Profesor: Carlos Ernesto Noguera Ramírez
Pedagogización de la sociedad y crisis de la educación
1. Introducción
En el momento actual
en el que la formación de un pensamiento crítico ha dejado de ser consigna
revolucionaria y se ha convertido en un propósito común de cualquier programa
académico, compartido por instituciones gubernamentales, organismos de
cooperación, movimientos políticos diversos, organizaciones no gubernamentales,
etc., proponer una crítica no resulta algo sorprendente y, por el contrario,
particularmente en el marco de una institución universitaria de carácter
oficial como la nuestra, resulta una propuesta casi obvia, esperable y quizás
esperada.
Pareciera que la
crítica está en el orden del día. Ser crítico, criticar, tomar posturas
críticas, tener un pensamiento crítico no solo es algo deseable sino casi una
exigencia, por lo menos en el espacio académico. Podría decirse, entonces, que
con este curso magistral estoy ratificando mi condición de académico, de
profesor de una universidad calificada como “pública”, en fin, estoy en el
lugar adecuado y haciendo lo que se espera que debo hacer. Sin embargo, hay
algo de incómodo en el título, o mejor aún, en el problema mismo que me he
planteado para desarrollar en este curso: ¿acaso no hay ya suficientes críticas
a la pedagogía? El curso entonces, ¿se propone retomar o presentar, esas
críticas? ¿es un curso sobre o desde las “pedagogías críticas”? ¿es posible una
nueva crítica, una crítica diferente a la ya tan criticada pedagogía?
Como verán, la
situación en la que me he colocado no es propiamente cómoda. Pero debo decir,
en verdad, que no me coloqué hay, no escogí voluntariamente ese lugar, más bien
considero que fui llevado hasta allí por efecto de ciertas preguntas y ciertos
análisis en los que me envolví durante los últimos años. En un momento inicial
pensé en abandonar la idea de emprender una crítica, hasta consideré la
posibilidad de rechazar cualquier actitud crítica en vista de la existencia de
tanta crítica, de tanto pensamiento crítico, de tantas teorías críticas. Pero
el ejercicio de mi entendimiento me llevó a percibir que era esa una vana
posibilidad, o mejor, una imposibilidad. No es posible abandonar la crítica sin
renunciar a la condición misma del pensamiento. La opción que quedaba era, entonces,
intentar una crítica más sobre un asunto ya bien, o por lo menos, bastante
criticado.
Y aquí estoy
iniciando este curso magistral. Al final de estas sesiones volveré a retomar
este problema de la crítica, pues, desde luego, se trata de un asunto de primer
orden que vale la pena abordar con mayor profundidad. Por ahora, les sugiero
que recorramos un camino en donde podremos ir
encontrando elementos para, tal vez hacia el final del curso, poder
pensar con algo de mayor profundidad ese asunto tan presente, tan actual, tan
valorado hoy como es la crítica. Mi propuesta es, entonces, no definir la
crítica de antemano, sino asumir desde el inicio una actitud de crítica que nos
permita luego pensar o repensar el sentido de la crítica. Y en ese sentido, considero
que un “curso magistral” es un buen comienzo para ello.
Imagino que varios
se preguntarán cómo un curso magistral puede ser un escenario para pensar en la
crítica, o para promover el pensamiento crítico, pues se trata, evidentemente,
de una forma tradicional, medieval para ser exactos, de lo que podríamos llamar
retrospectivamente ( y sólo retrospectivamente), una relación pedagógica. En
otras palabras, ¿cómo hacer una crítica
a la pedagogía partiendo de una postura pedagógica tan tradicional al punto que
los estudiantes no tendrán voz? Sin embargo, eso que parece una contradicción,
es una apuesta, es decir, forma parte de la actitud crítica que me he propuesto
desarrollar ante (y por eso, en alguna medida, con) ustedes. Sí, definitivamente,
¡qué mejor escenario puede existir hoy para elaborar una crítica a la racionalidad
pedagógica contemporánea que un curso magistral! Un curso magistral donde sólo
el profesor habla mientras los estudiantes escuchan; un curso magistral en la
Universidad Pedagógica: ¿será una muestra de su crisis? Un curso magistral en
el momento en que, por fin, las clases son participativas, los programas de los
profesores son negociados (¿negociación de saberes?), los profesores (¿como
Sócrates?) declaran no saber (por modestia, porque no se deben sentir
superiores a los estudiantes, porque hay que reconocer que todo mundo sabe algo
también, o simplemente porque en verdad no saben). Un curso magistral después
de Freire. Sí, esa es la primera actitud crítica frente a ciertas pedagogías
contemporáneas, esas pedagogías “light” que pretendiendo la libertad y la
autonomía, están llevando a los jóvenes hacia la medianía y el conformismo.
Ahora bien, si el
asunto de la crítica me incomodó un poco en el momento de preparar este curso,
por el contrario, hablar de domesticación, de ejercitación y de animal humano,
me parecieron, desde el comienzo, cuestiones sugestivas adecuadas a mis
propósitos y a mis reflexiones más entrañables. Desde luego tales términos
forman parte de la actitud crítica que intento construir, pero no se deben
llevar a malentendidos. Podría pensarse que se trata de una denuncia sobre los
vínculos estrechos entre la educación y la domesticación y sobre la forma como
la educación en la modernidad ha llevado a conformar un animal humano antes que
un verdadero humano. Pero no se trata de eso. Parte de mi actitud crítica tiene
que ver con nombrar de manera clara la cuestión que encierra la educación sin
pensar o plantear ningún ideal que la rescatara de esa precaria condición. Hoy
como ayer, la educación se ha jugado en el terreno de la domesticación humana,
pues el humano no es más que un particular tipo de animal domesticado. Ahora
bien, esa domesticación, en cuanto técnica, en cuanto arte, ha producido
diversos resultados y no sabemos qué más podrá producir: ha producido seres
obedientes, dependientes, heterónomos, pero también, ha llevado a la creación
de individuos (y pueblos) orgullosos de su existencia, de su independencia, de
su poder, de sus posibilidades, de sus acciones.
Sin la domesticación
no existiría el llamado Homo sapiens; lo más sublime de nuestra historia, lo
más admirable de nuestra actualidad es sólo fruto de una domesticación y de una
ejercitación. Unas formas de conducirnos y unas formas de conducir a los otros,
unas formas de administrar nuestros instintos, nuestras fuerzas, nuestras
limitaciones, nuestras posibilidades y nuestros deseos. Qué bueno que
Sloterdijk nos permitiera hablar de nuevo de esa manera, recordar al viejo
Nietzsche quien nos enseñó que en este planeta se ha producido una particular
especie de ejercitantes, por eso lo llamó el planeta de los seres ejercitantes,
el planeta ascético, el planeta en donde desde hace unos miles de años unos
animales no han dejado de practicar, de ensayar, de repetir, de reiniciar, de
trabajar para darse una forma, para alcanzar algo más allá, para superarse, y
todo ello sin ninguna garantía de éxito, sin saber a dónde ni por qué.
Pedagogización, educacionalización
Como con la grande
mayoría de los asuntos que aquí serán planteados, no soy yo el autor de esos
conceptos de educacionalización o pedagogización. Para el caso nacional fue tal
vez el profesor Mario Díaz quien, al final de su libro (tesis doctoral) sobre el
Campo Intelectual de la Educación en Colombia (1994), utilizó por primera vez
esa expresión para referirse a las transformaciones contemporáneas del
dispositivo pedagógico. Autores como Depaepe (2008) señalan que fue el
sociólogo alemán Janpeter Kob quien acuñó el término hacia finales de la década
de 1950 y ya tres décadas después, una francesa, escribía un libro titulado “La
sociedad pedagógica” (Beillerot, 1982) en el que analizaba algunas de las
formas de pedagogización de la vida cotidiana de esos años que no han dejado de
intensificarse y expandirse. Recientemente, Smeyers & Depaepe (2008),
profesores e investigadores belgas del campo de la educación, editaron un libro dedicado al tema de la
“educacionalización”, resaltando la importancia y pertinencia de esa categoría
para el análisis de la expansión de la educación en el mundo occidental
moderno.
Siguiendo algunos de
esos autores podría definirse la pedagogización (o educacionalización) como una
categoría para describir la orientación general de los procesos centrales y
desarrollos de la historia de la educación, o como un concepto relacionado con
la expansión cuantitativa y cualitativa de la intervención educacional y
pedagógica en la sociedad moderna. Si bien para estos autores se trata de un
asunto vinculado con la propia historia de la educación occidental en la
Modernidad, podría decirse que durante el último medio siglo el fenómeno se ha
vuelto más evidente como lo demuestran las reflexiones de intelectuales de
distintos campos de las ciencias sociales y humanas.
Por ejemplo, en
1993, Peter Drucker, filósofo y economista de origen austriaco lanzaba su libro
La sociedad poscapitalista donde
anunciaba la llegada de un nuevo tipo de sociedad fundamentada en el
conocimiento, es decir, se trataba de una sociedad en donde el recurso
económico fundamental, el medio de producción fundamental ya no eran ni la
tierra ni el trabajo, sino el conocimiento, más particularmente, el
conocimiento especializado. Desde luego, Drucker no estaba proponiendo una reivindicación
del conocimiento en sentido humanista, el conocimiento de las humanidades, la
cultura general que persiguió el bachillerato clásico europeo del siglo XIX y
parte del XX. Se trata más bien de un know-how,
de un saber hacer, de un conocimiento que se prueba a sí mismo en la acción,
conocimiento que es información eficaz para orientar la acción, conocimiento
enfocado hacia unos resultados (Drucker, 2004). En este sentido, la educación o
la “persona educada”, en palabras de Drucker, está en el centro de las
preocupaciones de esa nueva sociedad y dada su importancia, la educación no
puede ser más un monopolio de las instituciones escolares, la sociedad toda
debe ser una sociedad educadora:
“La educación en la sociedad postcapitalista tiene que saturar a toda
la sociedad y a las organizaciones que dan empleo: las empresas, las oficinas
del gobierno, las entidades sin ánimo de lucro, deben convertirse en
instituciones de aprendizaje y enseñanza, y las escuelas tienen que trabajar en
asociación con los empleadores y las organizaciones que dan empleo” (Drucker,
2004, p. 270).
Unas décadas antes,
E. Faure (1973), como presidente de una Comisión conformada por la Unesco para
analizar las condiciones de la educación mundial en ese momento, acuñaba en su
informe dos términos nuevos que posteriormente serían bastante conocidos en el
medio educacional: ciudad educativa y
educación permanente. Los
investigadores anglosajones tradujeron el primero de ellos como learning society, sociedad del aprendizaje
o sociedad aprendiente y el segundo término ha llevado a otros a pensar en la
condición del hombre contemporáneo como un lifelong
learner, un aprendiz permanente o un cosmopolita inacabado (unfinished Cosmopolitan) según Popkewitz
(2009).
Otros investigadores
como Simons y Masschelein (2008) utilizan la categoría dispositivo de
aprendizaje para explicar la manera como funciona el liberalismo avanzado
(neoliberalismo) en su condición de práctica de gobernamiento de la población,
o dicho en otras palabras, para explicar cómo el liberalismo avanzado es una
forma de gobernamiento que funciona a través del aprendizaje. Esto significa
que como efecto de una compleja estrategia de saber-poder, un conjunto
significativo de asuntos relacionados tradicionalmente con la acción de Estado
son cada vez más considerados como problemas de aprendizaje. Así, el desempleo
antes que un efecto estructural del sistema es visto como la falta de iniciativa
(emprendedorismo) o de competencias de los ciudadanos; los problemas de salud,
al ser considerados como efecto de los hábitos y prácticas de los individuos,
requieren de aprendizajes o re-aprendizajes especializados sobre hábitos
alimentarios, prácticas saludables y control de riesgos; la participación
ciudadana, igualmente, es un asunto que involucra aprendizajes relacionados con
el funcionamiento del Estado, con la veeduría, con la elaboración de
presupuestos, con la rendición de cuentas, etc.
En fin, la
pedagogización social contemporánea significa la centralidad de los procesos de
aprendizaje en la vida cotidiana de las personas, la centralidad del saber, del
conocimiento y de la información en las prácticas sociales, políticas y
económicas; centralidad que ha generado una intensa y extensa proliferación de
prácticas y discursos de carácter educacional manifiestos en un sinnúmero de
“pedagogías”.
Esa proliferación de discursos y prácticas pedagógicas ha
traído un doble efecto que podríamos calificar de paradójico y que se expresa en
dos problemas centrales: de una parte, asistimos hoy a un debilitamiento del
campo de saber de la pedagogía; de otra, la educación, tal como se entendió en
la modernidad sólida (para hablar en términos de Bauman), se encuentra hoy en
un impasse, en una sin salida o, por
lo menos, en una encrucijada. A continuación vamos a ver en detalle estos dos
asuntos.
Debilitamiento de la
pedagogía: exaltación de lo pedagógico
Durante el siglo XIX
y la primera mitad del siglo XX, la pedagogía adquirió sistematicidad y
reconocimiento como disciplina. En el ámbito alemán, los trabajos de F. Herbart
llevaron a considerar la Pädagogik
como la Ciencia de la Educación, posteriormente se consolidó una tradición
intelectual en donde se desarrollaron distintas perspectivas (o paradigmas)
como la Pedagogía General o Sistemática, la Pedagogía de las Ciencias del
Espíritu (Dilthey, Schleiermacher), la Pedagogía Crítico-Reflexiva (Klafki), la
Ciencia de la Educación Crítica (Blankertz, Mollenhauer, etc.), la Ciencia de
la Educación Reflexiva (Lenzen), etc. En el ámbito francófono, se destacan las
elaboraciones de los llamados filósofos pedagogos como Marion y Compayré, la
mirada desde la sociología de una Ciencia de la Educación de Durkheim, la
psicopedagogía de Claparède, la Pedagogía Activa de Decroly y Ferrièrre, hasta
las Ciencias de la Educación en el Instituto Jean Jacques Rousseau de Ginebra
y, más tarde, en el ámbito francés, de Mialaret, Debesse y Château. En la
tradición anglosajona, las propuestas de A. Bain de la educación como ciencia (Education as a Science), los Curriculum Studies como campo de
investigación iniciado desde los trabajos de Bobbit y Charters, los trabajos de
Dewey alrededor del concepto de educación (educación y democracia, educación y
experiencia, ciencia de la educación), hasta las elaboraciones de una teoría
crítica de la educación en Carr y Kemmis.
Como en el caso de
los demás países latinoamericanos, en Colombia la consolidación de la pedagogía
como disciplina no constituyó una tradición particular como en el caso europeo
y anglosajón, sin embargo, es posible identificar con claridad, por lo menos hasta
la década de 1990, diversos procesos e intentos de apropiación y elaboración más
o menos sistemáticos sobre los problemas de la pedagogía y la educación. Desde
las apropiaciones de Pestalozzi, la llamada pedagogía clásica de los hermanos
Restrepo Mejía, la construcción de una pedagogía activa con el movimiento
educacionista de los años 20 y 30, la circulación (apropiación) y producción de
conceptos y teorías en las Escuelas Normales, la Escuela Normal Superior y las
facultades de educación, el Movimiento Pedagógico de 1980-90 (el Campo
Intelectual de la Educación de Mario Díaz o el Campo Conceptual de la Pedagogía
de Zuluaga y Echeverri) hasta las elaboraciones recientes sobre la(s)
didáctica(s), la enseñanza de las ciencias y los saberes escolares, encontramos
una amplia y diversa producción intelectual que hoy no encuentra los medios ni
escenarios para una articulación y consolidación como campo de estudios.
Tanto las
tradiciones europeas y anglosajonas, como la propia tradición nacional se han
visto hoy relegadas ante la proliferación intensiva de discursos calificados de
pedagógicos que aparecen en los más diversos espacios institucionales
(empresas, escuelas, ONG´s, hospitales, cárceles, oficinas gubernamentales,
movimientos sociales, partidos políticos, clubes deportivos, instituciones de
salud o recreativas, etc.). Como una muestra de esta dispersión y
proliferación, podríamos identificar, por lo menos, tres grandes tipologías en
que se localizan las pedagogías contemporáneas:
1) Pedagogías para todo
aquello que es necesario enseñar y aprender: pedagogía de la paz, de la
felicidad, del ocio, de la esperanza, pedagogía ciudadana, de la autonomía, de
la ecología, de la diferencia, de los medios, del cuerpo, de la sexualidad, del
conocimiento, del trabajo, del deporte, de la salud, de la comunicación, de la
imagen, de la economía y de todos los saberes y disciplinas.
2) Pedagogías según
los sujetos, usuarios o destinatarios: pedagogías feministas, masculinas, de la
infancia, de la tercera edad, de los oprimidos, de las negritudes o afro, de
los trabajadores, de los adultos, etno-pedagogías, etc.
3) Pedagogías según
la cualidad o filiación: pedagogías participativas, nuevas, tradicionales,
innovadoras, culturales, interculturales, contemporáneas, pos-modernas,
no-directivas, críticas, participativas, correctivas, hospitalarias,
constructivistas, liberales, poscoloniales, curativas, preventivas, ascéticas,
hedonistas, etc.
Como efecto de esa
proliferación, los tradicionales sujetos vinculados con ese campo de saber (o
con esa disciplina, para el caso de las tradiciones europeas y anglosajonas),
se han visto desplazados por nuevos “pedagogos” o “formadores” o “educadores”
informales que toman diversas formas: entrenadores (de equipos deportivos o personales,
personal trainers, coaches), pastores,
publicistas, guías espirituales, consejeros, terapistas, periodistas, etc. Una
multiplicidad de profesionales asume actividades catalogadas como pedagógicas o
educativas o formativas o de enseñanza, mientras los tradicionales encargados
de tales actividades pierden cada vez más legitimidad, reconocimiento social y
profesionalismo.
El impasse de la educación
El concepto de
educación es un concepto moderno formado a partir del siglo XVII y,
particularmente desarrollado con las elaboraciones de Rousseau, retomadas a
comienzos del siglo XX por los llamados pedagogos activos. Entre su versión
disciplinaria (Locke) y su formulación liberal (Rousseau), fue Kant quien por
primera vez estableció la base conceptual para la educación al definirla como
aquella acción constituida por los cuidados (con los niños) y la formación (o Bildung que, por su vez, está compuesta
por la disciplina y la enseñanza). Para Kant, la educación implicaba la
posibilidad de transformación de la animalidad en humanidad, lo que significaba
la principal herramienta para la conformación del “hombre” que nacía inacabado
y frágil. La condición de la educación era entonces, la existencia de un adulto
y un infante o joven; se trata de una actividad jerarquizada en donde uno
dirige al otro con el propósito final de que ese otro consiga, como parte de
esa dirección, su propia autonomía, es decir, alcance su propio autogobierno:
gobernar, dirigir, conducir para que el otro aprenda a conducirse.
Por tal motivo, para
Kant la disciplina y la obediencia eran asuntos centrales de la educación, pues
como él decía, es preferible la falta de instrucción que la falta de
disciplina, pues la instrucción se puede adquirir en cualquier momento,
mientras que la falta de disciplina (sólo adquirida durante los años de la
niñez) es imposible de adquirir posteriormente. La disciplina es la condición
para el control de la animalidad, para el gobierno de los instintos, de la
“salvajería”; sin ella, el sujeto es presa de sus pasiones y nunca conseguirá
que su entendimiento gobierne su vida.
En una perspectiva
kantiana y después de un balance de las definiciones de educación dadas por
diferentes autores franceses, ingleses y alemanes, Compayré proponía en su Curso
de Pedagogía (1920) ésta
fórmula: “La educación es el conjunto de los actos reflexivos por medio de los
cuales se ayuda a la naturaleza en el desarrollo de las facultades físicas,
intelectuales y morales del hombre, para buscar su perfección, su felicidad y
la realización de su destino social” (p. 18). Se trata de una educación, que
él mismo llama ‘liberal’, en cuanto prepara para el libre desarrollo de la
razón; tal educación liberal no aspira a una ‘alta instrucción intelectual’,
pues es suficiente una formación elemental, siempre que abra la inteligencia y
fortifique la energía moral.
Coincide con
Rousseau en que tal educación debe estar en conformidad con las leyes de la
naturaleza, pero considera que aquello que se llama naturaleza, en el fondo, es
un ideal que cada pedagogo concibe a su manera y que, como señala el pensador
inglés Alexander Bain, existen en la naturaleza humana instintos malos como la
cólera, el odio, la antipatía, la envidia, entre otros. No se puede abandonar
la naturaleza a sí misma y, por el contrario, es necesario establecer unas
restricciones, como propone Kant. También, coincide con Rousseau en que la
educación es producto de la libertad, pues el hombre no es un ser inerte y
pasivo, sino libre y activo: “el espíritu no es una materia inerte que se deja
formar a voluntad y obedece pasivamente a todo aquello que se hace en ella,
como el mármol o la madera al cincel del artista. Lejos de eso, el espíritu del
niño reacciona sin parar y mezcla su acción propia a la del educador” (Compayré,
1920, p. 23). Pero, evidentemente, no es una colaboración equivalente: la
actividad del alumno debe estar comprometida con su educación; por lo tanto,
debe estar al servicio de la acción educativa del profesor, colaborar con él
para llegar hasta donde se le conduce. De ahí que:
La educación no abandona la naturaleza a sí misma sino que la vigila,
le dicta sus reglas y, en caso de necesidad, la reprime. De un modo general, es
obra de la autoridad al igual que la libertad, pues la autoridad adquirida por
el maestro que sabe hacerse estimar y obedecer, le permitirá acudir al
convencimiento con más frecuencia que a la represión. Cuanto más autoridad
tenga, menos necesitará usarla (p. 24).
Pero, no se debe
olvidar que el fin último de la educación es el cultivo del carácter; por eso,
no se debe temer a la libertad, sino encontrar en el propio alumno el freno
necesario para reformar las pasiones y los malos instintos, es decir, buscar
con la educación el establecimiento de mecanismos para que el propio sujeto se
gobierne a sí mismo. En esta perspectiva, Compayré considera, en la vía de
Herbart, que la disciplina tiene un fin superior que es la formación del
carácter, motivo por el cual resulta central para la educación. Así, antes que
basarse en un conjunto de premios y castigos, debe ser preventiva, y eso sólo
es posible si el profesor sigue un método adecuado, una regularidad y
continuidad de los ejercicios escolares, una utilización correcta del tiempo,
una clasificación de los discípulos (no sólo por su edad, sino por su grado de
instrucción y desarrollo intelectual) y una vigilancia rigurosa:
Aún así, las reglas no bastan. El discípulo no es aún lo bastante dueño
de sí mismo ni lo bastante enérgico y bien intencionado para seguir espontáneamente
la marcha que traza el reglamento. Hay que contar con los desfallecimientos de
la voluntad, con el aturdimiento de la infancia, con la disipación, con la
pereza y con el mal deseo. A la mirada vigilante del maestro corresponde
asegurar la práctica de las leyes escolares. La disciplina es más fácil con un
maestro activo que vigila todos los movimientos, que está al acecho de las
disposiciones, que corta con una palabra o con una mirada una conversación que
comienza, que reanima la atención en el momento en que se adormece, y que, en
una palabra, está siempre presente en las cuatro esquinas de la escuela y es,
por decirlo así, el alma del salón (p. 434).
Ahora bien, esa
intensa y permanente vigilancia no se puede detener en las puertas de la
escuela: un buen profesor debe averiguar lo que hacen los niños en el seno de
la familia y hasta cómo se comportan en la calle y los caminos, y para eso debe
establecer una estrecha alianza con los padres informándolos periódicamente del
progreso, del trabajo y de los defectos de los niños. Sin embargo, debe
recordar que el fin de la disciplina es volverse inútil; aunque sea necesaria
una sujeción, ella no impide la libertad “que es la disciplina que nos
imponemos a nosotros mismos, y el fin de la educación en todos los grados es
hacer hombres libres” (p. 441). Citando a M. Gréard, concluye Compayré:
[…] substituir insensiblemente a las reglas que se le han dado las que
él mismo se dé, a la disciplina de afuera aquella de adentro; liberarlo, no de
un solo golpe al modo antiguo, sino día por día, rompiendo a cada progreso un
eslabón de la cadena que ataba su razón a la razón del otro; enseñarle a salir
de sí mismo, a juzgarse, a gobernarse como juzgaría y gobernaría a los otros;
mostrarle, en fin, las ideas del deber público y privado que imponen a su condición
humana y social: tales son los principios de la educación que de la disciplina
escolar hace pasar al niño a la disciplina de su propia razón y crea, al
ejercitarla, su personalidad moral (Compayré, 1920, p. 442).
En una perspectiva similar
a la de Compayré, pero con un matiz que introduce un elemento novedoso, Emile
Durkheim, profesor del curso de pedagogía en la Facultad de Artes de Bordeaux
entre 1887 y 1902, llamaba la atención sobre el hecho de que los pedagogos modernos (entre ellos el propio
Compayré) estuviesen de acuerdo, casi en su totalidad, en ver la educación como un asunto eminentemente individual. Por
el contrario, decía él: “Considero como el postulado mismo de toda especulación
pedagógica que la educación es un ente eminentemente social, tanto en sus
orígenes como por sus funciones, y que, por tanto, la pedagogía depende de la
sociología más estrechamente que de cualquier otra ciencia” (Durkheim, 2003, p.
115).
En este sentido, podríamos
decir que los fenómenos de la educación, la problemática abierta sobre la
educación de las masas, sobre la instrucción pública, contribuyó decididamente
a la consolidación de una ciencia de la ‘sociedad’. Esa problemática de la
educación estuvo íntimamente vinculada con la aparición, a finales del siglo xviii,
de la población como campo de realidad a partir del cual se abrió toda una
serie de dominios de objetos para saberes posibles (Foucault, 2006). La
educación fue tanto uno de esos fenómenos específicos de la población como uno
de esos nuevos objetos de saber cuyo recorte permitió la constitución de una
“ciencia de la educación”, pero también fue un objeto que contribuyó en la
constitución de una “ciencia de la sociedad”, en la medida en que fue
establecida como su mecanismo de reproducción.
En otras palabras,
diríamos que la ‘sociedad’ es una manera de abordar la población, una forma de
establecer un recorte en ella para conocerla y gobernarla; y así como para las
poblaciones fueron establecidos mecanismos biológicos para su reproducción, en
el caso de las sociedades la educación cumplió el mismo papel. Era la
educación, y solo ella, la que podía garantizar la sobrevivencia de la
sociedad:
Si se enorgullece de algo la existencia de la sociedad —y acabamos de
ver aquello que representa ella para nosotros—, es indispensable que la
educación asegure entre los conciudadanos una suficiente comunidad de ideas y
sentimientos, sin la cual no puede haber sociedad. (Durkheim, 2003, p. 74).
La educación fue ese
mecanismo de reproducción de la sociedad en un doble sentido: de una parte, era
la educación la que transformaba el ser “individual y antisocial que somos en
el momento de nuestro nacimiento” (p. 83) en un ser apto para vivir en comunidad;
por otra parte, era a través de la educación que los productos de una
generación, en lugar de borrarse y desaparecer con su muerte, se acumulaban, se
pasaban y se transformaban en la siguiente generación. La famosa definición de
educación de Durkheim es ilustrativa en este sentido:
La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquellas
que no han alcanzado aún el grado de madurez necesario para la vida social.
Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño un cierto número de estados
físicos, intelectuales y morales que exigen de él tanto la sociedad política en
su conjunto como el medio ambiente específico al que está especialmente
destinado. (p. 63).
La educación es una
socialización metódica de las nuevas generaciones y actúa sobre el individuo
tanto como sobre la población (sociedad). Las reglas, los hábitos, las ideas
que determinan el tipo de educación son producto de las generaciones
anteriores. Todo el pasado de la humanidad ha contribuido a edificar ese
conjunto de reglas que dirigen la educación del momento; por eso, ella funciona
a la manera como opera el mecanismo hereditario en el caso de las poblaciones y
de los organismos vivos:
En el hombre, al contrario, las actitudes de todo tipo que supone la
vida social son demasiado complejas para poder encarnarse, por así decir, en
nuestros tejidos y materializarse bajo la forma de predisposiciones orgánicas.
De ahí se desprende que esas actitudes no pueden transmitirse de una generación
a otra por vías genéticas. Es a través de la educación que se lleva a término
la transmisión. (p. 66).
Pero a pesar de
estas claridades introducidas por Durkheim, la perspectiva psicológica se
impuso gracias a su íntima articulación con los desarrollos científicos de la
biología. De esa manera se constituyó a comienzos del siglo XX el movimiento de
la llamada Pedagogía Activa o Escuela Nueva, movimiento más bien heterogéneo
que agrupó diversas tendencias, pero que finalmente, reforzaría el carácter
individual de la educación y, más específicamente, concretaría o actualizaría las ideas que Rousseau había
formulado medio siglo antes sobre la educación. Recordemos que a diferencia de
Kant, Rousseau no partía de la disciplina, ni pretendía enseñar nada, sin
embargo, su idea de educación libre no significaba una renuncia a la dirección,
a la conducción; se trataba de una nueva manera de hacerlo, de una fórmula
novedosa que consiste en establecer las condiciones para una autorregulación.
Es a partir de la propia acción del sujeto en un medio particular que es
posible educar. Recordemos que Emilio es sacado de la ciudad y colocado en el
campo (medio natural) para que de esa forma, y a través de su actividad, inicie
las experiencias diversas, cotidianas y naturales que le permitirán aprender
las “lecciones” de la propia naturaleza, de las cosas y de los hombres. La
libertad de Emilio no es una plena libertad, no es un dejar hacer, no es
espontaneismo: se trata de una estrategia cuyo principio es gobernar más para
gobernar menos, es decir, crear las condiciones para que la acción del
individuo se convierta en un proceso de regulación de su conducta, de
“adaptación” a las exigencias del medio y de satisfacción de sus impulsos naturales
(y por tanto, buenos).
En términos de
Claparède:
El problema de la educación posee dos aspectos distintos: por una parte
se trata de desarrollar las energías del niño y del hombre, su capacidad de
esfuerzo, su poder voluntario, su fuerza de carácter; esto es lo que podemos
llamar cultura potencial. Por otra parte, se trata de aguijonear esas energías
por caminos determinados, de hacerlas converger hacia ciertos fines. Se puede,
en efecto, estar en posesión de una gran cantidad de energía y de constancia
para el trabajo, pero emplear muy mal esas cualidades psíquicas; esto se ve todos
los días. No basta, pues, desarrollar las energías del niño; es preciso,
además, ocuparse del objeto al cual se aplicarán. El educador debe estimular
ciertas tendencias buenas en detrimento de ciertas tendencias malas. Esta es la
cultura moral y social propiamente dicha. (Claparède, 1957, p. 181).
Considero que hasta
aquí ha quedado claro aquello que significaba la educación en la modernidad
sólida (para hablar en términos de Bauman), cuáles eran sus condiciones (la
autoridad, el saber, la disciplina, un adulto, un joven o infante) cuáles eran
sus propósitos y medios (la libertad, la autonomía a partir de la obediencia y
la disciplina). Sin embargo, en la actualidad, en la hipermodernidad (para
utilizar la expresión de Lipovetsky), la situación parece haber sufrido una modificación
sustancial: las condiciones para la educación están desapareciendo.
Margareth Mead
(2006), a finales de la década de 1960, planteaba ya con claridad el conjunto
de transformaciones que se estaba operando en la sociedad occidental
(específicamente, en la sociedad norteamericana). Según esta antropóloga, la
cultura contemporánea sería el momento final de una transición que inició en un
tipo de organización cultural denominado post-figurativo, pasó luego por otro
calificado como co-figurativo, para finalmente llegar a una condición que
denomina pre-figurativa. Una cultura post-figurativa es aquella en la cual “el
pasado de los adultos es el futuro de cada nueva generación” (p. 35) o aquella
donde “los niños son educados de modo tal que la vida de sus padres y abuelos
postfigura el curso de sus propias vidas” (p. 45). Esto significa que son los
adultos y las tradiciones (saberes y prácticas) las que orientan, guían,
conducen la vida de las nuevas generaciones; implica la hipótesis de que la
forma de vida de la vieja generación es inmutable e incuestionable; implica,
por eso, una valoración de la adultez, de la experiencia, del saber acumulado,
de la tradición y de la obediencia, del sometimiento a las reglas.
Cuando, por efecto
de las aceleradas o súbitas transformaciones culturales, las nuevas
generaciones se ven obligadas a aprender más de sus pares o de otros adultos
que de sus padres y abuelos, es decir, cuando los saberes y vida de la
generación vieja no son suficientes para adaptarse a las nuevas condiciones y
se hace necesario aprender de los colegas, entonces nos encontramos frente a un
tipo de cultura co-figurativa. En las propias palabra de Mead: “la
configuración se produce en circunstancias en que la experiencia de la joven
generación es radicalmente distinta de la de sus padres, abuelos y otros
miembros más ancianos de la comunidad inmediata” (p. 69) y ello generalmente
sucede como efecto de una catástrofe que diezma la población anciana, por
efecto de una emigración hacia una nueva cultura, por un proceso de conquista o
por una conversión religiosa, fenómenos todos ellos que llevan a hacer
inoperante el saber de la tradición y el papel de los adultos y ancianos como
guías para la vida de las nuevas generaciones.
Finalmente,
estaríamos asistiendo a la constitución de una cultura pre-figurativa, pues
será el hijo, el recién llegado, el nuevo y no el padre ni los abuelos quienes
representarán el porvenir: es el niño, el recién nacido quien hoy representa lo
que será la vida, algo de lo que no sabemos, algo que ignoramos, pues la
aceleración del cambio, la velocidad de las transformaciones contemporáneas han
hecho imposible vislumbrar cómo será el futuro. Se trata de un momento en el
que la juventud ha llegado a ocupar el lugar protagónico que antaño ocupó el
adulto. Dice al respecto Mead:
“Antaño siempre había adultos que sabían más que cualquier joven en
términos de experiencia adquirida al desarrollarse dentro de un sistema
cultural. Ahora no los hay. No se trata
sólo de que los padres ya no son guías, sino de que no existen guías […] No hay
adultos que sepan lo que saben acerca del mundo en que nacieron quienes se han criado dentro de los últimos
veinte años” (p. 108).
Y recordemos que
Mead estaba diciendo esto en 1969. El cambio acelerado, la innovación
permanente como exigencia, vuelven los viejos saberes, prácticas, normas,
creencias y apuestas, inciertos y a los adultos inseguros. En su libro sobre La corrosión del carácter Sennet muestra
la impotencia de Rico (joven profesional de la nueva generación de empresarios
de sí mismos) para orientar a sus hijos, pues bien sabe que la educación que le
dio su padre (portero jubilado de una universidad) no funciona en las nuevas
circunstancias, pero tampoco está seguro de que su vida nómade y sujeta a
permanentes cambios, tensiones, incertezas, pueda servir de modelo para sus
hijos.
Y el problema no es
sólo la imposibilidad de los adultos para saber qué hacer hoy con las nuevas
generaciones: estamos viviendo ya los efectos de una generación socializada en
las nuevas condiciones culturales, es decir, una generación que parece no
sentirse a gusto con la idea de llegar a ser adulto, una generación que asume
una condición juvenil permanente, que ya no valora la tradición cultural, y que
parece ocuparse sólo de lo más inmediato, pues a fin de cuentas el futuro es
bastante incierto para ocuparse de él. Digamos que los supuestos adultos no
quieren serlo, los jóvenes no lo serán y los niños, aunque no quieren ser
tratados como tales, como menores, tampoco piensan en ser viejos o “grandes”:
todos queremos ser jóvenes, juveniles. Hay algo de un hedonismo en esa
condición, una búsqueda, a veces desesperada, por lo placentero, o por lo
menos, un rechazo visceral a todo lo que implique algo de dolor o esfuerzo,
aplazamiento de la acción, construcción de proyectos, recorrido de etapas.
En unas condiciones
tales, ¿cómo educar? ¿quién educa a quién? ¿Será que el viejo Freire ya había
vislumbrado esta situación cuando afirmara que “nadie educada a nadie, nadie se
educa solo, los hombres se educan entre sí, mediados por el mundo”? Con certeza,
Freire era demasiado kantiano como para acreditar en la posibilidad de un
abandono del lugar del educador o, en otros términos, para considerar la
relación pedagógica (o educativa) como una relación de pares.
Lo que tenemos hoy
es, además, un cierto abandono complaciente de la tarea de educar y de la
posición de adulto. Si el pasado no nos sirve como orientación para la
educación de los nuevos, si, como consecuencia de ello, no sabemos cómo ni
hacia dónde orientar, entonces la respuesta, frecuentemente, es condescendiente
con la tendencia general hacia un dejar hacer y ser… una cierta comodidad o
acomodación a lo que va aconteciendo, una entrega en el hedonismo cotidiano que
implica cambiar el lugar incómodo del adulto, por el de par o cómplice de los
nuevos. Tal vez sea el síndrome “Homero Simpson” que nunca fue ni será el padre
de Bart, sino uno de sus mejores amigos. Homero no está para educar a Bart (ni
a Lisa, que parece haber encontrado otro referente), sino como Bart, para divertirse
y divertirse con él, quien se convierte en su par.
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