se nacionalizó en Estados Unidos… agrega en su respuesta lo siguiente: yo siempre he hecho lo que he querido [Arendt, 1964:19].
11. De ahí la magnífica ironía del cuento “Ajedrez infinito”, donde un personaje declara —contra toda evidencia— no haber sido vencido por la jugada de su adversario, en tanto puede demorar la respuesta hasta que las leyes o la idea del mundo no sean las mismas y él esté en capacidad de hacer una jugada salvadora [Fayad, 1995].
12. Como se ve, hablamos de dos tipos de valores: de un lado, los de la lógica modal, que acepta solamente cuatro: posible, imposible, contingente y necesario; y, de otro lado, algunos de los que resultan de torsiones que sufren los valores de la lógica modal cuando se intersecan con las posiciones subjetivas: la impotencia, el ideal, la fatalidad y el desconocimiento, respectivamente.
13. Ya hoy simulamos a esos futuros cyborgs instalando aparatos manos-libres.
14. Cfr. Entrevista: revista DineroNo. 346, de marzo de 2010, la cual anuncia en su portada: «Educación, urge un cambio».
15. En la época de Freud, la ciencia sostenía que el sueño eran restos de la acción consciente. Así mismo, hoy las neurociencias sostienen que el yo es lapsus de percepción de la actividad cognoscente del sistema nervioso central.
16. Como la danza de la lluvia, que “no ejerce ningún efecto sobre el clima de los días subsiguientes, pero quienes participan en el ritual creen que sí” [Dartmouth Brian Quinn, citado por Harari, 1996].
17. Ritalin®,Concerta®, Metadate®, Methylin®, son las marcas comerciales del metilfenidato (MFD), psicoestimulante sintetizado en 1944. Renombrado a raíz del diagnóstico de TDAH (años 90). http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a682188-es.html(consultado en julio de 2010).
18. Entre 1990 y 2005, la producción anual de MFD se multiplicó por diecisiete. Es el psicotrópico bajo fiscalización internacional con mayor distribución en el circuito legal. Los ingresos por medicamentos para el TDAH superan los 3.100 millones de dólares en USA... cifra superior al producto bruto interno anual de unos 50 países. http://www.articuloz.com/salud-y-ejercicio-articulos/la-ritalina-droga-del-control-272128.html(consultado en agosto de 2009).

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