La ignorancia que el hombre tiene sobre sí mismo forma parte de lo que es.
Estanislao Zuleta [1978:7]
Caracterizaremos una serie de
recursos teóricos para establecer la posición subjetiva, el lugar de la
planeación de los actos educativos y las formas posibles de advenimiento de la
verdad.
1.1
La posición subjetiva
Según la cita del epígrafe, la ignorancia es constitutiva del sujeto; aclaración: no se está
usando en sentido peyorativo la palabra ‘ignorancia’.
Simplemente caracteriza una dificultad epistemológica inherente a lo que somos.
Si esto es así, ¿cómo entender el hecho de que, para comprender lo que pasa en
educación, muchos recurran a encuestar y a entrevistar administrativos, a
docentes, a estudiantes? ¿Qué se obtiene solicitándole a los miembros de la
comunidad unos enunciados sobre lo que ocurre en su contexto?
Por
supuesto que algo dicen las personas que se desempeñan en los ámbitos
educativos, pero si eso que dicen fuera conocimiento, pues no harían falta las
ciencias. Esas explicaciones que damos, tanto individual como colectivamente [Bourdieu,
1982], podríamos considerarlas cómo elucubraciones, como intentos de atribuir
sentido a la relación que se tiene con un contexto. No se trata, entonces, de
un conocimiento propiamente dicho. De esta manera, cuando se consideran estas
declaraciones como si fueran conocimiento, e incluso cuando se las elogia, lo
que hacemos es contribuir a reproducir esa condición de dificultad
epistemológica, tanto como las condiciones que la hacen posible. Se entiende
que no se trata de un defecto sino de una característica de lo humano; ahora
bien, los humanos también intentan ir más allá de esas elucubraciones, y es por
eso que tenemos, después de varios milenios, algo a lo que llamamos ‘ciencia’. Y
no es algo que se haya producido sencillamente bajo la imagen de una
acumulación, pues se trata de una pugna social, pues las elucubraciones
sociales les dan fundamento a las relaciones sociales. Ahora bien, nadie está
obligado a pensar con arreglo a los enunciados de la ciencia, ni la ciencia es
el contexto principal del desenvolvimiento cotidiano; pero cuando uno ha
elegido ser profesor, se ha puesto en relación con ese campo de manera
necesaria.
En
consecuencia, los intentos de comprensión que elogian todas las “formas de
saber” en realidad están desconociendo que esas distintas formas de saber
tienen lugares y funciones distintas en la vida social. A veces se cree estar
haciendo justicia porque se traen a cuento dichas formas de saber, cuando De
hecho se pueden estar reproduciendo las condiciones de desigualdad que se
pretenden objetar o contra las que se pretende actuar. En este terreno, las
posiciones no se dirimen frente a la consistencia interna de los enunciados,
sino frente a la capacidad de mover al otro en dirección a la resolución
—siempre parcial— de la tensión social. Cuando se busca “empoderar” a las
comunidades en las que interviene, pero se asume que sus enunciados tienen el
mismo estatuto de saber de la sociología, por ejemplo, es porque no se busca
transformar las condiciones que hacen posible esos enunciados, esas
elucubraciones. Entonces, no se trata de un conocimiento que permita una
comprensión de lo que acaece, pero tampoco de una política eficaz. Para transformar algo es bueno contar con un
conocimiento de cómo funciona ese algo; si no lo sabemos ¿en qué sentido operan
nuestros actos?, ¿podemos entender sus implicaciones? Por supuesto que lo que
las comunidades dicen, lo que uno mismo dice, sobre su relación con la vida social,
tiene un sentido tiene una importancia; pero recordemos que ese sentido y esa
importancia no apuntan a la comprensión y, en consecuencia, difícilmente
podrían fundamentar una transformación.
Lo
que las comunidades pueden decir de sí mismas ¿no es producto de lo que las
tiene “sin poder”? (digo así para hacer eco de la idea de que las estaríamos
“empoderando”). Lo que las comunidades pueden decir de su relación con la vida
social, lo que cada uno puede decir de esa relación, viene inicialmente de una
matriz de producción social que, entre otras,
·
toma
un aspecto como si fuera el todo, como cuando se atiende a los productos
sociales, pero sin considerar las relaciones de las que son efecto. Por eso, se
toman las palabras de la comunidad como si fueran espontáneas, como si no
fueran el resultado de un proceso social, como si la interpretación fuera un
ejercicio meramente “semántico” [Pêcheux, 1975];
·
toma
unos modos por otros, como cuando se asume que el ‘yo’ representa al sujeto,
sin considerar otras dimensiones suyas no conscientes. Por eso se piensa que
las respuestas, en una encuesta o en una entrevista, pueden ser sinceras o no
sinceras y que la persona es privilegiada para saber sobre sí misma;
·
introduce
criterios de autoridad como si fueran criterios de verdad, como cuando
defendemos el “derecho a opinar”, reduciendo a eso el lugar político de un
sujeto o de una comunidad. Por eso, se va al trabajo docente, o a la
investigación en educación, con el propósito de transformar, más allá de la
comprensión, más allá de las posibilidades reales de transformación.
La
ignorancia constitutiva no es una carencia en el desarrollo psicológico, o una
falta de estudio, o una tara de algún tipo, o algo propio de épocas pretéritas.
Cuando afirmamos que es constitutiva,
sugerimos que se produce durante el proceso mismo de hacernos sujetos (no lo
somos sencillamente al nacer: es necesario operar sobre la cría de humano para
volverla sujeto). De hecho, Jacques Lacan [1949] explica el estadio del espejo como una matriz de
posibilidad del sujeto (pues lo inscribirá en la escena comunicativa), basada
en el desconocimiento, pues ahí el
cuerpo se produce gracias a una simetría invertida (la que nos da el reflejo en
el espejo), a una imagen parcial (sólo frontal) y a una alienación (en la
medida en que nos volcamos a la imagen del otro).
Un
ejemplo: lo que creemos acerca de la mercancía no explica el sistema
productivo, pero la “explicación espontánea” que damos (que no tiene nada de
espontánea, pues es un producto complejo) es funcional en el contexto
del consumo, de la conversación cotidiana. Para entender la economía, para
deshacerse del fetiche de la mercancía —como lo llama Marx—, se necesita
un esfuerzo distinto al de la sola presencia en el ámbito social. Ese
esfuerzo distinto, de un lado, sólo es posible bajo las condiciones de una
gramática especializada (unas reglas del juego, un tecnolecto); y que, de otro
lado, no resulta funcional en el contexto cotidiano (incluso resulta opuesto a
ese contexto). De un lado, la creencia no es principalmente una explicación
—aunque se presente así—; y, de otro lado, la explicación teórica no busca
reemplazar a la acción, aunque puede ser fundamento de una acción: a partir de
la explicación se puede derivar —con una mediación— un abanico de acciones,
muchas de ellas impensables en la esfera de la creencia.
Esta
oposición, por lo tanto, hace parte de una tensión social, donde, de un lado,
la creencia intentará hacerse pasar por una explicación, siendo que, en su
contexto sólo es un modo de involucrarse en las esferas de la praxis
social (concepto de Bajtín), una manera de representarse el vínculo con ellas;
y donde, de otro lado, la explicación se puede llevar al nivel de una creencia,
como es el caso del dogmatismo catequético.
Entonces,
es la explicación la que detecta la ignorancia, pues en la cotidianidad lo que
sentimos es una plétora comprensiva; desde ahí, incluso, se contemplan con
desdén las explicaciones formales —sin diferenciar entre el saber y el
dogmatismo— por ser “elevadas”, “abstractas”, “impracticables”, “academicistas”,
“intelectualoides”, etc.
Dadas
las características de esta ignorancia, forzoso es sostener que no hay algo en
relación con lo cual ella no opere, y no ofrezca resistencia. Viable es
preguntar, entonces, cuáles son los fetiches, las reificaciones, las
ignorancias que sostienen nuestra relación con la naturaleza, con la sociedad,
con los otros seres humanos, con nosotros mismos (por eso hay, respectivamente,
física, sociología, antropología, psicoanálisis). No puede afirmarse que sólo
hay obstáculo en relación con la naturaleza (¡cuántos siglos creyendo que el
sol le daba vueltas a la Tierra!), pero que, acerca de nosotros mismos, sí podemos
ver las cosas como son. A causa de nosotros mismos, el objeto de investigación
nos resulta “opaco”, independientemente de que sea natural o cultural, de que
sea “objetivo” o “subjetivo”.
Por
ser padres, no tenemos una mirada privilegiada para entender lo que sucede en el
vínculo padres/hijo. Entonces, la educación no tiene por qué ser clara para
nadie, y sus agentes no están en mejor situación que los demás para
comprenderla (si están en mejor situación para responder pragmáticamente a
ella, por supuesto, pero ese no es un ámbito de comprensión). Todos tenemos
“algo que decir” al respecto, por supuesto, pero ese decir no busca explicar,
aunque tiene otras funciones y aunque se haga pasar por explicación. El
contrasentido de pensar que tenemos obstáculos para conocer la intimidad de la
materia, pero no para conocer nuestra propia intimidad, de un lado, haría
irrelevantes las ciencias relativas al hombre, pues no podrían concebir algo
distinto de lo que cualquiera puede decir de sí mismo; y, de otro lado,
requeriría de una epistemología especial que explique por qué habría ámbitos “transparentes”
a nuestra percepción y a nuestra comprensión, mientras que otros resultarían
“opacos” y, en consecuencia, ahí sí requerirían de estudios formales, de categorías,
de experimentaciones orientadas por los algoritmos de la ciencia, etc. ¿No es
ésta una de las fuentes de la odiosa oposición entre estudios cuantitativos y
estudios cualitativos? La autobiografía no es un conocimiento de la persona que
la escribe; se trata de un género que tiene un lugar para el sujeto, tiene un
lugar social… no por hablar de intimidades, por ejemplo, se está accediendo a
un conocimiento del sujeto. Un sujeto puede hablar de sus afecciones corporales,
pero eso sería muy distinto de una historia clínica, hecha por alguien que
tiene por objeto la comprensión del cuerpo y que se basa en sendas disciplinas
conceptuales; y algo también muy distinto sería un tratamiento literario de ese
tema, como La montaña mágica, de Thomas Mann.
Entonces,
estudiar algo, más allá de los lugares otorgados por la experticia, la doxa y la autorrepresentación
[Bustamante et al., 2018:77-9],
supone cambiar la posición del sujeto. Creemos en fetiches para insertarnos
en una esfera de la praxis, para representárnosla, para justificar nuestra
inserción… todo ello bajo una modalidad de satisfacción. Por eso, cuando se
intenta objetar la posición del sujeto, se encuentra la más encarnizada
oposición de éste. No es simplemente una discusión de ideas ni, menos, un “diálogo
de saberes”; es, también, una objeción al lugar que el sujeto se asigna,
una objeción a su modalidad de satisfacción, la cual reposa en la creencia.
Ponerse a la altura de una disciplina es objetar el lugar que uno tiene en lo
social, su propio saber-hacer con la condición humana. Por eso, el conocimiento
no equivale a la adquisición de nuevos datos, entre otras porque no estamos
dispuestos a servirnos de la información, toda vez que el sistema de
representación es refractario a la experiencia, como dice Zuleta [1974:178], es
un tanto autista, y, si escucha algo, lo hace a condición de haberlo modificado
a su medida. Puede intentarse alimentar al sujeto con información, pero el
sujeto no solamente ya tiene toda la que necesita (en función de su lugar),
sino que dispone de mecanismos que modifican todo lo que escucha, de tal manera
que no conmueva su lugar, su representación. Cuando se hace investigación sobre
“representaciones”[1], se cree que éstas portan un
saber del mismo tipo de aquel que supuestamente estamos construyendo; por eso,
Moscovici [1979:18] puede hacer una afirmación como la siguiente: «la
representación social es un corpus organizado de conocimientos»… ¡no!, la
representación social NO es un corpus organizado de conocimientos, es un corpus
de ideas que pueden ser contradictorias entre sí y, incluso, internamente. Claro
que hay algo “organizado” que subyace, pero eso no es evidente, eso no está
expresado; por ejemplo, un análisis sociológico podría establecer el
ordenamiento estructural que tendrían tales ideas, pero ya no estamos ante la
representación social, sino ante el trabajo propio de una disciplina.
Según
Zuleta [1978:8], las ciencias que se ocupan de lo humano no pueden evitar un
efecto sobre lo humano mismo[2] que es su objeto (en sentido
lógico). Para tomar la posta de una ciencia social o humana, para hacerla
producir en función de sus posibilidades, el sujeto se ve en la necesidad de modificar
su posición; pero, si no quiere modificar su relación con las esferas de la
praxis en las que se desenvuelve, si no quiere modificar la idea que tiene de
esta relación, si no quiere ver cuestionada su autorrepresentación… entonces
ofrecerá una resistencia al conocimiento de una ciencia social. Incluso, la
persona puede estudiar, leer muchos textos, puede entregar tareas, llevar a
cabo una tesis, puede hacer investigación... pero no entender el lugar desde
donde operan esos discursos; puede no ser capaz de proferir en esa lógica algo
que objete su propio lugar (es el candidato perfecto para ser “auxiliar de
investigación”, para aplicar saberes instrumentales). Por eso, muchos hablan de
oídas en sus clases (el docente como porta-palabra, según Mario Díaz); por eso,
se pueden hacer investigaciones a petición del cliente.
Vemos
acá una de las razones por las cuales, en nuestras manos de educadores, hemos
ido abandonando las disciplinas sociales y hemos puesto, un su lugar, unos
“saberes” empobrecidos que 1.- se justifican con buenos propósitos, pero sólo
para dejar a sus voceros satisfechos y libres de culpa; 2.- no se ocupan del
cambio que efectivamente producen; 3.- dejan intacto el problema al que
supuestamente se aplican; 4.- desconocen por qué la realidad social no es dócil
a sus propósitos; y, finalmente, 5.- buscan culpables para el hecho de que las
cosas sigan obedeciendo a la lógica que las determina.
Las
resistencias de las que hemos hablado se expresan social y personalmente.
Ejemplo del primer caso es la Santa Inquisición; ella hacía una resistencia
social que, al contar con mecanismos de poder casi absolutos, se daba ciertas
libertades. Pero, en otros momentos, hay otras instituciones, por lo que
idéntica resistencia adopta diferentes formas. También la resistencia personal
se expresa de acuerdo con las épocas, con las relaciones sociales, con el lugar
que se ocupa frente a aquel que enuncia la ciencia social. Así, la resistencia
personal se puede ejercer de muchas maneras: quedarnos dormidos al leer, juzgar
como falso aquello que nos causa displacer aceptar como cierto [Freud,
1916:20], no entender, reputar aburrido lo que oímos, creer que es un discurso
sin “aplicación” y, por lo tanto, inútil. También uno puede molestarse con el
otro, descalificarlo y, si tiene la posibilidad, no aceptar su publicación en
la revista, rechazar el programa de seminario que va a dictar… e, incluso, pasar
a la agresión... todo por el hecho de que el otro no pertenece a nuestro grupo,
a nuestra época, a nuestra iglesia, a nuestro partido, en fin, a los que
piensan como “nosotros”, los “elegidos”, los “justos”. Y si bien no se trata de
una objeción a la disciplina, pues son “argumentos” por fuera del juego (como
cuando criticamos al fútbol por no tener raquetas), terminamos por
recontextualizar las disciplinas en el espacio educativo, hasta obtener un
discurso sin filos, sin potencia heurística, comprensible para todo público...
adaptado a una esfera de la praxis ajena a aquella en la que se produce el
saber.
Las
disciplinas sociales siguen por su propio camino, mientras en el ámbito
educativo hablamos de ellas, aunque en unos géneros discursivos distintos; en
alguna medida, aludimos a ellas, pero eludiendo su capacidad
explicativa y, en consecuencia, su fuerza transformadora (porque no es cierto que
la ciencia no la tenga, que sea una habladuría de espaldas a la realidad).
Paradójicamente, aquellos géneros discursivos distintos hablan del cambio,
denuestan de la ciencia porque “no hace más que interpretar”, a diferencia de
ellos, que sí quieren cambiar. En verdad, como decían, cada uno por su lado,
Max Weber [1904] y Pierre Bourdieu [1982], el propósito de cambiar sin
conocimiento puede conducir a reproducir la condición dada, ahora justificada
con más palabras y a nombre del cambio. Curiosamente, la ciencia sí es capaz de
establecer las condiciones de posibilidad de un cambio, de mostrar la
ingenuidad que hay en querer cambiar, por problemático, un rasgo que, en
realidad, resulta constitutivo del objeto[3].
Según Weber [1904:72], la ciencia puede ayudar a que alguien
tome conciencia de que las consecuencias de cualquier acción, y por supuesto, según las circunstancias, de la no acción, significan una toma de partido por algunos valores determinados y, consiguientemente, en contra de otros valores, algo que en la actualidad tanto se ignora. La elección es asunto suyo.
Nos
representamos nuestra condición humana con creencias (opiniones, ideales,
autorrepresentaciones, prejuicios...) en las que tenemos fe, a las que
adherimos gracias al monto de afecto que les dedicamos; «una trama de errores
positivos, tenaces, solidarios [...] coordinados», como decía Bachelard
[1940:11]. Con ideas así producidas no se puede “dialogar”, como se pretende
hoy en la educación y en cierta “investigación” social. La expresión “diálogo
de saberes” (tan presente hoy en educación) pretende, de un lado, que todos los
saberes están en el mismo nivel, es decir, que no hay condiciones especiales
para abordar cierto saber; y, de otro lado, que, si una disuasión es posible, es
gracias a que las creencias se deshacen con argumentos, lo cual supone que
tales creencias, a su vez, tuvieron origen en otros argumentos y no en las
prácticas sociales y en las estructuras subjetivas. En oposición a esto, Zuleta
[1978:22] plantea que transferir una ciencia humana implica una mutación de
valores, lo cual no se produce por entrar en contacto con el contenido de unos
enunciados, ni por un propósito comunicativo.
En
cambio, transmitir ideales sociales requiere esfuerzos distintos: ilustrar,
ejemplificar, dramatizar, interpelar los anhelos de las personas, etc. (algo
propio de la re contextualización escolar). Es más fácil transmitir ideales
sociales cuando éstos tienen eco en las comunidades y en las personas, las
cuales de antemano quieren escuchar esos enunciados, aunque no tengan que ver
con lo que ellos mismos son (se llega al extremo de robar para estar a la
altura del personaje representado) o con aquello de lo que son capaces (es más
importante identificarse con el heroísmo escenificado). Enseñar una disciplina
social requiere enfrentar las creencias, no satisfacerlas. Y lo
contrario: cuando satisfacemos las creencias, no estamos enseñando nada sólo
estamos recreando el contexto.
1.2
¿Hay un camino?
La idea de comenzar el trabajo pedagógico por “el
principio” (en el caso de la investigación: identificar un problema, hacer una
pregunta, formular objetivos, hacer un “estado del arte”, etc.) presupone que
tenemos más o menos claro el camino y que podemos decirles a los otros cómo
conducirse. Esta creencia es la que lleva a hablar, sin límite a la vista, de “pedagogías”,
en plural[4]. Esta pretensión tiene
varias características:
·
Su
agente adolece de amnesia epistemológica,
pues el proceso mediante el cual él aprendió no es el mismo que pretende
hacerle transitar al otro[5]; pero ¿estamos seguros de
que por haber trasegado un camino le
podemos ahorrar a otros su camino?,
¿accedemos sin tropiezo a nuestro camino epistémico, como si fuera una parte de
nuestra autobiografía consciente?
·
Presupone
una transmisión íntegra, en la que destinador y destinatario no ofrecen
resistencia alguna; pero ¿no son procesos distintos, cada uno con sus propias
complejidades y limitaciones?, ¿no quedan unos residuos después de la operación?
·
Vislumbra
un camino ya trazado, en el que es posible identificar el comienzo y el final (es
el caso del programa de la asignatura), así como las posiciones relativas de
unos y otros en ese camino; sin embargo, como ya percibía Nicolás Maquiavelo
[1513:145], «dos hombres, obrando diversamente, logran el mismo efecto, y otros
dos, obrando del mismo modo, el uno alcanza su fin y el otro no».
Si
el objeto de conocimiento estuviera montado sobre un sistema ya conocido, no
tendríamos que investigar, solo sería necesario “informarse” (y esta es la
posición que se tiene en la vida cotidiana en relación con los productos de la
ciencia: son datos en relación con los cuales uno se puede informar, pero no se
está en post de producir ese tipo de información). Y si si fuera cierto que los
sujetos están siempre dispuestos a aprender, pues no habría que formar en esa
dirección, pues la búsqueda del saber sería espontánea. ¿De dónde, entonces, la
ilusión de un orden en el conocimiento, independientemente de la producción del
lugar del sujeto? En gran medida, esa es la idea de tener un plan de estudios,
unos estándares, unos Derechos Básicos de Aprendizaje. Para intentar una
respuesta, nos parece necesario discutir una posición sobre el sujeto, el
objeto y la teoría.
Empecemos
con el sujeto. A diferencia de un método garante (universal) del saber, que
hace de lado al sujeto (singular), el acceso a una disciplina enfrenta al
sujeto consigo mismo (no sólo al estudiante, también al profesor); produce, al
mismo tiempo, efectos sobre él. La escena no es que, al principio, falte un
saber y que, al final, tengamos ese saber; más bien, al principio tenemos un
sujeto que no le interesa el saber disciplinar y se resiste a él, y después
tendremos otro sujeto, uno que hace del saber un objeto de deseo, que lucha
contra sus propias resistencias.
Por
su parte, en el objeto hay algo más o menos consistente. Si vamos tras esa
consistencia, no sería determinante el aspecto por el que lo abordemos, el
orden en que lo asumamos. Si lo hacemos rigurosamente, terminaremos encontrando
un arreglo subyacente; entonces, ahora sus elementos se muestran como
sobre-determinados y los fenómenos que le están asociados serían realizaciones
—más o menos complejas— de dicho arreglo; o, más bien, asuntos relativos a
otros objetos de conocimiento. Entonces, si transitamos del fenómeno al
arreglo, ningún fenómeno sería privilegiado. Ahora bien, esto no quiere decir
que se pueda abordar todo al mismo tiempo; es necesario partir desde algún
punto, pero eso no es lo mismo que decir que en la teoría hay unas cosas
primero y otras después, unas cosas más importantes que otras, etc. Ante esta
concepción, la idea del método que garantiza los resultados —o que, al menos,
nos pone en un camino que lo hace más posible— queda muy mal parada. Si
cualquier punto de partida es admisible, pues todo conduce al conjunto [Zuleta,
1978:27], ¿de dónde sale la idea de que un fenómeno sería privilegiado para
emprender el camino? Este privilegio hemos de hallarlo, más bien, en cierta
pedagogía: aquella que cobra razón de ser a condición de separarse del objeto
que está en el corazón de la formación escolar (el saber), y de postular una
“autonomía metodológica” que distribuye los temas, las complejidades, las
edades, los ejemplos.
Si
hubiéramos de hablar de un método, éste sería un movimiento de idas y venidas, de
enredos, de lecturas retrospectivas... asuntos que, en todo caso,
estableceríamos a posteriori. Por
eso, se justifica hablar de formar,
más que de informar. Sin embargo, podemos convertir el espacio educativo
en un ámbito de información, suponiendo que esa es la formación, o que esta es
una acumulación de información.
Finalmente,
la teoría. En una teoría, no hay conceptos más sencillos que otros, pues todos
se presuponen entre sí, se definen entre sí; no hay elementos para ser sumados
y obtener la totalidad de la doctrina. La unidad mínima de la teoría ¡es la
teoría misma! (Wittgenstein [1936:31] lleva esta idea incluso a escala del
lenguaje: «comprender una frase significa comprender un lenguaje»). Al
respecto, dice Zuleta [:28-9]:
los conceptos no podrán ser comprendidos sino en los desarrollos más avanzados [...] lo simple que aparece en la exposición, en el fondo no es realmente inteligible sino retrospectivamente, cuando se haya entendido lo complejo [...] la definición de un concepto implica conocer todo el conjunto de la teoría de la que ese concepto funciona como elemento.
Claro
está que cuando lo abordamos en el ámbito educativo, hay que tomar decisiones
en relación con los saberes, con lo que se va a enseñar, con las intensidades, con
la complejidad de los conocimientos, con las edades a las que van dirigidas las
enseñanzas, etc.; pero eso no quiere decir que el horizonte del educador tenga
que cambiar en relación con el saber. Si no se tiene una relación fuerte con el
campo de saber, se puede creer que el saber es lo que se enseña en la escuela
cuando, en realidad, en la escuela se hace una recontextualización.
Así,
la idea de “metodología” muchas veces se basa en cierta incomprensión del
sistema teórico. Y es distinto aprovecharla para mostrar todos estos problemas,
a darle consistencia.
Veamos
el caso del psicoanálisis: en la investigación que hace Freud, de un lado, no
hay un método garantizado a prueba de sujeto, pues se trata de una práctica que
produce el sujeto ético [Miller, 1987];
y, de otro lado, su aparato teórico (cosa que Freud eleva a característica general
de la ciencia [1915b:113]), no se
monta sobre conceptos precisos: si esperamos a tener claridad sobre los
conceptos, nunca podemos comenzar, pues siempre habrá la posibilidad de
objetarlos, según se verifica históricamente. Entonces, si el cambio es
constitutivo de la ciencia, ¿en qué sentido estamos formando a alguien cuando
le enseñamos que hay un camino? Otra
cosa es que la ciencia tenga ciertas características, pero ¿no hay un salto
cuando identificamos tales características con el proceso formativo?
La
concatenación necesaria de los conceptos es el resultado —siempre
tentativo— del trabajo de una disciplina, no su punto de partida. Y, en nuestro
caso, que nos ocupamos de la formación, ¡siempre estamos en ese punto!: cada
estudiante es un punto de partida, pues no es cierto que traigan algún chip
instalado. Con esto, llegamos de nuevo a la idea de que la llamada
“metodología” tiene un débil fundamento epistemológico. A veces, un texto, pese
a la debilidad de su propuesta, puede ser crucial, a raíz de su lógica interna.
Así mismo, una pesquisa que más o menos identifica un objeto puede fracasar, en
términos de sus propósitos, y, sin embargo, puede representar un gran avance,
en la medida en que encuentra un nuevo punto de partida, o nuevas salidas.
Según el físico Max Planck [1949:51], es inestimable lo que se aprende en un
proyecto que fracasa. Al respecto, Zuleta [1978] trae el siguiente ejemplo: en
su investigación para explicar la homosexualidad masculina, Freud no logró su
cometido, pero encontró que la heterosexualidad era igual de misteriosa, que ni
la homosexualidad ni la heterosexualidad eran naturales en los seres hablantes.
Sólo
se puede seguir una hipótesis hasta sus últimas consecuencias, a condición de
no saber hacia dónde se va, y a condición de estar dispuesto a abandonarla.
La
ciencia, de un lado, unifica fenómenos que, de ordinario, se perciben como
pertenecientes a ámbitos distintos [Zuleta, 1978:36]; y, de otro lado,
desagrega fenómenos que, de ordinario, se perciben como pertenecientes al mismo
ámbito. Ejemplos del primer caso: la ley de la gravedad permite unificar fenómenos
tan aparentemente dispersos como la caída de un cuerpo, las mareas y la órbita
de los planeta; así mismo, el olvido, el chiste y el sueño, tan aparentemente
desconectados entre sí, obedecen, no obstante, a la misma gramática: son formaciones del inconsciente [Lacan,
1957-8]. Ejemplos del segundo caso: peso y masa nos parecen concomitantes, pero
basta con neutralizar la gravedad, para comprobar que el peso no le pertenece
al objeto, sino que aparece bajo la acción de un campo gravitacional; así
mismo, en un fenómeno como el agua, somos incapaces de discriminar entidades
absolutamente diferentes como son el hidrógeno y el oxígeno, distinción que
sólo es posible hacer en el marco conceptual de la química.
Entonces,
la conexión subyacente que la ciencia encuentra no es perceptible: es
otra dimensión de la realidad, a la cual sólo nos aproximamos mediante un
recurso abstracto-formal; este recurso, por lo tanto, obra contra la idea que no permitía “percibir” tal conexión. De igual
modo, es forzoso deshacer la idea que hace “percibir” una unidad, que aglutina
fenómenos, como si pertenecieran al mismo ámbito.
Las
creencias que aíslan elementos no obstante estar ligados formalmente, o que
aglutinan elementos que no poseen relación estructural, no tienen motivaciones
explicativas (querer-saber), sino integrativas o justificativas
(querer-estar-ahí). Y de ellas se siguen posturas del sujeto, reacciones frente
a los demás, frente a lo social, frente a sí mismo. Por ejemplo: sentirse dueño
de sí, amo en la propia casa; sentirse como el centro del universo, el objeto
de la mirada divina; creerse llamado a liberar a los demás de sus ataduras;
etc. De lo anterior se puede concluir lo siguiente: una matriz social de
discursos (sin tener mayores motivaciones explicativas) hace ver como aislados
o como aglutinados ciertos elementos sensibles. En cambio, cuando se busca
saber (una de tantas opciones sociales), de un lado, se formulan vínculos
no-sensibles (se relaciona); y, de
otro lado, se desvirtúa vínculos sensibles (se discrimina); y esto se hace mediante un recurso formal que
relaciona elementos inteligibles (no
entidades sensibles).
Los
saberes de la ciencia se pueden exponer con arreglo a la lógica del campo. Entonces,
1.- se les habla a los pares que trabajan en una línea en la que confían; a
ellos se les exponen los resultados, pues honran la misma gramática, en el
interior de la disciplina (sociólogos durkheimianos hablando entre sí); 2.-
desde la pugna por la gramática, se les habla a los pares de procesos y de
resultados: se enuncia que algo del objeto no es como ha venido siendo descrito
y comprendido, y se explica la alternativa y se exponen los hallazgos
(sociólogos hablando entre sí).
Pero
esos saberes también se pueden exponer en esferas de la praxis relativamente
ajenas a dicha lógica conceptual del campo. 1.- con el propósito de acercar a
cierto público a la teoría (el investigador asume el rol de formador), se le
expone algunos procesos, se le hace seguir los avatares de la investigación
—como dice Zuleta [1978:36]—, «una encrucijada de caminos que hay por explorar
y no un camino ya abierto, preconocido en el que con seguridad se llega a la
meta, siempre que se siga bien» [:37]; 2.- con el propósito de divulgación (el
investigador asume el rol de informador); 3.- en cumplimiento de un requisito:
a las instancias (a las que financian, por ejemplo) se les acomodan tanto los
resultados como los procesos [Joliot, 2001].
Ahí
podemos buscar diferentes modalidades de relación del docente con el saber. Pero
¿si no hay campo del saber, si no hay una gramática en pugna, si no hay
categorías? En ese caso, sólo parece quedarnos un cumplimiento ante instancias
que quieren saber sobre el diligenciamiento de formatos institucionales.
1.3
Formas advenir la verdad
Los docentes pueden enseñar ideas que podríamos
definir, brevemente, como “verdades”. lo digo así porque en la educación actual
se suelen repetir ideas como las siguientes: “la verdad es relativa”, “no hay
una sola verdad”. En términos generales, estas ideas podrían considerarse como
acertadas, pero ¿a qué le tributan?, ¿qué buscan”. Advertido de que se puede
buscar una neutralización del saber de la ciencia, Max Planck —físico y
matemático alemán— decía [1949:52]: «La repetida frase “todo es relativo” es
equívoca e insensata». Nos parece que es equívoca porque, para ser enunciada,
requiere que al menos esa frase no sea relativa; ¿acaso es relativa la idea de
que “la verdad es relativa”? (la serpiente se muerde la cola). En contra del
supuesto autoritarismo de las ideas de la ciencia (cuya verdad depende siempre
de unas condiciones), se instaura el reino del “todo vale”, donde sólo vale la
pequeña verdad individual o grupal que no se quiere someter más que al arbitrio
propio y que sólo tolera al otro por la disuasión de sus dientes. Y las
pequeñas verdades, con ese régimen, conducen a la segregación. De otro lado, lo
contrario no es el imperio de una sola verdad (que, bajo ese régimen, en
realidad sería “un solo capricho”), sino el rigor vigilado por una
comunidad a la que puede pertenecer todo aquel que haga el esfuerzo por conocer
las reglas del juego.
Establecemos
a continuación una serie de juicios de verdad que van mucho más allá de esas
ideas (“la verdad es relativa”, “no hay una sola verdad”) que, en realidad, se
instalan más en el campo de los “derechos”; es decir: más que enunciar algo
sobre la posibilidad del conocimiento, predican que todo el mundo tiene “derecho
de hablar”, que nadie tiene más derecho que otro (esto implicaría que los
enunciados tienen todos el mismo estatuto, ¡lo cual no quieren ver aplicado a
su afirmación de que “no hay una sola verdad”, o de que “todos tienen derecho a
hablar”, pues aspiran a que ésas sí sean verdaderas!). Eso es una reducción del
problema, pues —en aras a la discusión— podríamos decir que todo el mundo tiene
derecho a ser gimnasta, pero de hecho no todos practican la gimnasia y, entre
quienes la practican, hay unos que lo hacen mejor que otros. ¿Vamos a reclamar
que tenemos derecho a una medalla olímpica sin haberle dedicado la vida a esa
práctica? Igual pasa con el saber: hay unos que estudian, que le dedican la
vida a una disciplina teórica. Y hay otros que no. Pero, curiosamente, entre estos
últimos hay unos que, sin hacer un esfuerzo similar, sí exigen el derecho a que
sus afirmaciones —o las de sus defendidos— tengan el mismo estatuto en relación
con el saber disciplinar (de ahí la idea de “diálogo de saberes” que se ve
impedida a a hacer exigencias de trabajo... o que ha renunciado a exigir).
En
relación con lo político, por supuesto que enunciados diferentes pueden tener
igual estatuto (los votos, por ejemplo, se cuentan por igual, más allá de las
ideas que suscriban), pero no frente al saber disciplinar. Pero, aún en lo
político, el efecto de los enunciados establece diferencias entre ellos, según
Arendt [1958]: en el ágora, todos los
participantes —que no son todos los habitantes de la polis, valga la aclaración— tienen derecho a hablar, pero no todos
los discursos trascenderán, pues eso no es algo determinable de antemano por el
hablante (como cuando decimos “voy a hacer un aporte”), sino algo que decide el
auditorio, en función del estatuto otorgado —a posteriori— a tales discursos. Allí los sujetos están jugados de
modo contingente, en tanto acción, regidos por la libertad; no es un ámbito,
como el del trabajo, donde rige —en gran medida— la necesidad y donde los
enunciados se juzgan de otra manera. Así las cosas, estamos formando estudiantes,
¿en la dirección a que el estudio sea labor, trabajo o acción (en la
terminología de Arendt)? La discusión en un campo de saber no atiende a las “opiniones”,
supuestamente “libres”, sino a los enunciados atados a una gramática.
Veamos
niveles distintos de juicio sobre los enunciados, para evidenciar que no es un
asunto de buenos y malos, de derechos, de ejercicio del poder; es algo más
complejo, que compromete altas dosis de trabajo («una práctica muy compleja […]
que sólo puede ser realmente dominada al cabo de un largo aprendizaje»
[Bourdieu, 2000-1:19]), sin esquivar, por cierto, los asuntos políticos.
Hablaremos entonces de verdades formales, teóricas y experimentales:
Verdad formal
Se
dirime de cara a las exigencias de un sistema formal de operaciones, sin
correlato objetivo alguno: es sólo una gramática (es el caso de las matemáticas).
En tal perspectiva, lo “verdadero” es tautológico, pues los principios que
hacen posible hacer enunciados son aceptados por quienes acuerdan operar con
ellos. Ejemplo: si trabajamos en base diez, 2+2 da 4; y eso no tiene discusión,
pues obedece a las reglas generadoras. Volvamos a la suma: si, en cambio,
operamos en base tres, el resultado de 2+2 cambiará, será 11 (en este caso no
se lee ‘once’), pero también será incontestable (no podemos usar esas
diferencias —operar en base 10 o en base 3— para introducir una relativización).
Y una actividad tan elemental como el juego, opera de la misma manera; y,
curiosamente, quienes abogan por la “relatividad de la verdad”, quienes pelean
contra una “verdad absoluta” que ellos mismos se inventan, cuentan con ella
cuando juegan: no quieren que les hagan trampa.
¿Se somete a discusión la idea de ‘jaque’? En ajedrez no hay una opción
intermedia: o es jaque o no es jaque, no cabe opinión alguna, ni diálogo de
saberes, ni relativización histórica o cultural.
En
los juegos hay, por supuesto, decisiones difíciles, pero las alternativas se
mueven en un marco previsto, donde hay valores entre los cuales decidir, que
van desde 2 —verdadero o falso, por ejemplo— hasta lo que decidan los
involucrados (no es cierto eso de que las lógicas dicotómicas sean
restrictivas, como sostienen muchos en la educación actual). Entonces, desde
esta perspectiva, las proposiciones pertenecen o no pertenecen al sistema,
aunque por momento esté en discusión esa pertenencia (lo cual no genera una
tercera posibilidad sino una espera para definir una de las dos posibles). Si
pertenecen, sólo se les puede atribuir valores del sistema: o ‘verdadero’ o ‘falso’,
por ejemplo, cuando hay dos valores disponibles; pero también podría ser o ‘contingente’
o ‘necesario’ o ‘posible’ o ‘imposible’, como en el caso de la lógica modal que
tiene cuatro valores. En cambio, si la proposición no pertenece, no se puede
juzgar; y cuando, por ejemplo en un juego, decimos “trampa”, ¿qué pasa?… pues es
equivalente a decir que se está fuera de juego, no que sea una jugada débil o
una jugada robusta.
Verdad teórica
Aplica
a objetos abstracto-formales que tienen algún correlato concreto-real (como en
la sociología o en la física); en ese caso, la “verdad” concierne a un campo de conocimiento, no se dirime
ante la opinión (las deducciones de Copérnico estaban en contra de la opinión
de toda la población mundial, y no por ello eran falsas). De tal manera, para
estar a la altura de dirimir la “verdad” de una teoría, no basta con reclamar
“derechos” o con decir que se tiene “otra opinión”: se requiere tener
conocimientos, saberse mover en la teoría respectiva. Y claro que, a esta
escala, no hay verdad única, pero en la medida en que diversas posturas
sostienen asertos distintos, pero rigurosos, con ajuste a la gramática acordada
en el campo, o bien a la luz de gramáticas posibles en su seno (en ese sentido,
Marx daba cierto valor a la economía clásica)[6].
O
sea que sólo desde dentro del campo
es válida la idea de que no habría verdad única; decirlo desde afuera es una falacia[7],
pues se desconoce el sistema que permite enunciar con aspiraciones de validez
universal. Desde dentro, podemos hablar de verdadero/falso (en el caso de una
aseveración), o plausible/–plausible (en el caso de una hipótesis), o acertada/desacertada,
en el caso de una predicción. Y sabemos que esos juicios pueden cambiar en el
futuro; pero sería necio, a nombre de que mañana podrían cambiar, declararlos
relativos hoy, cuando son estimados en el campo de trabajo, cuando son productivos
(sería equivalente a negarse a vivir, en atención a que algún día vamos a
morir). En este caso, la verdad se dirime delante de un conjunto de otros que
sostienen ese saber. Un enunciado, con pretensiones explicativas sobre el mismo
objeto, pero externo a lo que esos otros pueden concebir, no es falso... en
principio es ajeno, pero si pretende
explicar, podríamos decir —como sugiere Bachelard [1940:104]— que es absurdo. Puede ser “falso” decir que un
electrón está en determinado orbital de la secuencia establecida, siguiendo el
principio de Aufbau. Pero si alguien afirma que el electrón está por fuera de
esa secuencia, ya no se puede decir si es verdadero o falso, sino que es absurdo. Esa afirmación ni siquiera es
falsa, porque no tiene valor explicativo; se sale de lo que un campo de
trabajo ha establecido a lo largo de más de un siglo (y esto no impide que más
adelante se lo pueda reconsiderar, pero no por las razones que argüía, pues de
ser así, habría sido explícita su objeción a la gramática vigente). La
diferencia entre la formulación teórica y el hallazgo experimental es una razón
suficiente para diferenciar la verdad teórica de la verdad experimental. El
gravitón fue “verdadero” teóricamente durante mucho tiempo, antes de que su
hallazgo experimental hubiera llegado recientemente (dada la baja energía que
le predecía la teoría).
Verdad experimental
Las
disciplinas también establecen experimentalmente verdad y falsedad, con ayuda
de la teoría, que no sólo es la única capaz de leer el experimento, sino que es
la responsable de concebirlo; me dice sentido el experimento es una teoría
materializada como dice Bachelard [1934:18; 1940:24]. Y esto, de nuevo, no
niega que se puedan reconsiderar decisiones anteriores, gracias a que —más
adelante— la teoría pueda pensar mecanismos de “prueba” y/o que la tecnología
sea capaz de desarrollarlos. Pero, de nuevo, se trata de una relatividad en el tiempo, no de una relatividad
permanente y actual (que, de ser real, terminaría por desaconsejar todo esfuerzo
por comprender).
En
los tres casos mencionados, es necesario conocer: en el primero, el sistema
formal; en el segundo, la teoría que, a su vez, puede tener un componente de
conocimiento formal (lo cual exige hacer parte del campo); y, en el tercero, es
necesario conocer la manera de experimentar de la teoría. De esas condiciones
(aisladas metodológicamente, pues se imbrican todo el tiempo en los casos
específicos), ninguna tiene que ver con el derecho, ni con la opinión, ni con
la representación. Las tres tienen que ver con el trabajo cognitivo,
inconmensurable con el ámbito donde operaran el derecho y la opinión.
De
hecho, si una idea de “verdad” admitiera la de derecho, si admitiera
relativizarse para dar cabida a consideraciones políticas, estaríamos hablando
de otra esfera de la praxis. Tal como dijimos más atrás, la validez de una
afirmación en la vida social depende del eco que tenga en los receptores. Así,
en términos políticos, Copérnico no tenía razón; en cambio, en términos
epistemológicos, tenía razón más allá de que el resto estuviera en desacuerdo.
Entonces,
¿dónde estamos si hoy en educación si los criterios tienden cada vez más a
ideas tales como participación, igualdad, inclusión, tolerancia, democracia, diálogo,
intersubjetividad, etc.?
Así
las cosas, en lugar de “verdad”, tal vez sería más propio hablar de adhesión —para usar el concepto de
Armando Sercovich [1977:71]—, en virtud de la cual consideramos verdadero lo
que nos produce satisfacción y falso lo que nos causaría displacer aceptar como
cierto [Freud, 1916:20]. En un caso así, el criterio es la satisfacción, no la
razón. Esto es legítimo en su ámbito, donde se puede adherir a un enunciado,
incluso sin entenderlo. Tal relación con el discurso no se despliega con el
interés de conocer, sino para integrar el conjunto de los que tienen la misma
tentación (o si no, ¿por qué los creyentes en gran medida están repartidos
geográficamente?). Ahora bien, todo sujeto, puesto a juzgar en un campo de
saber, puede tener la tentación de hacer pasar por verdadero un discurso al
cual adhiere; pero resulta que tiene pares, pues se piensa delante de otros que también intentan hacerlo con las mismas
herramientas.
Si
fuera política, ¿es preciso decir que el enunciado que defiende la libertad y
lucha contra la desigualdad es verdadero y que su contrario es falso? Ese
juicio no parece pertinente en esa esfera. Más bien habría que hablar de rectitud, en función de una normatividad
compartida —ideal o existente—, no de conocimiento, independientemente de la
cantidad de saber que implique el diseño y/o la implementación de dicha
normatividad. El tipo de decisión que se toma para optar por este juicio de ‘±rectitud’
es completamente legítimo en su ámbito. Un comportamiento ajustado a
ciertas normas compartidas puede considerarse justo o recto, pero es impreciso
llamarlo ‘verdadero’ (aunque queramos poner el sello de la “verdad” para
reafirmar nuestra devoción). Y un comportamiento distante de tal normatividad
puede considerarse ‘injusto’, ‘parcial’, ‘sesgado’, ‘transgresor’... pero no ‘falso’.
El
sentido, el impacto, la validez, la fuerza... del juicio dependen de la esfera
de la praxis en que se emite. Y en un ámbito como el educativo, donde se
mezclan muchas especificidades, difícil resulta hacer entender que ni el saber
remplaza la política, ni la política remplaza al saber. «No es función de una
ciencia de la experiencia investigar ideales y normas obligatorias para poder
deducir desde ahí alguna receta para la práctica» [Weber, 1904:69]; la
confusión lleva a lo que Bourdieu [1982:28] considera una falsa sustitución: la
fácil denuncia política en lugar de la compleja crítica científica. Si nos
parece que el saber debe rendir frutos en el cambio social, no podemos olvidar
que, como dice Bourdieu [:26], las revoluciones científicas no son cosa de los
más pobres científicamente, sino de los que han adquirido un capital cultural,
con lo que nuestra convicción tendría futuro si enriquecemos conceptualmente a
aquellos a quienes queremos ver beneficiados por nuestra acción transformadora,
no si nos empobrecemos nosotros, para estar a la par de ellos, supuestamente
para no imponerles un saber “ajeno”, para “reconocer” su saber (hoy en
educación se habla, por ejemplo, de saberes “ancestrales” y “locales”)... todo
ello sin considerar las esferas de la praxis donde han sido creados y a cuya
continuación tributan (y no tanto por su contenido... con lo que proponerles
otros contenidos, no altera su poder).
Una
cosa es la eficacia simbólica —como
la llama Claude Lévi-Strauss [1949]— de un ritual, que incluye acción y
discurso, y otra cosa es entender cómo
se produce esa eficacia. El discurso que acompaña a un ritual no es una
explicación de su eficacia, pero, en su ámbito, es la compañía necesaria e
imprescindible de la acción, de la eficacia del ritual. El ámbito de la
comprensión es distinto. Distinto, no mejor. El primero busca que el ritual
funcione, y puede funcionar efectivamente. Pero no se necesita saber cómo
funciona para hacerlo funcionar. Algo parecido ocurre en educación: podemos
hacerla producir sus efectos y, sin embargo, no saber cómo lo hicimos (aunque,
por supuesto, podemos decir muchas cosas acerca de lo ocurrido). En relación
con la economía, por ejemplo, tenemos discursos que legitiman nuestra inserción
en los procesos económicos, hacemos funcionar la economía con nuestras
acciones, que vienen acompañadas de palabras... pero, como hemos visto, nuestra
relación con el proceso social es de enajenación, de edificación de fetiches.
Si uno quiere hacer funcionar la economía, no necesariamente tiene que
entenderla. Donald Trump es un empresario acaudalado, pues sabe hacer negocios,
pero ¿conoce el funcionamiento de la economía? Sabe cómo hacerla operar en su
beneficio. Pero si uno quiere conocer cómo funciona algo en lo social y de
dónde saca su eficacia, forzosamente tiene que utilizar conceptos, categorías,
teorías. Y esas teorías no hacen funcionar los asuntos sociales, sino que
buscan comprenderlos. Por supuesto, a
posteriori pueden usarse esos conocimientos para intentar cambiar o
mantener los procesos sociales, pero eso se hace en otra esfera, en otro
momento (a veces pasan décadas... y, entonces, quienes aplican ya nada tienen
que ver con los propósitos de aquellos que comprendieron); y allí el saber se
recontextualiza, se adapta, se usa al servicio de otras ideas que no son
necesariamente las que lo hicieron posible.
En
la escuela se puede usar el conocimiento para atacar o para salvaguardar otras
modalidades de conocimiento. Pero, en cada caso, ¿se trata de conocimiento?, ¿de
una recontextualización política? Las disciplinas suelen ser inconmensurables
en la medida en que tienen objetos abstractos formales distintos, así se
apliquen a veces a los mismos fenómenos; de esta manera, encontramos
oposiciones pero no de las teorías sino de sus inscripciones en esferas de la
praxis sociales. Cosa distinta es la pugna interna a la disciplina, que puede
ser encarnizada, pero qué quiere hacer existir ese objeto abstracto formal. Es
muy fácil, en ámbitos educativos, hablar mal de alguna disciplina, porque para
ello generalmente no se la conoce, sino que se quieren impulsar ciertos
criterios de naturaleza política. Eso no es vida académica, propiamente dicha.
Un
ejemplo, para terminar: la lingüística intenta comprender las lenguas. Pero la
defensa de las lenguas aborígenes no es tarea de la lingüística, aunque los lingüistas
sean defensores de las lenguas indígenas, aunque puedan usarse sus
investigaciones para resaltar la riqueza que hay en la proliferación de las
lenguas, dado que cada una es única, que cada una representa la manera
específica —una, entre muchas posibles— como una cultura organizó su mundo.
Pero también se han usado los desarrollos de esa disciplina para catequizar a
los pueblos indígenas: se contrata a unos lingüistas para producir alfabetos de
esas lenguas y, así, poder traducir textos religiosos para esos pueblos. Sabemos
que el producto de esto, a largo plazo, puede ser la aculturación, pero ¿hemos
de culpar a la lingüística, cuando gracias a su trabajo se pueden hacer cosas
tan distintas, incluso opuestas, como la defensa de las lenguas y la aculturación?
¿No será, más bien, un asunto de política, de la posición que algunas personas
(entre las que puede haber algunas que, en otro momento, hacen lingüística)
pueden o no tomar en otra esfera de la praxis que no es la investigación de las
lenguas?
[1] Muchas investigaciones en educación se
preguntan por las ‘representaciones’ de cierto sector social, frente a sendos
temas. Una muestra al azar: «Representaciones sociales de los profesores sobre
sus procesos de formación docente»; «Las representaciones de los profesores
universitarios ante el cambio»; «El docente de educación primaria,
representaciones sociales de su tarea profesional»; «Las representaciones de
alumnas y alumnos de primaria y secundaria acerca de la igualdad de educación
entre niños pobres y ricos». Tomadas de «La teoría de las representaciones
sociales. Su uso en la investigación educativa en México». Juan Manuel Piña
Osorio y Yazmín Cuevas Cajiga. Perfiles
educativos vol.26 No.105-106. México, ene. 2004. http://www.scielo.org.mx/scielo.php?pid=S0185-26982004000100005&script=sci_arttext
[2] Tenemos el testimonio histórico de que,
cuando la humanidad ha intentado ocuparse de la naturaleza (Copérnico, Darwin),
también ha habido resistencias vehementes.
[3] Por ejemplo, no es infrecuente encontrar el
propósito de hacer investigación que “mejore el clima institucional”, mediante
acertadas formas de comunicación. Pero, quien asuma la postura propia de la
comprensión del lenguaje y de la comunicación, entenderá que el “mal clima
institucional” no lo producen unas “males formas” de comunicación, sino al
contrario; y que el lenguaje y la comunicación no son manipulables, tal como se
espera en ese propósito.
[4] Así, quien quiere destacar algo que le
interesa, agrega una palabra, con lo cual no pugna en el campo por la
caracterización de lo que
ocurre en educación, sino que crea ilusoriamente otro campo: “pedagogías críticas”, “pedagogías
del amor”, “pedagogías incluyentes”, etc.
[5] Muchas referencias bibliográficas se limitan
a los colegas que hablan del mismo tema. Ahora bien, a diferencia de los
estudiantes, esos profesores probablemente tuvieron que leer el canon histórico
y sociológico. ¿Se le quiere ahorrar tal recorrido a los estudiantes? Luego de
la permutación generacional, ¿no desaparecerá tal canon del espacio escolar?
[6] Según Zuleta [1978] consideraba a la
“economía clásica” —surgida cuando la burguesía combatía los derechos feudales—
como contradictoria, pues si bien buscaba, como la ciencia, reducir lo que
parece disperso, contribuye, sin embargo, a considerar naturales las relaciones
de producción capitalistas. En cambio, de la “economía vulgar” —surgida
después, cuando la burguesía combate al proletariado— decía que era una apología
del capitalismo: homogénea, auto-consistente, enteramente ideológica. ¡O sea,
no se la puede considerar falsa, ni se puede discutir con ella!
[7] Es el sentido de la idea de Max Planck
reseñada más atrás.