martes, 26 de abril de 2016

Tercera conferencia

¿Se puede formar un espíritu científico?


Guillermo Bustamante Zamudio
Universidad Pedagógica Nacional

La luz del conocimiento proyecta sombras
Gastón Bachelard

Partimos de que hay “representación”, no de que todas las representaciones son iguales, y menos de la idea de que tienen los mismos derechos. Estamos estudiando el plano de la reflexión sobre el saber. Quien reclama su derecho a pensar como quiera, declara estar en otro plano. Para estar en el plano de la reflexión sobre el saber es forzoso perder algo… por ejemplo, derechos. Sólo hay deseo a pérdida. Cuando el sujeto busca no perder —e, incluso, cuando busca ganar—, podemos apostar que su relación con el asunto no es de deseo.

En principio, las representaciones constituyen una serie discontinua, desde lo concreto hasta lo abstracto, pasando por un punto intermedio. Ahora bien, en ese contexto, ‘concreto’ no es “tocar madera”, ni dar cuenta de algo mediante el dedo índice; ni lo abstracto es “andar en la Luna”, o aquello que carece de piso:

ü De un lado, lo concreto tiene que ver con la representación que cree estar atada a la experiencia a secas; es decir, lo concreto como experiencia en bruto (algo que no existe), como representación que se ufana de no interponer nada entre ella y la experiencia (cosa que tampoco existe). En verdad, a toda experiencia humana le adosamos una representación; además de que entre el sujeto y la experiencia siempre median las representaciones. Desde estos postulados, ya podemos ver la orientación de quienes promulgan una “investigación educativa” que no llevaría conceptos al terreno, sino que los tomaría de ahí. No sólo ambas cosas son imposibles, sino que encarnan dos errores que impiden conocer: que se puede prescindir a voluntad de la representación; y que en el terreno donde hacemos la experiencia hay categorías.
ü De otro lado, para Bachelard, lo abstracto tiene que ver con el ejercicio de la razón que prescinde paulatinamente de la supuesta realidad sensible y produce lo real, acorde con la razón, poniendo en entredicho las representaciones. O sea, algo muy distinto de la llamada “investigación educativa”, que sugiere, tanto buscar problemas en la realidad sensible, como valorar las representaciones: establecerlas, suscitarlas, acopiarlas, medirlas, promediarlas, dotarlas de sentido…

Una experiencia con el espacio, como la de un deportista o la de un conductor, suscita representaciones que les permitan a esas personas vincularse con sus prácticas y llevarlas a cabo de alguna manera. Eso es necesario (inevitable) y los involucrados lo consideran suficiente y legítimo. Pero, hay otros vínculos con el espacio, como los que nos proporciona la topología. Estos no necesitan ser buscados por quienes realizan las prácticas cotidianas (como hacer deporte o conducir), ni pueden esperarse de un realismo de las propiedades espaciales como el que esas dos experiencias proporcionan. El espacio sensible, aquel que aparece a la experiencia del deportista o del conductor, es sólo una posibilidad de los múltiples “espacios de configuración” matemática que construye la topología [p.7][1].

Como se ve, al hablar del saber —en tanto horizonte—, se requiere hacer diferenciaciones. Ahora bien, en esa perspectiva, las diferencias no son valoraciones. Decir que el hidrógeno tiene un protón y el helio dos, no es una valoración: no es “mejor” ni “más justo” tener más protones. Pero las representaciones sí se pueden caracterizar en posiciones distintas, en relación con el horizonte del saber. Un ejemplo: el hecho de que unos objetos floten y otros se hundan en el agua es explicado 1) en función del peso del cuerpo o 2) en función de la relación entre peso del cuerpo y peso del líquido que desaloja.

Ante estas dos ideas, ▪ si estuviéramos considerando derechos, podría decirse que, quienes las plantean, tienen derecho a hacerlo; ▪ si habláramos de experiencia, concedamos que la primera idea está más marcada por la experiencia; ▪ y si nos interesara la relación vital del sujeto con el asunto, podríamos resignarnos a la idea de que el primero está ligado “más vitalmente” a su aserto que el segundo... Supongamos todo eso. Pero, si hablamos de saber, la idea 1) es falsa; si hablamos de saber, ambas ideas no tienen el mismo nivel de argumentación, no tienen la misma capacidad de resistir a la objeción, no podrían diseñar idénticas maneras de probar sus asertos.

Con todo, insistamos en que no es obligación ver todo desde la perspectiva del saber; por eso aclaramos que esto se cumple cuando nos disponemos a poner el saber en el horizonte de nuestra acción, al menos por un tiempo (como cuando nos matriculamos en una universidad y nos toca hacer una investigación para graduarnos).

Y, bueno, el maestro operaría entre estos dos tipos de ideas: de un lado —de su lado— tendría las ideas propias del saber (matemáticas, historia, física, geografía, química, filosofía, biología, etc.) y, de otro lado, tiene las representaciones de sus estudiantes, las que circulan en la sociedad. Esto es lo que se supone... y, por eso, se pide un título universitario para ejercer la profesión docente; por eso, no cualquiera es profesor de álgebra. En tal caso, la relación del maestro con el saber se establecería con base en criterios dentro del marco mismo del saber (modo inmanente). Pero la relación del maestro con el saber podría buscarse con base en criterios por fuera del saber (modo trascendente); como, por ejemplo, cuando tasa su tarea con arreglo a la idea de derecho (sea en relación con los estudiantes y/o consigo mismo). Pues bien, ese maestro podría cobrar en el Ministerio de Justicia, no se entiende bien por qué lo hace en el de Educación; y eso vale también para los funcionarios del MEN, que ahora hablan, por ejemplo, de “derechos básicos de aprendizaje”.

Las perspectivas trascendentes, como la de los derechos, llevan a validar —a igualar— toda representación; de ahí asuntos como: ▪ la promoción automática, ▪ el llamado a tener en cuenta todos los factores para que, al final, nadie se raje en la evaluación, ▪ la consulta a la comunidad educativa para tomar cualquier decisión, ▪ la evaluación de los docentes por parte de los estudiantes, ▪ las continuas decisiones sobre educación que se toman en los estrados judiciales... etcétera.

No negamos que la inmensa mayoría de los tópicos sociales se juega por fuera del saber, cosa absolutamente legítima. Pero trasladar esa perspectiva a un ámbito donde funciona la lógica de saber, no es legítimo y, para empeorar las cosas, elimina la posibilidad de saber.

Cuando se tasa la tarea del maestro con arreglo al saber mismo, a diferencia de la forma trascendente —que iguala las representaciones, según vimos—, la forma inmanente las diferencia y, en consecuencia, considera que, de cara al saber, algunas no son válidas. Sin embargo, si bien desde esta perspectiva podemos considerar inválidas algunas representaciones, lo propio del espacio escolar no es sencillamente invalidarlas; ese espacio no sólo se ocuparía del saber, sino también de los estudiantes, que, de un lado, son portadores de las representaciones (que, como hemos dicho, los ligan legítimamente a las prácticas sociales); y que, de otro lado, podrían ser portadores del saber (es la apuesta que hacemos).

Cercano a esto, Bachelard —ubicado en la posición inmanente— habla de un psicoanálisis del conocimiento objetivo, fundable a partir del discernimiento de los obstáculos epistemológicos [p.22]. Es decir, no busca una historia del saber, ni una teoría del conocimiento en relación con lo sabido, sino que investiga sobre los obstáculos que todos esgrimimos ante el saber.

Cuando hablamos del saber, tampoco es válido el expediente que dice: “funciona para mí”. Que a uno le funcionen las cosas no es un indicativo de que las conozca.

Como a toda práctica —según dijimos— le corresponde una representación, se presume que, por el hecho de funcionar y por el hecho de pensarla de alguna manera, entonces lo que se cree es necesariamente una explicación de lo que se hace y que, si no fuera así, no funcionaría. En efecto, las prácticas sociales funcionan por acciones que nosotros mismos desencadenamos, pero eso no forzosamente tiene vínculo con lo que pensemos sobre nuestra relación con dichas prácticas. Si llueve después de la danza de la lluvia, ¿acaso quiere decir que hay una relación entre la lluvia y la danza?; indudablemente, hay un vínculo cultural que incluye ese ritual y una serie de posturas frente a él, y de implicaciones sociales por el hecho de llevarlo a cabo... pero hacer llover no es así de fácil.

Con nuestros actos, damos lugar a que lo social funcione. Además, tenemos representaciones de ello. Pero se necesitan la economía, la sociología, la historia, la antropología… para entender la sociedad, pues las creencias que todos agenciamos en la vida cotidiana no necesariamente tienen relación con las razones por las cuales la vida social funciona; tienen relación, sí, pero con nuestra inserción en la sociedad, no con su comprensión. Legítimas para vivir, para justificar. Pero, de un lado, ilegítimas para explicar; y, de otro, funcionales para la reproducción de las prácticas respectivas. Confundimos una idea útil con una idea clara, dice Bachelard [p.17].

De igual forma, hacemos que las entidades educativas funcionen... pero, ¿sabemos cómo funcionan? Indudablemente, nos representamos nuestra relación con la educación; pero eso no quiere decir que tales representaciones sean comprensiones de la vida educativa (en muchos casos, la llamada “investigación educativa” es parte de este tipo de representaciones y las reproduce). Si la representación coincidiera con la comprensión, ¡no se necesitaría la ciencia!, decía Marx, pues quienes están en contacto práctico con los distintos objetos posibles de la ciencia ya conocerían de antemano lo que ésta podría decir, toda vez que indefectiblemente se representan lo que hacen (algunas modalidades de la llamada “investigación educativa” le otorgan a la población investigada el poder de determinar algunos aspectos de la investigación misma; con lo que declaran equivocadamente que, al menos parte del saber, estaría en la representación). Si uno reconoce el papel de la ciencia, reconoce que la representación cumple algún papel, pero que éste no es el de conocer.

Como hemos dicho, no es lo mismo hablar de las representaciones con el telón de fondo de las relaciones entre sujetos, que con el telón de fondo del saber: en el primer caso, toda representación es legítima —digamos—; en el segundo, puede ser falsa o verdadera (atención: cuando cambiamos de horizonte, cambian los juicios posibles sobre los enunciados). Es comprensible que un siervo de la gleba piense que entrega nueve décimos de su producto para agradar a Dios; pero esa representación no explica el modo de producción feudal; más bien, lo hace funcionar, lo eterniza… mientras le da sentido a la vida del sujeto.

En el caso de la educación, tenemos otro ingrediente: con el telón de fondo de las relaciones entre sujetos, la educación tramita las representaciones, pero a propósito del saber. O sea, la educación no tiene por asunto central ▪ ni la legitimidad de las relaciones sociales (aunque se mueva a esa escala y produzca efectos de esa naturaleza); ▪ ni la verdad lógica del saber per se (aunque su instrumento de trabajo sea el saber). Más bien, la educación tendría por asunto el saber en su lógica, sí, pero en el marco de la relación pedagógica (una combinación singular de las dos especificidades anteriores): “dar y sobre todo mantener un interés vital en la investigación desinteresada” [p.12].

Claro que podemos investigar sin hacer las salvedades de rigor, considerando, por ejemplo, la legitimidad social de las relaciones como aquello de lo que se ocupa la educación (iluminados, tal vez, por posturas políticas plausibles). Esta es la modalidad de trabajo dominante en la “investigación educativa”. En esa dirección, el investigador se propone ‘liberar’, ‘otorgar la palabra’, ‘hacer justicia’, ‘democratizar, ‘dar sentido’, ‘recuperar la memoria’, ‘promover valores’ etc. Para ello, quizá se recurra al estudio de las representaciones o los imaginarios, como los llaman; y, como señalábamos más atrás, seguramente se pretenderá no llevar conceptos al trabajo investigativo, sino tomarlos de los enunciados de la comunidad (entrevistada, encuestada, conminada a hacer su autobiografía, a “expresarse libremente”, etc.). En tal caso, el propósito realmente no es conocer, pues lo que había que saber, ya se sabe (o, al menos, se cree saber) y alimenta el propósito de decidir... que se logre o no, es otra cosa; pero, en todo caso, hay toda una comunidad dispuesta a dar testimonio de que la danza de la lluvia sí hace llover. Además, los partidarios de esta modalidad suelen argüir que hacen investigación “cualitativa” (sin dar cuenta del isomorfismo entre especificidad del objeto y metodología) y que eso dizque se opone a otra modalidad, que llaman “cuantitativa” (sin entender que la cantidad es una cualidad).

Pero también se puede investigar haciendo las salvedades de rigor, es decir, a sabiendas de que la educación es un asunto social, pero que no se agota en lo social, y que le compete el saber, pero en un ámbito específico que implica recontextualizarlo. En tal sentido, esta investigación considera importante la consistencia del saber y no obra en contra suya (lo requiere y, con su trabajo, lo hace consistir). Por lo tanto, tiene que haber conceptos, que no se negocian con la población, toda vez que ésta no está definida por el saber, sino por su participación en la sociedad y por la construcción de sendas representaciones que cumplen un papel en la reproducción de tal sociedad. Es el caso de las investigaciones que pueden desagregar, en el fenómeno educativo, algo de su objeto abstracto-formal. Lo desagregan con los conceptos, pues el objeto abstracto-formal no está dado a la experiencia sensible. Atención: estas pesquisas no se llaman “investigación educativa”, ni oponen lo cualitativo a lo cuantitativo; no se denominan por el tema, sino por la disciplina a la que pertenecen; son investigaciones sociológicas, o antropológicas, o históricas, etc. que han escudriñado en el ámbito educativo, habida cuenta de que su objeto aparece también en otros contextos. Acá el propósito es conocer, lo que implica un reconocimiento de no-saber. No se busca “aportar” a la educación, pero no por tacañería, sino porque se está advertido de que el vínculo entre saber y acción no es inmediato; si el conocimiento así producido le sirve a la educación, no será por un propósito incluido en los objetivos de la investigación, sino por un efecto posible, en la medida en que actores educativos estén a la altura de ese saber y hagan los puentes de rigor hacia sus prácticas. Así, podemos ver el estatuto de la exigencia de “aplicación” que en muchos casos se hace a las “investigaciones educativas”. Y bien, no otro es el procedimiento del MEN con sus evaluaciones masivas: monta su autoritarismo en la creencia de que habría una concomitancia entre sus “investigaciones” y las acciones educativas.

Entonces, desde la postura inmanente, las investigaciones pueden tener como objeto, por ejemplo, el vínculo entre lo social y el asunto mismo de la escuela; o temas relacionados con la manera como se producen efectos sociales, mientras se apunta al saber; o las modalidades que adopta la regulación social cuando del ámbito educativo se trata.

En este marco, Bachelard propone una investigación que se pregunta por la manera como un sujeto pasa de la descripción (el cómo) a la formalización (el porqué lógico); la manera como pasa de lo geométrico (más o menos visual) a la abstracción (no representable visualmente). En consecuencia, una investigación hecha desde el saber, pero que no aplica al saber propiamente, sino a la relación con él, a las orientaciones subjetivas que hacen posible o imposible esa relación, pues —como dice él— todos tenemos “zonas oscuras” y en el hombre nuevo hay vestigios del hombre viejo.

Esto se relaciona estrechamente con la educación pues, como maestros (al menos en el papel), no reconstruimos la historia del saber, sino que intentamos conducir por “el camino psicológico normal del pensamiento científico” [p.10], contando con que la abstracción, inspirada en las objeciones de la razón, es difícil y desigual, y con que los primeros intentos son insuficientes y los primeros esquemas son pesados [p.9].

Más allá de cualquier correspondencia histórica[2], Bachelard habla de tres estados, cada uno portador de sendos intereses, que constituyen la base afectiva de las modalidades de resistencia al saber:

1)    Estado concreto: el espíritu se apega a las primeras imágenes del fenómeno [p.11]. Su experiencia es tautológica, no está compuesta, sino que yuxtapone observaciones [p.13]; por eso, no puede ser verificada. Le está asociado el interés del alma pueril o mundana, “animada por la curiosidad ingenua, llena de asombro ante el menor fenómeno instrumentado [...] pasiva hasta en la dicha de pensar” [p.12].
2)    Estado concreto-abstracto: agrega esquemas abstractos, pero los apuntala en una intuición sensible [p.11]. Le está asociado el interés del alma profesoral, “orgullosa de su dogmatismo, fija en su primera abstracción, apoyada toda la vida en los éxitos escolares de su juventud, repitiendo cada año su saber, imponiendo sus demostraciones, entregada al interés deductivo, sostén tan cómodo de la autoridad” [p.12].
3)    Estado abstracto: substrae la información de la intuición, la desliga de la experiencia inmediata; polemiza con la realidad básica [p.11]; organiza teóricamente la experiencia (en una perspectiva de errores rectificados [p.13], más allá de las condiciones ordinarias de la observación [p.14]). Sus hipótesis, en tanto poseen un destino espiritual, suscitan contradicción y sus experiencias rectifican errores [p.13]. Sus verdades son piezas de un sistema general, sus experiencias están vinculadas a un método general de experimentación [p.14]. La paciencia científica, como mantiene un interés vital en la investigación desinteresada, es vida espiritual; sin ese interés, sería sufrimiento. Le está asociado el interés del alma en trance de abstraer y de quintaesenciar, “conciencia científica dolorosa, librada a los intereses inductivos siempre imperfectos, jugando el peligroso juego del pensamiento sin soporte experimental estable; trastornada a cada instante por las objeciones de la razón, poniendo incesantemente en duda un derecho particular a la abstracción” [p.12].



El tránsito por estos estados no es por evolución, progreso, maduración o sublimación de aspiraciones “comunes”. Psicoanalizar el interés es cambiar el régimen de satisfacción: anular el utilitarismo (en relación con lo “real”, lo “natural”, la representación) y dar lugar al placer de descubrir la verdad (lugar de lo artificial, lo humano, la abstracción, respectivamente) [p.13]. Eso permite ir del desorden (no en tanto orden desconocido, sino como error) al orden probado [p.8], como verdad, no sólo como concordancia de esquemas y cosas [p.13]. Esto exige estar en guardia contra los conocimientos familiares y las verdades de escuela, incluyendo la incredulidad sistemática (el famoso “espíritu crítico” del que se habla en la escuela), que tributa al escepticismo general, no al crecimiento del saber.

Cuando Bachelard dice que el conocimiento científico salva obstáculos, podría pensarse en factores externos, como la debilidad de los sentidos o del entendimiento —a la manera de Descartes en las Meditaciones— o en la fugacidad o la complejidad de los fenómenos... Pero, en realidad, este tipo de dificultad no instaura obstáculos. Los verdaderos obstáculos son epistemológicos: están en el espíritu mismo, son las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, relacionadas con tópicos como el entorpecimiento, la confusión, el estancamiento, el retroceso...

Si esto es así, conocemos contra conocimientos anteriores, mal adquiridos, y encontramos la verdad por arrepentimiento intelectual [p.15]. Panorama distinto al de la monserga escolar, según la cual aprendemos basados en los conocimientos anteriores. Por eso, entre otras, las investigaciones “suman” en Colciencias.
No partimos de cero para conocer. Tenemos “opiniones”, conocimientos usuales. Y ellos, en tanto son versiones de necesidades, obstaculizan el conocimiento (que es carente de interés, como hemos visto). No hay conocimiento vulgar que sea provisorio (se puede quedar ahí toda la vida), ni que sea una parte del conocimiento que viene (como si pudiéramos obtener conocimiento científico sumando conocimientos vulgares; o inteligibilidad, sumando sensibilidades). El espíritu científico no admite opiniones sobre cuestiones que no comprendemos. Lo que cree saberse impide saber. Y este no es un estado que se cure con el tiempo: el conocimiento no forzosamente se incrementa con los años. Nuestra edad cognitiva tiene que ver con la edad de nuestros prejuicios. Al acceder al pensamiento abstracto, Bachelard habla, más bien, de un rejuvenecimiento espiritual.

Cada estado cognitivo tiene sus propios problemas. No es que no tenga preguntas o que esté inactivo. Pero, en todo caso, las preguntas que vienen del conocimiento usual no permiten el conocimiento científico [p.16]. Un mismo enunciado podría hallarse en dos estados cognitivos, pero, en todo caso, cada vez se legitima mediante razones distintas. En los formatos para la investigación en la escuela aparece generalmente un ítem que es la ‘pregunta’. Pero no es el tono interrogativo de un enunciado lo que nos pondrá en posibilidad de conocer.

Como la idea de obstáculos epistemológicos en Bachelard incluye lo subjetivo —no exactamente la dimensión singular de los sujetos— es forzoso entender, no qué sería bueno para los sujetos, según alguien que esgrime los buenos propósitos, sino cómo se las arreglan para estar cómodos con el saber. Por eso, desde esta perspectiva, puede afirmarse que preferimos lo que confirma nuestro saber, las respuestas (pues eso nos produce satisfacción), y no lo que contradice nuestro saber, las preguntas que conmueven una creencia (pues eso no nos produce satisfacción). Por todo esto, habría que retomar la idea de que la educación no es dar al que necesita, sino hacerle sentir la necesidad al que no necesita. Por eso, parece desenfocada la idea de que la educación debe responder al contexto o a las necesidades de los estudiantes, tanto como la idea de que la investigación debe responder al contexto o a las necesidades de la comunidad en la que la llevamos a cabo.

¡Cuántos diagnósticos de “problemas —o dificultades— de aprendizaje” no esconden una dificultad más bien del lado de la enseñanza! ¡Cuántas “investigaciones educativas” sobre temas que, en realidad, son síndromes y cuadros inventados para vender drogas, introducir nuevos “expertos” y difundir políticas!

Exigimos que los estudiantes quieran aprender, cuando la condición del espíritu es quedarse en el nivel de conocimiento que garantice su hacer y no incomode su satisfacción. El uso realza ideas que son lastres para el espíritu. ¿Y qué otra cosa hacemos, si no impedir el crecimiento espiritual? De hecho, los temas en la escuela y los temas de investigación son justamente los que están en “uso”, los que nos permiten hacernos una representación no problemática de nuestra relación con la acción educativa, con el espacio escolar.

Cuando encontramos una resistencia, nos escandalizamos, siendo que, por definición, los obstáculos epistemológicos se resisten. Algunos usos de las imágenes en el aula (PowerPoint, por ejemplo), algunas investigaciones llenas de gráficas (Excel, por ejemplo)... tienen garantizado un público necesitado de alimentar el alma pueril o mundana de la que nos habla Bachelard.

Lo más contundente —y que no vemos, pues aplica a nosotros mismos— es que la resistencia opuesta al saber se registra en nosotros, en cada uno de nosotros. Costumbres intelectuales, que fueron útiles y sanas, pueden trabar la investigación. Pero en nuestra tendencia a la comodidad del pensamiento que sea más fácil de manejar, seguimos por ese camino, incluso degradándolo [p.17]. Quien cree que la inteligencia se capitaliza es quien disfruta desde el alma profesoral. Pero saber no sirve automáticamente para saber, pues, en principio, aprendemos para no tener que aprender más, como dice Bruner. El espíritu del hombre no necesita cosas (como respuestas); lo que necesita son necesidades. Podríamos identificar esta idea de Bachelard con el deseo como lucha contra la propia inercia, a la altura de nuestra condición humana. Animado por el espíritu científico, el hombre desea saber, para interrogar mejor [p.19]. Todo esto justificaría hablar de refundar el sistema del saber [p.18].

El conocimiento empírico se marca con todos los caracteres de la sensibilidad. Mientras más sensibilidad, menos raciocinio. Y claro que hay ámbitos donde la sensibilidad es fundamental y el raciocinio suena impertinente. Pero la escuela no es ese ámbito. Incluso, temas en los que la sensibilidad es operante, como el arte, no entran a la escuela principalmente como disfrute, sino como algo a comprender. Decir esto no le gusta a muchos. Sobre todo a aquellos que quieren hacer de la escuela un lugar de disfrute, pero del disfrute del que son capaces los estudiantes… siendo que la escuela está hecha para que el disfrute unido al saber, que no lo pueden ni siquiera vislumbrar los estudiantes, sea una posibilidad real para ellos. Claro que quien no disfruta del saber, no puede transferir a otros esa compleja satisfacción.

Este punto ha sido crucial en la enseñanza de la literatura en la escuela, por ejemplo: ¿enseñamos el canon literario para que los estudiantes lo conozcan o para que lo disfruten?, ¿para qué analizar las obras si se trata es de disfrutarlas?, etc. Los que no tienen relación con el saber, por supuesto que les parece muy aburridor. Pero, en lugar de reconocer que no quieren saber, acusan a los que sí quieren de venir a dañar la fiesta. Y no quiere decir, insisto, que no se disfrute de la literatura, sino que intentamos ir un poco más allá.

Si está marcada por un concreto psicológico lleno de analogías, imágenes, metáforas, etc., una idea pierde su vector de abstracción [p.17].
Según Bachelard,

ü la ciencia no busca unificarse... pero la metodología de investigación para consumo escolar promueve los horizontes comunes, los sentidos colectivos, las metodologías abarcantes, los estudios inter-disciplinarios. Algo que se corresponde con lo que Bachelard llama el alma pueril o mundana.
ü Tampoco la ciencia suma fenómenos distintos, no persigue la sencillez o la economía de principios y métodos [p.18]... pero muchas de las investigaciones que se hacen en el ámbito educativo, al no tener herramientas de discriminación, al dejar lo que llaman “categorización” para una etapa posterior, no se enteran de que mezclan especificidades distintas; y claro que en los fenómenos las cosas están mezcladas (no hay agua pura en la naturaleza, siempre viene con una inmensa cantidad de minerales), pero justamente las categorías permiten desagregar lo que corresponde al objeto abstracto formal de la disciplina (oxígeno e hidrógeno, de acuerdo con el ejemplo).
ü El pensamiento abstracto no se priva de variar las condiciones de una experiencia bien determinada... pero la metodología enseñada en la escuela sugiere, o bien seguir los caminos que ya han comprobado su productividad (de aquello que se consume en esos ámbitos, se entiende); o bien seguir los caminos “que se quieran”, de acuerdo con los intereses personales; o sea, respectivamente, el modelo como obstáculo epistemológico (así dice Alain Badiou) y la renuncia a dejarse llevar por —y a sostener— la razón, a nombre de algo que suena bien, que es políticamente correcto, pero que nada tiene que ver con el pensamiento abstracto. Con el horizonte del pensamiento abstracto, el sujeto abandona sus “intereses personales” y espera una satisfacción al final, cuando contemple lo inteligible, hecho con sus propias manos. Es que ni siquiera en un deporte podría uno articular una simpleza como esa de una metodología en atención a los intereses personales. Sabemos que el interés personal es la repetición, contemplar lo mismo, en lugar de lo otro.
ü Y, finalmente, la ciencia dialectiza la experiencia, al punto de salir de la naturaleza y materializar cuerpos hipotéticos, sugeridos por el pensamiento inventivo [p.19]... asunto inalcanzable desde la perspectiva de los intereses que se promueve en ámbitos educativos, donde la transformación de lo que hay —como si hubiera certeza en relación con lo que hay— no nos permite producir lo posible con el saber. Seguimos en la idea de ciencia que des-cubre, según la cual hay cosas “escondidas” que es necesario sacar de su guarida (como cuando descubrimos una nueva especie de frailejón). Pero, desde Galileo para acá, tenemos una ciencia que realiza el pensamiento, como decíamos en la primera charla de este curso magistral. O sea, si una ecuación tiene dos resultados (uno positivo y otro negativo, como es el caso de la raíz cuadrada) y uno de ellos da cuenta de algo existente, pues la otra solución no es simplemente una curiosidad matemática; fue así como se postuló la existencia del positrón, que en ese momento parecía una necedad y hoy es de uso corriente en la “tomografía por emisión de positrones” usada en medicina, pues fue producido cinco años después en un acelerador de partículas.

Cuando la ciencia busca precisión, distinción, rectificación, diversificación, se aleja de la certidumbre y de la unidad; encuentra más obstáculos que impulsos en los sistemas homogéneos [p.19].

El interés a partir del concepto de obstáculo epistemológico no es el conjunto de las producciones (que sí podría ser interés del historiador de la ciencia [p.19]), sino una selección. Cuando interesa el esfuerzo de racionalidad y de construcción, toma los hechos como ideas, insertándolas en sistemas de pensamiento. Mientras que el historiador de la ciencia toma las ideas como hechos. Así, un hecho mal interpretado por una época es un indicador de obstáculo [p.20], mientras que para el historiador, sigue siendo un hecho. Como puede verse en estos ejemplos de Bachelard, no hay tal “saber pedagógico” propio del docente. ¿Cuál sería el estatuto de tal “saber” de cara a las dificultades propias del conocimiento? ¿Se quiere con esa idea caracterizar los procesos cognitivos o simplemente litigar por una de las principales víctimas del proceso de desvalorización de la educación, sin entrar a analizar si la víctima no es también victimario?

Desde el punto de vista de la “razón evolucionada”, como nuestro filósofo francés, el pensamiento revisa cada momento el pasado espiritual. Así, cuando nos asiste la buena voluntad de justicia social, no somos capaces de revisarnos, pues sólo somos capaces de revisar al enemigo.

La interpretación racional da un lugar a los hechos. El riesgo y la posibilidad de éxito están sobre el eje experiencia-racionalización [p.19]. Si interviene la razón, ésta dinamiza la investigación, sugiriendo una experiencia indirecta y fecunda.

La historia del pensamiento cobra valor de cara al obstáculo epistemológico. Así, no sólo importan los textos producidos, sino también las variaciones psicológicas en la interpretación. Que haya una misma designación parece ser lo que nos importa, cuando lo relevante desde el punto de vista del conocimiento son las perspectivas de aproximación. Así, frente a los conceptos científicos se dan síntesis psicológicas progresivas; para cada noción, hay una escala de conceptos que se vinculan (lo que en el libro anterior, pero que no alcanzamos a ver, se llama “perfil epistemológico”). El pensamiento es una dificultad vencida, un obstáculo superado.

Según Bachelard, el profesor no comprende que no se comprenda [p.20], hasta le resulta inaudito. Tampoco cambia de método, ni tiene sentido del fracaso (se cree un maestro); pasa de enseñar a mandar [p.21]. Esto ocurre porque, al esgrimir sus obstáculos pedagógicos, cree: ▪ que el espíritu comienza como una lección, ▪ que una cultura perezosa se rehace con amonestaciones, ▪ que puede hacerse comprender una demostración mediante repetición.

Pero, si el estudiante tiene conocimientos empíricos, el asunto no es adquirir algo que no tiene, sino cambiar su cultura, derribar los obstáculos amontonados por la vida cotidiana [p.21], aprender a satisfacerse con el saber. ¿Cómo hacer comprender el principio de Arquímedes, sin criticar y desorganizar las intuiciones básicas? ¿Cómo desorganizar las intuiciones básicas sin transformar la modalidad de satisfacción a la que tributan?

Situar la cultura científica (y, en general, todo esfuerzo educativo) requiere: ▪ psicoanalizar los errores (hacer catarsis intelectual y afectiva); ▪ conmover el saber estático mediante un conocimiento abierto y dinámico; ▪ dialectizar las variables experimentales; ▪ dar motivos a la razón para que evolucione [p.21].

Pero la cultura científica enfrenta una serie de obstáculos. Por ejemplo:

1) El obstáculo animista, rasgo característico del espíritu precientífico, supuestamente superado por la física del siglo XIX [p.24] aparece en la misma época en que va a ser superado. Las ideas de sustancia y de vida, concebidas de manera ingenua, introducen en las ciencias físicas valorizaciones que contradicen a los verdaderos valores del pensamiento científico [p.25].

2) La experiencia-observación básica, que se presenta con un derroche de imágenes, bajo la pretensión de ser concreta, natural y fácil. En este caso, podemos explicar por la utilidad de los fenómenos naturales [p.25]. ¿Cómo hacer entender, en este caso, que entre observación y experimentación montada por la razón no hay continuidad, sino ruptura [p.22]? ¿Cómo aproximarnos si en la escuela estamos promoviendo la inmediatez, la sensibilidad, la continuidad?

3) Seguir las generalidades del primer aspecto. Cuando no se tiene nada más que considerar, se generalizan las primeras consideraciones. Se abandona el empirismo inmediato, pero se adopta un sistema falso. Constituido en sistema, el espíritu vuelve seguro de sí a la experiencia, dispuesto a “observar” lo real en función de sus propias teorías. Así, vamos de los ojos embobados a los ojos cerrados. En este caso, por ejemplo, explicamos por la unidad de la naturaleza [p.25].

4) El obstáculo verbal: una falsa explicación lograda mediante una palabra explicativa, a través de esa extraña inversión que pretende desarrollar el pensamiento analizando un concepto, en lugar de implicar un concepto particular en una síntesis racional. Es el caso del sustancialismo, la explicación de las propiedades por la sustancia. Se trata de una metafísica infecunda, puesto que detiene la investigación en lugar de provocarla.

5) El falso rigor. En relación con la matemática, se producen sistemas torpes que bloquean el pensamiento. Un primer sistema matemático puede impedir la comprensión de un sistema nuevo. Es difícil fundar una Física matemática susceptible de provocar descubrimientos.

Los obstáculos se presentan por pares, pues, al tratar de eludir una dificultad, se tropieza con un obstáculo opuesto. Esta dialéctica del error es consistente, ¿porque proviene del mundo objetivo?, ¿o la actitud polémica del pensamiento puede producir una regularidad? De hecho, al inventar, se hace necesario encarar el fenómeno desde otro punto de vista; y al legitimar la invención, concebimos nuestro fenómeno criticando el ajeno. Convertimos nuestras objeciones en objetos, nuestras críticas en leyes [p.23]. Variamos el fenómeno en el sentido de nuestra oposición al saber ajeno. Y bien, esta originalidad de mala ley sólo refuerza los obstáculos contrarios [p.24].
Los obstáculos epistemológicos son confusos y polimorfos. Es muy difícil establecer una jerarquía de los errores.


[1]       Dado que citaré muchas veces el texto de Bachelard en comento, sólo usaré el número de página entre corchetes, antecedido de ‘p.’
[2]       Aunque puede hablarse [p.9] de estados pre-científico (hasta el siglo XVIII), científico (de ahí hasta el XX) y nuevo espíritu científico (a partir de 1905).