Lo positivo del no
Guillermo
Bustamante Zamudio
Universidad Pedagógica Nacional
①
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La filosofía del no [Bachelard, 1940], libro
que es objeto de esta segunda clase del curso magistral, comienza afirmando:
«La utilización de los
sistemas filosóficos en dominios alejados de su origen espiritual es siempre
una operación delicada y, a menudo, una operación abusiva. Así trasplantados, los
sistemas filosóficos se vuelven estériles o falaces; pierden su eficacia como
coherencia espiritual» [p.7][1].
¿Y qué otra cosa es, en gran medida, lo que hacemos
en educación? De un lado, ella no es el “origen espiritual” de los saberes de
los que habla y, de otro, utiliza los sistemas conceptuales en otro dominio.
Cuando el filósofo francés dice que utilizar los sistemas filosóficos en otros
dominios es una operación delicada, quizá se refiere a la necesidad de conocer
el dominio de origen y también el dominio de destino, para saber si un concepto
se puede sacar del primero y utilizar en el segundo; siendo así, sería
imprescindible conocer cabalmente la teoría de la que se toma un concepto y,
además, conocer la otra teoría con la que se lo va a relacionar, o el otro
contexto donde se va a utilizar. O sea: es forzoso conocer muy bien las dos
teorías; y, además, hacer un puente epistemológico entre ambas... lo que suma
ya tres esfuerzos. Pero, en la educación (incluyendo la llamada “investigación
educativa”), muchas veces no se conocen cabalmente las teorías y, sin embargo,
se pretenden utilizar sus conceptos en otro espacio. No en vano, nuestro autor también
dice que, a menudo, esa utilización es abusiva, pues la teoría pierde su “coherencia
espiritual”, como dice él.
Cuando,
por ejemplo en la escuela, echamos mano de ciertos conceptos y no de las
teorías de las que hacen parte, los volvemos estériles o falaces. La razón es
que una categoría —para poder distinguir, suprimir y negar [p.15]— requiere de
otras categorías. No tiene una existencia positiva, per se, aislada, sino, más bien, una existencia relacional; es decir: se define por su vínculo
con las demás categorías del sistema conceptual. No es posible eliminar un
concepto de una teoría sin agitar el conjunto del que forma parte. Y no faltan
los casos de eliminación de conceptos, pero esto sólo se da a cambio de una
reconfiguración del campo teórico (cfr. el caso de la acción a distancia en la física). Si quitamos el concepto de punto en geometría, se viene abajo toda la
geometría; si quitamos el concepto de valor
en economía, se viene abajo la ciencia económica. Según Bachelard [p.15], la
definición científica tiene condiciones
dialécticas, a diferencia de la definición usual. En ámbitos educativos —donde
lo “usual” tiene una parte del terreno, pero puede ganarlo todo— estamos
acostumbrados a una mecánica en la que las nociones no se necesitan entre sí,
no se definen mutuamente, sino que se van amontonando.
¿Qué
otra cosa es —si no amontonamiento— esa serie de nociones que comienza con ‘objetivos’,
sigue con ‘indicadores de logro’, ‘lineamientos curriculares’, ‘estándares
básicos de competencias’ y termina en ‘derechos básicos de aprendizaje’? Tanto
así que, en ámbitos educativos, no tiene caso preguntar en qué medida estas
nociones son repetitivas o excluyentes entre sí, pues no constituyen un sistema
lógico de elementos estrictamente necesarios y con definiciones más o menos
precisas. Quienes se desempeñan en educación perciben que expresiones como las
de la lista anterior tienen casi tantas definiciones como agentes educativos. Pues
bien, hay muchas esferas sociales en las que no se requieren definiciones
precisas: en el humor, en el arte, en la seducción, en la publicidad... Entonces,
¿la escuela es uno de estos ámbitos caracterizado por la ambigüedad y la
imprecisión de sus nociones? No necesariamente: una cosa es la especificidad de
los enunciados y otra cosa son las características de un ámbito social dado, en
el que pueden aparecer diversos tipos de enunciados. De hecho, un poema o un
chiste pueden aparecer en distintos ámbitos sociales. Y eso, hasta cierto
punto, no determina tales ámbitos; pero, a su vez, esos ámbitos sociales no
determinan, de manera directa, la especificidad de esos tipos de enunciados.
Parece necesario, pues, diferenciar entre:
·
géneros discursivos, que obedecen a gramáticas propias de producción y se
pueden utilizar en diversos ámbitos sociales; y
·
esferas sociales, que obedecen a pragmáticas propias de funcionamiento y
utilizan diversos tipos discursivos.
Ahora
bien, las esferas sociales acomodan los géneros discursivos a su servicio y
generan entre ellos unas jerarquías, de manera que no están todos en el mismo
plano, sino que podemos hablar de géneros dominantes y géneros dominados cuando
se encuentran en cierta esfera social. Y de otra, la jerarquía, incluso de los
mismos géneros, ha de ser distinta. Se entiende que esto depende de la
interpretación que la esfera social les posibilita a sus usuarios, y no necesariamente
de características inherentes a los géneros discursivos. Con todo, en la
cotidianidad —donde las especificidades se mezclan—, la diferencia entre género
discursivo y esfera social no es fácil de establecer; para eso necesitamos los
conceptos respectivos.
Así,
la escuela sería un ámbito social en el que convergen diversos tipos discursivos.
¿Cuáles y con qué jerarquía? Eso depende de quienes allí ponen a circular enunciados.
En una clase puede haber chistes, explicaciones, saludos, llamadas de atención,
órdenes, expresiones emotivas, etc., todo ello con diversidad de tonos
(interrogativos o afirmativos, por ejemplo). Sin embargo, ¿podemos decir que
hay un tipo de enunciado hacia el que tienden los otros (que hay un tipo de
enunciado que subordina o condiciona el uso de los demás)? Veamos el caso de lo
regulativo: en la escuela hay peticiones, promesas, órdenes, etc., en diferentes
momentos (recreo, formación, clase) y en diferentes modalidades (orales, escritas).
Sin embargo, vemos unos casos en los que todo lo regulativo está allí para dar
lugar a los enunciados referidos al saber; y vemos otros casos en los que la
regulación se independiza de su lazo con el saber y, entonces, aparecen el autoritarismo,
el adoctrinamiento, el formalismo, la burocracia.
Entonces,
como todo espacio social específico, la escuela convoca diversos tipos de
enunciados; pero para conocer a qué tributan todos ellos (si a la posibilidad
de constituir un ámbito de relación con el saber o a otras cosas), es necesario
analizar cada caso. De entrada, la escuela no es el dominio del origen espiritual
—como dice nuestro autor— de los sistemas de saber; pero sí sería un dominio en
el que es posible iniciar a los nuevos en algunos de los sistemas de saber. Sin
embargo, esto se malogra, por ejemplo, cuando postulamos una igualdad entre enunciados,
cuando hablamos de “derechos” en relación con el saber (véase el último
esperpento del Ministerio de Educación, llamado “Derechos básicos de
aprendizaje”); este lugar desde el que se enuncia produce otra especificidad para
ese espacio social llamado ‘escuela’. Tanto así que incluso el saber empieza a
ser denostado: ser intelectual o académico, por ejemplo, ahora se sanciona
negativamente y, entonces, se han acuñado los despectivos ‘intelectualismo’ y
‘academicismo’. Y la tradición —cualquiera sea—, objeto de todo sistema
educativo, comienza a ser estigmatizada, razón por la cual la expresión
‘tradicionalista’ es una especie de insulto en ámbitos educativos.
Igual
pasa en la investigación educativa, cuando se busca el consentimiento de las
personas relacionadas con el objeto de investigación; esto, que alude a asuntos
de derechos y de responsabilidades efectivamente existentes, no tiene que ver
con la investigación misma. Como el caso anterior, la especificidad de lo hecho
bajo este criterio, como si fuera investigativo, es distinta a la especificidad
de lo hecho con base en el saber.
La
investigación lingüística, por ejemplo, tiene sus propios conceptos y entiende
el manejo automático que los hablantes hacen de su lengua, lo cual implica que
no conozcan el mecanismo mediante el cual profieren frases. En consecuencia, aunque
los datos que proporciona el informante son fundamentales para la
investigación, él no aporta conocimiento a la lingüística, no tienen criterios
teóricos para valorar las conclusiones. Con todo, esto no quita que sea del
todo reprochable el uso de la investigación lingüística —por ejemplo— como
recurso previo a la catequización. Me refiero, concretamente, al caso del Instituto
Lingüístico de Verano. Esta institución, además de hacer su trabajo propiamente
científico, servía a una organización protestante norteamericana que se proponía
traducir la Biblia a las lenguas
vernáculas de América. Se trata de una sola práctica social y, sin embargo, de
dos especificidades distintas (dos géneros discursivos diametralmente opuestos)
que se ponen en relación, gracias al tipo de acción que realizan sus agentes.
Pero no podemos decir que la investigación lingüística catequiza: de un lado,
sólo los expertos en lingüística pueden establecer la estructura subyacente de
las lenguas para proponer alfabetos, a partir de los cuales hacer traducciones escritas
a esas lenguas. Por eso, alguien, dotado solamente del propósito de catequizar,
no puede analizar científicamente una lengua. Y que los lingüistas se pongan al
servicio del propósito religioso no es algo de especificidad lingüística,
aunque sí constituye un asunto social llevado a cabo por quienes, al mismo
tiempo, ejercen la lingüística.
El
filósofo francés nos alerta, entonces, de los riesgos que entraña el traslado
de un saber a un ámbito distinto a aquel en el que fue producido. La escuela, entonces,
es un lugar de riesgos, pues todo el tiempo está haciendo eso: intentando trasladar
el saber, que se produce en el campo de producción simbólica, a otro espacio
que es el de la relación que se establece con los más jóvenes, a propósito del
saber. Ahora bien, estas circunstancias, ¿no dan lugar a nuevos saberes? Podríamos
decir que sí, que la recontextualización de la química, en el ámbito escolar,
ha producido algo así como la “química escolar”. Pero, ¿podemos llamarla “ciencia”?
Ya dijimos que cuando las categorías llegan a los ámbitos escolares, se pueden
convertir en nociones que ya no se definen entre sí, que se pueden volver —como
decía Bachelard— estériles o falaces. Pero también pueden servir para poner a
los aprendices en relación con un saber. La operación de recontextualización
podría ser lo menos falaz, lo menos estéril posible, en función de la idea de vincular
a los aprendices con el saber, ahora sí en tanto campo que produce enunciados
de ciertas características, no cualquier enunciado[2].
No
podemos saber de antemano qué se hace en una institución educativa. Es un espacio
creado para que ocurra algo, pero está en manos de los participantes que ocurra
una u otra cosa (lo cual no quiere decir que todos tengan las mismas
responsabilidades o las mismas funciones). En otras palabras: el nivel de aproximación
al saber de los docentes implica el nivel de transformación que le hacen y el
sentido de la recontextualización que llevan a cabo en el aula. Cuando, en
tanto profesores, nuestra relación con lo que hacemos en el aula no es a través
del saber, sino a través de las medidas curriculares oficiales, de los libros
de texto, de los manuales de divulgación, de las TICs, de nuestras propias creencias...
entonces, nuestra recontextualización es, por decirlo así, de segundo grado: aplica
sobre una recontextualización previa. Y esto se puede prolongar ad infinitum, al punto que el saber disciplinar
quede definitivamente obliterado. Si hay profesores de lenguaje que no saben
lingüística, si hay profesores de matemáticas que no saben matemáticas... pues
tendremos clases con esos nombres, con ciertos contenidos relacionados con esos
temas, pero no será posible relacionar a los aprendices con los saberes
relativos al lenguaje y a las matemáticas, pues sus agentes mismos no lo están.
Si a un profesor de literatura le parece legítimo que en su clase se haga leer
a autores como Coelho, tendremos justificaciones, actividades, relaciones y efectos...
distintos a si la clase de literatura tuviera que ver con el canon literario y
con las ciencias del lenguaje (insisto: tuviera que ver con... no digo que se enseñe
precisamente eso). Se trata de dos mecanismos distintos, no simplemente de dos
temas o de dos maneras de hacer la clase de literatura, pues, como dice Bachelard
[p.12], hay una ruptura entre el
conocimiento sensible y el conocimiento científico. Si hay discontinuidad, no podemos
llegar a la segunda especificidad, acumulando actividades relativas a la
primera (no son, como dice el MEN, distintos caminos para llegar a los mismos
estándares).
En
la llamada “investigación educativa” pasa algo similar, pues allí se proclama:
a) no llevar categorías a la
investigación... lo cual muestra que no es un ejercicio en relación con el
saber (que, como hemos dicho, está constituido de categorías);
b) tomar las categorías del objeto
mismo de investigación, y, entonces, bajo el nombre de ‘categorías’, aparecen
listados de temas... lo cual muestra que no es un ejercicio en relación con el
saber (que forzosamente se da en el ámbito de lo inteligible), sino un
ejercicio en relación con la percepción, con las creencias;
c) aplicar metodologías
cualitativas, toda vez que en la educación están involucradas personas... lo cual
muestra que no es un ejercicio en relación con el saber (pues éste define su
metodología con arreglo al estatuto que la teoría le asigna al objeto
abstracto-formal de investigación), sino un ritual que debe cumplir ciertas
condiciones y que da sentido de pertenencia a quienes lo ponen en ejecución.
La
advertencia de nuestro autor, de que los conceptos tienen una vida en su propio
ámbito y que, sacados de allí, corren el riesgo de perder su fuerza, nos obliga
a pensar cuál es el ámbito de producción de la llamada “investigación educativa”...
porque no es que no haga nada: el asunto es entender qué es lo que hace, qué
efectos produce. Si bien, como dice el filósofo francés, «la falta más grave
contra el espíritu filosófico sería precisamente desconocer esta finalidad
íntima, esta finalidad espiritual que da vida, fuerza y claridad a un sistema
filosófico» [p.7], nos queda por entender a qué da lugar ese desconocimiento. Y
no podemos decir “zapatero a tus zapatos”, Bachelard a la filosofía; pues él no
está empeñado en una pureza del saber; su reflexión es absolutamente pertinente
en el ambiente educativo, pues justamente reflexiona sobre los movimientos conceptuales que el rigor
categorial le exige a un sujeto. Nada más específico del ámbito educativo...
por supuesto, si éste tuviera como objeto el saber, independientemente del
nivel del que estemos hablando y de la materia de la que se trate: si el saber
está en el horizonte, algo les compete a los más pequeños, y el maestro sabrá
qué les compete y cómo ponerlo en escena; y algo les competirá a los más grandes,
y el maestro sabrá qué y cómo ponerlo en escena.
②
|
Desde El nuevo
espíritu científico [1934] —texto que comentamos someramente en la clase
magistral anterior—, nuestro autor insiste en el sentido de la reflexión sobre
la ciencia. No en vano, La filosofía del
no tiene como subtítulo «Ensayo de una filosofía del nuevo espíritu
científico». Decíamos la vez anterior que, para el filósofo francés, movimientos
en el campo de la ciencia (como la física relativista y la física cuántica) y
movimientos en el campo de la matemática (como las geometrías no euclidianas)
constituían un desafío para la filosofía, la cual todavía se encontraba en la
respuesta cartesiana, referida más bien a los principios de la mecánica clásica
y de la geometría euclidiana.
Ahora
bien, no pocas veces se ha pensado el problema general del conocimiento para postular
una idea de «actividad armoniosa de las funciones espirituales», o una idea de
conocimientos «bien construidos y perfectamente estructurados» [p.8]. En una
perspectiva así, se toman ejemplos de la ciencia como evocaciones, no como desarrollos;
incluso, se los comenta según principios no científicos, como metáforas, analogías,
generalizaciones [p.8]. Y, ¿no es esto lo que hacemos, tanto en el aula como en
la llamada “investigación educativa”?; ¿qué otra cosa puede ser ese curioso
ámbito designado “interdisciplinariedad”, al que tanto aludimos en la educación?
Sin
embargo, Bachelard subraya que estamos ante una ciencia que transmuta lo
general y lo inmediato, lo a priori y
lo a posteriori, lo experimental y lo
racional [p.9], cuyos instrumentos transponen las gamas perceptibles, cuyos objetos
están más allá de los objetos usuales y cuya experiencia trasciende lo empírico
[p.13]. Esta ciencia no puede pensarse solamente con referencia a los temas
generales, ni prescindiendo de los problemas de la aplicación efectiva. Dice nuestro
autor:
«Carecemos de una filosofía
de las ciencias que nos muestre en qué condiciones —a la vez subjetivas y
objetivas— ciertos principios generales conducen a resultados particulares, a
fluctuaciones diversas; y, también, en qué condiciones, resultados particulares
sugieren generalizaciones que los completen, dialécticas que produzcan nuevos
principios» [p.9].
¡Cuántas
sugerencias en estas pocas palabras! De cara al trabajo escolar, podríamos
tomar para nosotros ese desafío de entender las condiciones subjetivas y
objetivas, pues mientras una ciencia atiende a las condiciones objetivas, la pedagogía
—y la filosofía que requiere la ciencia contemporánea, según Bachelard—
enfrenta dos planos: las condiciones objetivas, que serían las del saber, y las
condiciones subjetivas, que serían las del aprendizaje. Hemos señalado ya la
especificidad de la inquietud del pensador francés, que busca una filosofía que
entienda, no sólo las condiciones de posibilidad del saber en relación con lo que
ya se sabe, no sólo la historia del saber, sino también el asunto de las
condiciones subjetivas[3] que,
de entrada, no le interesan a la ciencia, aunque las requiere para ponerse en
marcha. Es algo muy cercano a la labor escolar. Por supuesto, no da lo mismo
concebir ciertas condiciones subjetivas y no otras, o concebir ciertas
condiciones objetivas y no otras, además, habría que combinarlas, según la
cita. Por eso, tenemos ciencia contemporánea, pero estamos en deuda en relación
con una filosofía que esté a la altura de dicha ciencia. Haciendo el parangón,
tenemos, de un lado, las asignaturas (matemáticas, ciencias sociales, ciencias
naturales), que se refieren al saber; y, de otro lado, la acción docente (pedagogía)
que busca transformar condiciones subjetivas, sin dejar de estar a la altura de
las disciplinas.
Ahora
bien, ¿se trataría de superponer cualquier idea que se tenga sobre el
aprendizaje con la información que producen ciertas disciplinas? ¿O se
trataría, más bien, de entender el aprendizaje en función de la estructura
compleja mediante la que se produce el saber (y que ilustra la ciencia
contemporánea)? O sea: «Considerar la reacción de los conocimientos científicos
sobre la estructura espiritual» [p.11]. Aquí puede pensarse que hay un error,
pues parece que primero aprende el sujeto y después aparece ese saber llamado
ciencia. Pero es más bien otra cosa. Primero, la condición: la formalización
del saber, que se constituye como horizonte de la ciencia, se ha producido a expensas de los sujetos. Segundo, la
implicación: si esto es así, podemos reconsiderar los procesos cognitivos de
los sujetos, en función de dicha formalización, toda vez que —de acuerdo con
nuestro autor [p.21]— «el conocimiento científico ordena el pensamiento».
Evidentemente,
esto tiene todo que ver con los procesos pedagógicos: en la escuela, ¿tensionamos
a los estudiantes en relación con el hecho de que ciertos principios generales
conducen a resultados particulares?, ¿en relación con el hecho de que las
fluctuaciones diversas se pueden entender a partir de principios generales,
pero que también pueden sugerir nuevas generalizaciones?; ¿buscamos que los
estudiantes comprendan el lugar de los principios, de manera que se entiendan
las dialécticas que pueden transformarlos? ¿O estamos, más bien, demeritando la
existencia de condiciones objetivas?, ¿valorando las transformaciones por sí
mismas, sin dialécticas inmanentes?, ¿concibiendo el aprendizaje al margen de la
estructura del saber?, ¿a la luz de asuntos que lucen como “políticamente
correctos”, pero que son de otra índole, que tienen otro espacio de legitimidad?
Así,
Las
condiciones objetivas:
·
Constituyen la única preocupación de la ciencia, en su búsqueda de
saber.
·
Preocupan a una pedagogía que busca ordenar el pensamiento en relación
con el conocimiento científico.
·
Son indiferentes para una pedagogía centrada en el sujeto —como se dice
hoy—, que busca ser políticamente correcta.
·
Preocupan a una filosofía que busca las condiciones de posibilidad del
saber, tanto en el saber mismo, como en el atravesamiento de las doctrinas
filosóficas posibles.
·
Son indiferentes para una filosofía que sólo busca las condiciones de
posibilidad del saber en un saber idealizado.
Y las
condiciones subjetivas:
·
Son indiferentes para la ciencia, aunque se sirve de ellas.
·
Preocupan a una pedagogía que busca ordenar el pensamiento en relación
con el conocimiento científico.
·
Constituyen —supuestamente— la preocupación exclusiva de una pedagogía
centrada en el sujeto.
·
Preocupan a una filosofía que busca las condiciones de posibilidad del
saber, tanto en el saber mismo, como en el atravesamiento de las doctrinas
filosóficas posibles.
·
Son indiferentes para una filosofía que sólo busca las condiciones de
posibilidad del saber en un saber idealizado.
Un
esquema de lo dicho:
Condiciones
|
||||
Objetivas
|
Subjetivas
|
|||
Ciencia
|
Busca saber
|
Sí
|
No
|
|
Pedagogía
|
Que busca ordenar el pensamiento en
relación con el conocimiento científico
|
Sí
|
||
Centrada en un sujeto idealizado
|
No
|
“Sí”
|
||
Filosofía
|
Que busca las condiciones de posibilidad
del saber, en el saber y en el atravesamiento de las doctrinas filosóficas
posibles
|
Sí
|
||
Centrada en un saber idealizado
|
“Sí”
|
No
|
||
Según
las palabras de Bachelard que citábamos, la ciencia no ignora la particularidad
ni la fluctuación. Tener un algoritmo no es el punto final, pues la explicación
de lo particular puede mostrar el límite, el alcance de la formalización. Si
somos sensibles a las fluctuaciones, es posible obtener nuevas generalizaciones
y los principios mismos podrían cambiar. Con todo, esto no es un relativismo,
ni mucho menos, sino una manera de entender el saber que requiere principios y
que conduce a generalizaciones, pero que es sensible a la particularidad, a la
fluctuación, y que, en consecuencia, permite entender la transformación misma
del saber. Cuando una recontextualización escolar, o una “investigación
educativa”, son ajenas a estas propiedades del saber, reproducen unos rituales
y crean ciertas condiciones de relación entre los sujetos involucrados, sí,
pero ni producen el tipo de saber del que está hablando nuestro autor (y que todavía
está señalado en los nombres de las asignaturas escolares), ni producen
relaciones entre los sujetos que posibiliten la proclividad de alguien a un conocimiento
así entendido (hay excepciones, claro está).
Hay,
por supuesto, saber-hacer, reflexiones sobre la experiencia, auto-representaciones
del lugar que el sujeto tiene en la praxis social. Y podemos llamar ‘saber’ a
todo esto, pero no podemos pretender que sea saber científico o que esté en el
mismo nivel (como cuando se intenta oponer “epistemologías del sur” a
“epistemologías del norte”, por ejemplo). Son asuntos muy distintos que
requieren una descripción de sus características y de sus ámbitos de legitimidad.
No son saber científico, se trata de otra cosa, no mejor ni peor, sino distinta:
una cosa es reproducir la praxis social respectiva («para afirmar una realidad»
[p.10]), otra
es legitimar al sujeto de esa praxis (por eso, no es extraño encontrar esto
planteado en términos de “derechos”) y otra cosa es una comprensión —hasta
cierto punto exenta de interés (como sostiene Bourdieu [2001])— de lo que allí
ocurre. La concepción superficial del gran público —como decía Saussure
[1916:87]—, según la cual la lengua es una nomenclatura, tiene su ámbito de
funcionamiento; pero la ciencia lingüística no parte de ahí, y explica su
objeto en un sentido completamente diferente. En ese escenario, ¿qué lugar, para
aquello de lo que se habla en la escuela? El pensador francés destaca, de un lado,
la dirección que va del racionalismo a la
experiencia (un racionalismo aplicado), o sea, lo contrario de la primacía
de la práctica que algunos ensalzan en la escuela; algo muy distinto a una
praxis social que necesita reproducirse, a unos sujetos que la ponen en marcha
y que necesitan auto-representarse. Y, de otro lado, destaca el esfuerzo por
saber, en tanto programa de realización,
o sea, algo muy diferente al horizonte —histórico— de otras esferas de la
praxis social. La ciencia es una práctica ubicada socialmente, sí, pero se esfuerza
incesantemente por no depender del contexto. Como ha señalado Bourdieu [2001],
es un esfuerzo —surgido en espacio y tiempo específicos— por prescindir de las
condiciones de espacio y tiempo.
Y,
en esa lógica, no parte de la experiencia, como otras esferas de la praxis
social, sino que intenta determinar una realidad experimental sin irracionalidad...
No sobra decir que ‘irracional’ aquí no es despectivo, sino que describe el
funcionamiento, de algunas esferas de la praxis, con base en la ‘creencia’ o en
la ‘intuición’, sin requerir de una gramática rigurosa, discutible,
explicitable... sino que se equipan de sendas pragmáticas que están dadas de
hecho, acendradas por prácticas que no buscan ser racionales. Insistamos en el
ejemplo del lenguaje: nuestra relación con él es irracional y, sin embargo, nos
permite racionalizar. O sea: las realidades sociales y los sujetos están atravesados
por irracionalidades; ya vimos el caso de la relación entre objetivos, indicadores,
lineamientos, estándares, DBA... no hay allí una racionalidad; podríamos decir
que hay varias racionalidades que se hacen confluir en un solo contexto, lo
cual es irracional.
A
esta escala, se puede hablar del “fenómeno natural” o, más bien, del “fenómeno
naturalizado”. En cambio, a escala del conocimiento, Bachelard habla del fenómeno ordenado, y dice que es más
rico que el “natural” [p.10]. Pero, ¿podemos ordenar un fenómeno?, ¿no son los
fenómenos causantes de su propio ordenamiento?, ¿algo puede ser más rico que la
realidad? La idea de formar, o de investigar, en relación con el saber
presupone esta idea de que los fenómenos del saber se producen. Recuerden el epígrafe de la clase magistral anterior:
«Hay una equivalencia entre tornar pensable y construir» (Jacques-Alain Miller).
Los “fenómenos dados” en realidad están naturalizados,
aparecen como dados. La idea de estar frente al fenómeno excluye al sujeto.
Cuando pensamos en él, ya no podemos concebir la escena del sujeto frente al
fenómeno: ahora tenemos que pensar cómo está constituido ese sujeto para entrar
en relación con ese fenómeno; incluso: en qué medida ese fenómeno lo constituye
como sujeto.
Es
allí donde podemos proponer un pequeño sistema de categorías, en articulación
con la propuesta de nuestro autor:
·
Progreso de la razón, dice [p.21]. Con este
concepto se explican los límites a las posibilidades de comprensión,
dependiendo de la etapa en la que estemos de la siguiente secuencia: animismo,
realismo, positivismo, racionalismo, súper-racionalismo complejo y súper-racionalismo
dialéctico [p.19][4].
Sería equivalente a aprendizaje, si habláramos
específicamente de educación.
·
Esfera de la praxis. Bachelard no plantea este
concepto, que está en Mijaíl Bajtín [1953]. Con él podemos explicar, sin
contradecir el planteamiento del filósofo francés, las referencias sociales que
toma el sujeto para concebir el fenómeno; pues las justificaciones que cada
postura utiliza, echan mano de los sentidos circulantes en su sociedad, que son
históricos, variables, sin alterar el hecho estructural de las etapas que
constituyen el progreso de la razón (primera categoría).
·
Economía libidinal. Cuando Bachelard habla de libido[5], toca
este punto, pero parece dejarlo adherido al progreso de la razón, como forma
necesaria y no con arreglo a la contingencia subjetiva. Desagregándolo, podemos
explicar la relación singular del sujeto con el fenómeno: inhibición, síntoma y
sublimación. Así planteado, no estaría en el pensador francés, sino en Sigmund Freud
[1910].
Según
nuestro autor [p.11], no podemos presuponer un espíritu desprovisto (como bien
puede hacer la ciencia, sin verse afectada); pero tampoco un espíritu provisto
de manera que «una sola verdad basta para salir de la duda, de la ignorancia,
del irracionalismo; basta para iluminar un alma» (que sería la postura del filósofo
cartesiano). Y no podemos, pues los
errores están estructurados y coordinados, ¡forman una visión del mundo,
solidaria con idealizaciones disponibles en lo social; responden a una
estructura! De tal manera, son constitutivos y no se pueden eliminar con
facilidad, ni tampoco uno por uno.
Como
se ve, todo esto da elementos para pensar el trabajo escolar; en términos del pensador
francés [p.11] implica pasar de la idea de una pedagogía fraccionada a la idea de una reforma subjetiva (que nunca es total[6]
[p.15]). Si el trabajo escolar se emprende con ideas como: la existencia de fenómenos
naturales, de fenómenos dados; la aprehensión espontánea de lo dado; el
imperativo de respetar la opinión, de empoderar a los estudiantes... entonces tendremos
cierto tipo de trabajo, cierto tipo de referencias, ciertos efectos posibles.
Pero si el trabajo escolar se emprende con la idea de que el fenómeno natural
ha sido objeto de naturalización (por la sociedad, por el proceso de
aprendizaje, por la economía libidinal del sujeto), los esfuerzos estarán puestos
en la desnaturalización del fenómeno y, en consecuencia, en su ordenamiento, a partir del saber. «La cultura
científica —dice Bachelard— debe determinar profundas modificaciones en el pensamiento»
[p.13]. «El conocimiento es una evolución del espíritu [...] busca en lo real
aquello que contradice conocimientos anteriores [...] La experiencia nueva dice
no a la experiencia anterior [...]
Pero éste “no” nunca es definitivo» [p.12].
En
este sentido, el fenómeno se produce, se enriquece, tanto en función de sí
mismo (el saber ha agregado objetos a la realidad), como de nuestras posibilidades
de comprensión. Así las cosas, para la percepción naturalizada hay un solo fenómeno
(aunque se lo considere insondable) y diversas posturas frente a él, democráticamente
admisibles (se dice hoy); de tal manera, la suma de irracionalidad es
inagotable [p.10], no hay principio de finitización: hacer valer políticamente
todos los enunciados, produce enunciados ad
infinitum. En cambio, para la comprensión hay cuatro tipos de fenómeno, y
sólo son admisibles las posturas racionalmente válidas; de tal manera, la suma
de racionalidad tiene límites (hay principio de finitización: no todo enunciado
vale y la formalización detiene el sentido, la interpretación). Los siguientes
serían los cuatro tipos de fenómeno:
1. Naturalizado (fetiche, doxa). Que el pensamiento racional desnaturaliza.
3. Concreto-real. Que el pensamiento racional desagrega del fenómeno empírico.
4. Residual. Que el pensamiento racional no puede aprehender, pero que delimita.
③
|
Nuestro autor propone la siguiente secuencia, a la
que llama «progreso de la razón»:
Animismo→ Realismo→ Positivismo→ Racionalismo→ Súper-racionalismo
complejo→
Súper-racionalismo dialéctico
Un
conocimiento científico podría atravesar esa secuencia de estados, en ese
orden, aunque no todos los conceptos hayan llegado hasta el último nivel. Habría,
de hecho, un progreso desigual de la ciencia hacia una coherencia racional del
conocimiento; la mínima ordenación del realismo ya introduce factores racionales;
a medida que avanza el pensamiento científico, aumenta el papel prospectivo de
la teoría [p.20].
El
filósofo francés ilustrará este progreso-de-la-razón
con la idea de ‘masa’, como veremos un poco más más adelante. Atrás decíamos
que, hablando específicamente de educación, ese concepto equivaldría a aprendizaje: bajo la idea de que el
conocimiento científico «ordena el pensamiento», aprender sería pasar por esos
estados que constituyen el mencionado progreso-de-la-razón. En principio, todos
somos capaces del racionalismo, pero siempre y cuando seamos jalonados por el
pensamiento científico y venzamos las resistencias propias de cada estado (o
sea, que renunciemos a la satisfacción que nos procura). Pero no consiste en
una evolución natural, pues solemos establecer un estado como dominante, con eventuales
excursiones por otros. Y tampoco hay manera de proponerse ese atravesamiento deliberadamente,
como un buen objetivo educativo, pues quien pretende implementarlo tendría que participar
de esa lógica y, además, ser capaz de mover a otros hacia ella.
Pero,
¿cómo podríamos ir hacia allá si hoy en día, en la escuela, denostamos del
saber y, en la práctica, lo estamos abandonando a favor de otros factores? Con
todo, esos otros factores —valores, democracia, por ejemplo,—si bien son de
indudable importancia, no se conquistan hablando de ellos, pues consisten en efectos de la acción formativa en
dirección al saber, no en productos que se puedan buscar de manera exclusiva y directa.
No es que los llamados “valores” sean menos importantes que el saber, sino que,
en primer lugar, pertenecen a otro ámbito de legitimidad; y, en segundo lugar, no
se consiguen adoctrinando a las personas con contenidos relativos a ese tema; tampoco
la democracia es menos importante en la escuela, pero no se consigue introduciendo
la idea de derechos por todas partes, al punto que hoy los alumnos deciden qué
quieren aprender y qué calificación obtener, evalúan programas y profesores,
etc. Con ello, como estamos verificando hoy, nos perdemos del saber y, sin embargo,
tampoco conquistamos valores ni democracia.
Entonces,
tanto los saberes como los sujetos, pueden pasar por los estados enumerados
atrás (o quedarse en alguno de ellos). Así, se puede hablar de un saber desde
cualquiera de esos estados; por ejemplo, nos podemos referir a un concepto
producido desde el racionalismo, pero parados en el animismo (con lo que el
concepto pasará de inmediato a ser otra cosa). Tal vez la comprensión de la recontextualización (o de la trasposición didáctica, como se dijo
décadas después de Bernstein) pase por esta sugerencia de Bachelard: habría que
establecer en cuál de los estados (animismo, realismo, positivismo,
racionalismo, racionalismo complejo, racionalismo dialéctico) está “parado” principalmente
el sujeto y en cuál de ellos se ha producido el saber que pretende enseñar o
aplicar en una investigación. La combinatoria es alta, como puede verse (36
tipos posibles) en la siguiente tabla:
Enunciado (saber)
|
|||||||
Animista
|
Realista
|
Positivista
|
Racionalista
|
R. complejo
|
R. dialéctico
|
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Enunciación
(postura)
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Animista
|
||||||
Realista
|
|||||||
Positivista
|
|||||||
Racionalista
|
|||||||
R. complejo
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|||||||
R. dialéctico
|
Pero
ahí no termina de explicarse la recontextualización: sabiendo a qué estado pertenece
el enunciado y qué estado determina la postura del docente o del investigador, falta
entender las transformaciones que introducimos en el saber que pretendemos
enseñar o aplicar en una investigación. Ahora bien, el panorama se complejiza
aún más, pues enunciado y enunciación no están en un solo estado[8]:
·
Enunciado (saber). El nivel desigual de
elaboración de los conceptos en las disciplinas es una ocasión para echar mano
de analogías propias de otros niveles. Nuestro autor lo ilustra con la
psicología, cuando habla de “carga de afectividad” —de seguro abundante—: se
trata de una analogía animista hecha por una disciplina que no está
principalmente en ese lugar [p.22]. «Siempre debe temerse la contaminación de
un uso por otro» [p.24].
·
Enunciación (postura). Cada sujeto introduce
unas transformaciones para “asimilar” el enunciado a la postura desde la que
comprende; ahora bien, las transformaciones típicas que cada postura —según su
estado— hace a enunciados de otros estados, enmarcan —a su vez— otras
transformaciones específicas, singulares, pues cada sujeto también está
repartido —por decirlo así—, de manera diversa, entre los estados.
Un
docente realista, por ejemplo, no puede hablar de un saber racionalista desde
la especificidad de ese saber, sino desde su postura; por lo tanto, necesariamente
introducirá unas transformaciones que dependen de la posición que encarna, pero
también de su singularidad y de la manera como comprende el aprendizaje del
estudiante o el asunto a investigar, así como el contexto en el que éstos se
inscriben. Como decíamos, la postura del sujeto tiene que ver con su economía
libidinal. No podemos sencillamente enseñar un concepto por persuasión teórica;
ejemplo: es difícil mover la idea animista de masa, pues está atada a la
voluntad de poderío [p.23]. Hay un régimen de satisfacción en juego que no se
abandona cómodamente. No estamos hechos de manera que los conceptos se nos
puedan simplemente comunicar: «A propósito de cualquier noción científica,
creemos que existe un error que debe corregirse» [p.24]; si no reconocemos el
error, ¿cómo podríamos corregirlo? Así, es un mal signo que un concepto se comprenda
rápidamente, dice, Bachelard, pues lo que
es fácil de enseñar es inexacto [p.24]. Eso sería desde la posición del
saber; y, desde la posición del sujeto, lo que es fácil de aprender, no
conmueve lo sabido, no corrige ningún error. Esta “paradoja pedagógica”, como
la llama el autor, implica que «Antes de empeñarse en un conocimiento objetivo
cualquiera, el espíritu debe ser psicoanalizado» [p.24]. Atención: no dice
“persuadido”. Y, aunque es una disuasión, no será solamente por la vía racional
que la fijación a un estado se va a modificar.
Veamos
la reflexión que hace el filósofo francés sobre el concepto masa, a medida que transita por cada uno
de los estados:
·
El animismo [ps.22 a 24]
aprecia la masa de forma cuantitativa, tosca y glotona. Si ella es el objeto
sustancial del deseo, el animismo desatiende las cosas menudas,
“insignificantes”. Cuando se aprende que volumen y peso no se corresponden, la
perspectiva de cantidad es reemplazada por una de intensidad. Según Bachelard,
un espíritu que acepta conceptos de esta naturaleza (que operan sobre cosas, que
transitan en la sensibilidad), no tiene acceso a la cultura científica.
·
En el realismo [ps.24, 25], la
idea de masa se beneficia de la “objetividad instrumental” de la balanza. Pero
como ésta se utiliza independientemente de la teoría de la palanca, la noción realista
de masa parece surgir de una experiencia inmediata, precisa, clara y simple,
como si no mediara el pensamiento. Pese a que la balanza romana funciona en
composición (peso + brazo de la palanca), quien la utiliza no piensa la
composición y, más bien, desarrolla una conducta
concomitante, un uso simple de una máquina complicada: conceptos empíricos,
mal formulados y mal vinculados, se reúnen de manera pragmáticamente segura. El
realismo se piensa constituido (no se concibe como un producto) y cree
absorberlo todo [p.30]. Ahora bien, las conductas realistas subsisten en el
racionalista: cuando busca ser comprendido por el experimentador; o hablar más
rápido (y, entonces, vuelve al origen animista del lenguaje); o no teme pensar
mediante simplificaciones; o incluso puede ser un realista en la vida
cotidiana.
·
En el racionalismo [ps.25 a
27], la masa aparece en el marco de una solidaridad entre conceptos, dentro de un
cuerpo de categorías, más allá de la experiencia inmediata. A partir de la
formalización de Isaac Newton, la masa es el cociente entre fuerza y
aceleración. Estos tres elementos se establecen correlativamente, a través de
leyes matemáticas («En la organización matemática del saber, es necesario
preparar el dominio de definición antes de definir» [p.31]). Lo cual nos sitúa
lejos del precepto realista, pues cualquiera de esos elementos se puede deducir a partir de los otros dos. La
masa estática del realismo pasa a tener una dimensión dinámica, es el
coeficiente de un devenir. La razón no simplifica: «es una facultad que se
esclarece enriqueciéndose». Pasamos del realismo de las cosas, al “realismo” de
las leyes matemáticas, que se abre sobre un campo de abstracción indefinido, más
allá de la verificación experiencial. Si la experiencia lo desmiente, busca establecer
la consistencia de dicha desmentida y, si ha lugar, modificará sus principios,
pues el racionalismo no admite rectificaciones parciales. A partir del racionalismo,
la teoría precede al instrumento que, entonces, será teoría realizada, materializada [p.24].
·
Súper-racionalismo complejo [ps.28 a 30]: En el
racionalismo, masa, espacio y tiempo son absolutos (en tanto átomos conceptuales) y, en consecuencia,
no admiten descomposición. En cambio, el súper-racionalismo complejo (la teoría
de la relatividad, por ejemplo) advierte una estructura funcional interna, para un concepto que sólo tenía
funciones externas, toda vez que se
las encontraba en composición con otras. Así, un indivisible conceptual, ahora luce
compuesto: la unidad mínima deviene compleja. La masa absoluta, sumida en
tiempo y espacio absolutos, pasa a ser una función complicada de la velocidad,
en el marco de una concepción en la que no hay reposo absoluto. De tal forma,
la categoría ‘masa’ del racionalismo es apenas una primera aproximación. Curiosamente,
el súper-racionalismo complejo permite detectar complicaciones sensibles (v.
gr. el cambio de la masa, en función de la velocidad), pero que eran imperceptibles
en estados anteriores, no sólo por no haber producido los instrumentos capaces
de percibirlo (que, como hemos dicho, ahora aparecen después de las teorías),
sino por no estar abiertos a esa posibilidad. En resumen, la masa sigue siendo
una noción básica pero se complejiza, se pluraliza. La masa simple es una idea
que aparece a condición de no plantear ciertas sutilezas, de no hacer posibles ciertas
variaciones exquisitas. Esta extensión del racionalismo no proviene de un
estudio realístico del fenómeno, sino de la tendencia a completarse de la
razón, como actividad autónoma.
·
Súper-racionalismo
dialéctico
[ps.30 a 33]: Paul Dirac estudia la manera de propagación para, luego, definir
aquello que se propaga (el realismo pediría el objeto antes que el fenómeno). Pone
entre paréntesis la realidad, para después buscar sus realizaciones. Como ya no
tenemos un objeto que se desplaza con todos sus caracteres, la dinámica de Dirac
pluraliza las ecuaciones de propagación: tantas como fenómenos que se propagan.
El cálculo arroja unas matrices que «solidarizan dialécticamente los fenómenos
propagados, dando a cada uno lo que le corresponde, fijando exactamente su fase
relativa». Resultado: un concepto dialéctico de masa, dos masas para un solo objeto;
una de ellas resume lo que se sabía en los cuatro estados antecedentes, la otra
es inasimilable por ellos, pues es una masa negativa.
Esta dialéctica es externa, pues no proviene de pensar en la masa. Para cierta
perspectiva, se trataría de un concepto monstruoso, de un error fundamental, inhallable
en una filosofía del “como sí” (que no interpretaría una cantidad negativa como
masa), pero admisible en una del “¿por qué no?”: está legitimada por una
modificación teórica, traza el camino de una perspectiva de experiencias. Es
«un concepto enteramente nuevo, sin raíz en la realidad común. De esta manera,
la realización prima sobre la
realidad [...]. Es preciso forzar a la naturaleza a ir tan lejos como nuestro
espíritu».
Nuestro
autor prevé la objeción a esta perspectiva racionalista dialéctica: ¡todavía no
ha encontrado realización! Ahora bien, el filósofo francés no se arredra: señala
que podemos tener una cuestión teóricamente precisa concerniente, no obstante,
a fenómenos totalmente desconocidos [p.33]; cosa que habría que diferenciar de
lo irracional vago. Y, al punto, no podemos dejar de hacer referencia a la oposición
entre docta ignorancia —Nicolás de
Cusa [1440]— e ignorancia crasa). Y, bueno: 15 años después del libro que
estamos comentando, se hizo la primera comprobación experimental de la
existencia de antimateria (es decir, de masa negativa). El tiempo le dio la
razón. Como dice él: «Existía una predicción teórica que aguardaba el hecho»
[p.34].
Veamos,
brevemente, una lectura de asuntos de la escuela y de la investigación educativa,
a partir del ejemplo que explora Bachelard de la masa:
·
En la perspectiva animista están los estudiantes. Eso es condición
inicial indefectible. Y como el espíritu animista no tiene acceso a la cultura
científica, se espera que el profesor pueda incidir sobre esa postura... salvo
que si él está en la misma posición (algo esperable cuando se hace dejación del
saber), estamos en problemas. ¿Qué está ocurriendo —habría que establecerlo— entonces
en las escuelas, donde antes se esperaban efectos en relación con la cultura
científica? Un discurso que “empodera” al estudiante, ¿no empodera parejamente
al animismo? Cuando no evaluamos (pues habría que promover de forma automática,
bien sea para mejorar los índices de “eficiencia interna”, o para no alterar el
“libre desarrollo de la personalidad”), ¿no se renuncia a la posibilidad de
incidir sobre la postura animista del estudiante? La idea de “saber
pedagógico”, que valida lo que el profesor sabe, independientemente de la
postura, ¿no empodera las posturas animistas, ahora en los maestros? La idea de
que todos tenemos derecho a investigar y que tenemos categorías del sur que se
oponen a las del norte, ¿no priva a los maestros de la posibilidad de ver
cuestionadas sus posturas? Antes, la existencia de la escuela ya era una
garantía de transformación del animismo. Hoy, como vemos, no es así.
·
En el ejemplo de la idea realista de masa, aparece la mediación del
instrumento, que alimenta una ilusión de objetividad, mientras produce una
pragmática segura, sin que de por medio haya conceptos a la altura del instrumento.
¿Algo más parecido a la investigación educativa que, por utilizar medidas cree
que ha alcanzado la objetividad, pese a que se trata de un saber-hacer
instrumental? ¿No es eso lo que la política educativa llama todo el tiempo a
hacer con los estudiantes, a saber, a desarrollar el manejo de las tecnologías
de la información y la comunicación? ¿No es así como conciben la capacitación
docente? Desde luego que obnubilarse por el instrumento no hace más que
incrementar las ventas y dejar al sujeto enraizado en una postura realista; es
decir, imposibilitado de acceder a una cultura científica, ya que una mezcla de
conceptos empíricos, mal formulados y mal vinculados, le impide hacerse una
pregunta. La insistencia en de la llamada “investigación educativa” en que los temas
a investigar tienen que venir de la realidad; la insistencia de que los niños sólo
aprenden si partimos de la realidad... son muestras de la insistencia de este
estado por permanecer.
·
Si la escuela (incluyendo las maestrías en educación) trabajara las
gramáticas de los saberes... tendríamos posibilidades de trascender el animismo
y el realismo, pues son tales gramáticas las que crean la condición que Bachelard
define como el gesto fundante de Newton: un marco de solidaridad entre
conceptos, más allá de la experiencia inmediata, pues las categorías se definen
entre sí, no directamente en relación con cosas del mundo. La idea de que «es
necesario preparar el dominio de definición antes de definir» es exactamente la
que tiene Saussure [1916] en mente cuando dice: «el punto de vista crea el
objeto». En tal sentido, la clave sería relacionar a los sujetos del
aprendizaje con un punto de vista que produce un objeto, pues el objeto no
antecede a la investigación. El racionalismo apunta a una abstracción indefinida,
más allá de la verificación experiencial. Pero, ¿no estamos promulgando lo
contario en el aula, no preguntamos a quien dice que va a hacer una investigación
que cuál es su pregunta de investigación, sus objetivos, su problema? ¿No transformamos
en ejemplos y en imágenes lo que sólo puede concebirse porque es inteligible, y
no puede ilustrarse porque no es sensible?
·
Como hemos dicho, ningún racionalismo nos está vetado por principio.
Pero se necesita trabajar en esa dirección, saber cómo hacer trabajar al otro.
De manera que los niveles de Súper-racionalismo complejo y dialéctico, no sólo
presuponen la formalización y el trabajo riguroso sobre la gramática, sino la
disposición a conocer bajo las exigencias del saber científico. Si estamos
preocupados por otros asuntos en los que, supuestamente, tendrían que ser formados
los sujetos, sin pasar por el saber, incluso gracias a no pasar por el saber
(como cuando creemos objetar conceptos porque vieron la luz en el hemisferio
norte), pues sencillamente no tendremos ese más allá del racionalismo. Si no
estamos dispuestos a saber —en sentido racionalista—, menos vamos a estar
dispuestos a dejar que la razón se complete autónomamente, a forzar a la naturaleza
a ir tan lejos como nuestro espíritu, a poner entre paréntesis la realidad,
para después buscar las realizaciones que primen sobre la realidad, a aplicar
una dialéctica externa (que no proviene de pensar objetos), a hacer aparecer
objetos mediante la legitimación teórica, a abrir el camino de una perspectiva
de experiencias. La sola pregunta que tenemos siempre a flor de piel “y eso
para qué sirve”, elimina esta posibilidad.
Bibliografía
Bachelard, Gaston [1940]. La filosofía del no. Buenos Aires: Amorrortu, 1984.
Bajtín, Mijaíl [1953]. «El
problema de los géneros discursivos». En: Estética
de la creación verbal. México: Siglo XXI, 2012.
Bourdieu, Pierre [2001]. El oficio de científico. Ciencia de la ciencia y reflexividad.
Barcelona: Anagrama, 2003.
Freud, Sigmund [1910]. «Un
recuerdo infantil de Leonardo da Vinci». En: Obras completas, Vol. XI. Buenos Aires: Amorrortu, 1990.
Nicolás de Cusa [1440]. Acerca de la docta ignorancia. Buenos
Aires: Biblos, 2003.
Saussure, Ferdinand de [1916]. Curso de lingüística general. Madrid:
Alianza, 1987.