Profesor Carlos Ernesto Noguera Ramírez
Introducción
Llegando al final de este curso, que en verdad es un solo
un nuevo comienzo, la pregunta inicialmente planteada a propósito del tema
general que he venido desarrollando tiene una clara respuesta: ni pedagogía(s)
crítica(s) ni crítica de la(s) pedagogía(s).
No se trata de una crítica cuyo propósito sea develar los errores, las
incoherencias, las debilidades conceptuales, teóricas o epistemológicas de la
pedagogía o de ciertas pedagogías; tampoco se trata de una crítica entendida
como denuncia de las relaciones de dominación que impone toda pedagogía o
cierta pedagogía (la tradicional o la burguesa) Algunos colegas brasileños
(Silva, 1993; Veiga-Neto, 1997) vienen hablando desde hace casi dos décadas de
una postura “pós-crítica”, es decir, de una perspectiva que, sustentada en las
elaboraciones post-estructuralistas y, particularmente, en las llamada “filosofía
de la diferencia”, pretende ir más allá de las críticas tanto neoliberales como
marxistas a la educación y pedagogía moderna. Tampoco es esa mi opción. ¿De qué
se trata entonces? La crítica que he puesto en acción no pretende ser la
verdadera crítica aunque, desde luego, la considere mejor que otras opciones en
el sentido de sus efectos y posibilidades. Se trata de una perspectiva que
parte del trabajo de Michel Foucault y que podría localizarse, contrario a
quienes piensan que se trata de una mirada postmoderna, en la propia tradición
de la modernidad, aún más, en la tradición abierta por Kant a propósito de su
pregunta sobre ¿Qué es la Ilustración?
Foucault inscribe la crítica como un asunto propiamente
moderno y, particularmente, señala que se trata de una actitud que aparece como
contrapartida, como contracara de lo que llamó el proceso de
“gubernamentalización”, iniciado en Europa hacia los siglos xv y xvi. En otras
palabras, ante la expansión y desarrollo de un arte de gobernar a los hombres,
aparece como su correlato, una actitud moral y política, una manera de pensar
que se plantea la cuestión de cómo no ser gobernado. Y aquí aclara rápidamente
Foucault que con ello no quiere decir que a la gubernamentalización se habría
opuesto, en un cara a cara, la afirmación contraria, es decir, un “no queremos
ser gobernados en absoluto”. Lo que quiere decir es que ante la inquietud
acerca de la manera de gobernar y en la búsqueda de maneras de gobernar, es
posible localizar una cuestión que sería: “cómo no ser gobernados de esa forma, por ése, en nombre de esos
principios, en vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no
de esa forma, no para eso, no por ellos” (Foucault, 2007, p. 7-8).
No es una recusa de cualquier o de toda forma de gobierno,
sino una actitud que cuestiona el ser gobernado de determinadas formas, con
ciertos fines y por ciertos sujetos. La Reforma del siglo xvi recoge una de las
primeras manifestaciones de esa actitud crítica que se inició siglos antes y en
cuyo centro estaba un cuestionamiento a la forma de gobierno de la Iglesia
católica que llevó a la construcción de nuevas formas de conducción y
dirección, de ahí que Foucault afirme que la crítica es históricamente bíblica,
pues fue en la interpretación de las Escrituras en donde se definió esa actitud
que llevó a millones de personas a rechazar una forma de gobierno.
En últimas, la crítica sería:
“el movimiento
por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca
de sus efectos de poder y al poder acerca de sus discursos de verdad; la
crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad
reflexiva. La crítica tendría esencialmente como función la desujeción en el
juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad”
(Foucault, 2007, p. 10-11).
Se verá que esta definición que propone Foucault no está
lejos de lo que Kant planteaba en 1784 bajo la pregunta ¿Qué es la ilustración? Recordemos que en ese texto periodístico
Kant reconocía que la humanidad se encontraba autoritariamente en un cierto
estado de minoría de edad caracterizado por la incapacidad de los hombres de
servirse de su propio entendimiento sin la dirección de otro, todo ello como
resultado de una falta de decisión o de coraje. En este sentido, la
Ilustración, la Aufklärung, es en
cierto modo como un llamado, como una proclama al coraje, al valor de usar el
propio entendimiento y no obedecer más a la autoridad por el hecho de ser tal. Pero
aquí es preciso recordar que no se trata de un llamado a la desobediencia en
nombre de una autonomía primordial o esencial; la crítica en Kant es la
pregunta formulada al saber sobre sus propios límites, a la razón sobre sus
peligros, de ahí que la crítica en sentido kantiano diría:
“que
nuestra libertad se juega menos en lo que emprendemos, con más o menos coraje,
que en la idea que nos hacemos de nuestro conocimiento y de sus límites y que,
en consecuencia, en lugar de dejar que otro diga «obedece», es en ese momento, cuando nos hayamos hecho del
propio conocimiento una idea justa, cuando podremos descubrir el principio de
la autonomía y cuando ya no tendremos que oír el obedece; o más bien, el obedece
se fundará sobre la autonomía misma” (Foucault, 2007, p. 13).
La crítica implica una autonomía del sujeto, pero a su
vez, la autonomía implica el reconocimiento de los límites del propio
conocimiento, de la razón, de ahí que autonomía y obediencia no sean cuestiones
antagónicas o excluyentes. La actitud crítica de Foucault se coloca, entonces,
en la línea kantiana de la pregunta por la Ilustración, sin embargo, con una
modificación de perspectiva. La crítica kantiana se orientaba hacia el
conocimiento, se trataba de una “investigación sobre la legitimidad de los
modos históricos del conocer”, por su parte, la actitud crítica de Foucault no
se plantea el problema del conocimiento sino el problema del poder, es decir,
se trata de señalar las “conexiones entre unos mecanismos de coerción y unos
contenidos de conocimiento”, de ahí, dice Foucault:
“Lo
que buscamos, entonces, no es saber lo que es verdadero o falso, fundado o no
fundado, real o ilusorio, científico o ideológico, legítimo o abusivo. Buscamos
saber cuáles son los lazos, las conexiones que pueden ser señaladas entre
mecanismos de coerción y elementos de conocimiento, qué juegos de reenvío y de
apoyo se desarrollan entre unos y otros, qué hace que tal elemento de
conocimiento pueda tomar unos efectos de poder referidos, en un sistema tal, a un elemento verdadero o probable, incierto
o falso, y lo que hace que tal procedimiento de coerción adquiera la forma y
las justificaciones propias de un elemento racional calculado, técnicamente
eficaz, etc.” (Foucault, 2007, p. 26).
En otras palabras, la crítica tiene que ver con el
análisis de las relaciones saber/poder, no del saber y del poder o de un saber y un poder como si fuesen “unos principios generales de realidad”; se
trata más bien de dos términos que tienen una función metodológica, no son más
que una rejilla de análisis. El saber hace referencia “a todos los efectos de
conocimiento que son aceptables en un momento dado y en un dominio definido”
(p. 26) y el poder a una “serie de mecanismos particulares, definibles y
definidos, que parecen susceptibles de inducir comportamientos o discursos” (p.
27). La crítica no pretende entonces, describir cómo el poder reprime o
determina al saber, sino describir unos nexos saber-poder que hacen posible la
“aceptabilidad de un sistema” como la enfermedad mental, la penalidad, la
delincuencia, la sexualidad, la infancia, la educación pública, etc.
Para efectos de procedimiento, Foucault identifica una
dimensión arqueológica del análisis,
centrada en las positividades discursivas, en los efectos de conocimientos
aceptables en un momento dado y una dimensión genealógica cuyo propósito es “restituir las condiciones de
aparición de una singularidad a partir de múltiples elementos determinantes, de
los que no aparece como el producto sino como el efecto” (p. 31). De esta
manera, la arqueología y la genealogía como herramientas de una actitud crítica
no tienen como propósito desvelar los errores, la ilusión, las oscuras
intenciones detrás del saber ni poner en evidencia el poder o las formas de
dominación que se ocultan tras el saber: como actitud crítica vinculada a la
tradición de la modernidad, de la Ilustración, la actitud de Foucault es más
bien una decisión de salir de la minoría de edad, de hacerse una idea justa de
nuestras verdades, de hacer uso de ciertas herramientas para determinar los
límites de lo sabido, de lo conocido, de lo pensado, en últimas, una opción por
no ser gobernado de cierta forma, en vista de ciertos propósitos y por medio de
ciertos procedimientos que llegaron a convertirse en legítimos en el campo de
las llamadas ciencias sociales y humanas.
Partiendo de estas herramientas lo que intenté en este
curso fue llevar a cabo una arqueo-genealogía, no de la pedagogía sino de la
racionalidad pedagógica moderna. Ello no implicó la construcción de una
pedagogía crítica, por ejemplo, que se opondría a una pedagogía tradicional o
acrítica y que sería, por ello, más una crítica de la pedagogía. La crítica se
centró en la descripción y análisis de las condiciones de posibilidad y
funcionamiento de determinadas formas, medios y fines, en últimas, de ciertas
prácticas que calificamos como pedagógicas y que dado su propósito de
conducción de la conducta propia y de los otros podríamos también llamar
prácticas de gobierno. No es que exista una racionalidad propia de la
pedagogía, sino que en determinadas prácticas es posible describir una
“racionalidad”, es decir, unas reglas de producción y funcionamiento que están
históricas y geográficamente delimitadas. No se intentó aquí, por ejemplo, una
crítica a la didáctica comeniana por universalista o por desconocer la
naturaleza infantil. Tampoco se criticó la educación liberal por su carácter
ideológico, su falsa idea de libertad que escondía las intenciones de gobernar
la infancia. Y a esas formas del pasado no se opuso una pedagogía crítica que
procura superar los efectos negativos para la constitución de subjetividades
libres, autónomas o críticas. Lo que se intentó fue describir y analizar la
manera como eso que los científicos sociales llaman “modernidad” consiste en la
creación y desarrollo de técnicas de gobierno de todos y cada uno, técnicas que
en su operación, en su actualización, se han transformado desde un modo que
hemos llamado disciplinar hacia otro liberal y, más recientemente, neoliberal.
No ha sido una descripción “neutra”. Desde luego, la
actitud crítica se orienta por la pregunta sobre el sentido de las formas en
que somos gobernados y en que nos gobernamos, por eso las conclusiones a las
que arribamos son un llamado a ejercer nuevas formas de conducción que no son
ideales sino utópicas, o mejor heterotópicas, es decir, implican la
construcción de espacios paralelos o al margen de la tendencia neoliberal,
conservadora y, aun, “crítica”.
La cultura como
adiestramiento y selección
En su Informe para
una Academia (cuento breve de Kafka escrito en 1917) Peter el Rojo, un mono
o mejor dicho, un antiguo mono, nos muestra de manera contundente el
significado del ejercicio, de la repetición, del duro aprendizaje que fue
necesario para su transformación en humano. Si bien es un relato breve y
particular, su informe a los académicos sobre
su simiesca vida anterior señala muy claramente las condiciones de la
humanización: en primer lugar, dice Peter el Rojo, se trataba de buscar una
salida. Había sido herido y capturado mientras bebía a la orilla de un rio en
la Costa de Oro. Encerrado en una jaula y embarcado para ser vendido a algún
amaestrador en Hamburgo, Peter el Rojo pronto concluyó que tenía que encontrar
una salida para poder vivir. No se trataba de una fuga, ni de procurar la
libertad. En su informe ante la Academia aclara:
“De
mono probablemente la conocí y he visto hombres que la añoran. En lo que a mí
se refiere, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad, dicho sea de
paso, uno se engaña a menudo entre los hombres, ya que si el sentimiento de
libertad es uno de los más sublimes, igualmente sublimes son los correspondientes
engaños” (Kafka, 1995, p. 176).
No quería libertad, tan sólo una salida y ello fue posible
gracias a cierta tranquilidad que lo preservó de cualquier intento de fuga que,
por lo demás, hubiese terminado en una recaptura o en una muerte segura. Esa tranquilidad
inicial le permitió a Peter el Rojo observar e imitar a los hombres que lo
miraban con gran curiosidad: consiguió con facilidad escupir, después fumar
pipa, pero tuvo gran dificultad para con la botella de aguardiente. Muchos
intentos fallidos hasta que un día, en una de las fiestas abordo, tomó una
botella que algún marinero descuidó al lado de la jaula, y ante la mirada
atónita de los presentes, la descorchó diestramente, se la llevó a los labios
“y sin vacilar, sin muecas, como un bebedor empedernido, con los ojos
desorbitados y el gaznate palpitante” la vació de un trago. Tiró la botella
luego y rompió a gritar: ¡Hola!, con voz humana: en ese momento entró como de
un salto en la comunidad humana, aunque sólo después de varios meses consiguiera
pronunciar de nueva esa palabra. Había encontrado la salida. Una vez
desembarcado en Hamburgo, optó rápidamente por el music-hall en lugar del zoológico: “Y aprendí, señores míos.
¡Cuando hay que aprender se aprende; se aprende cuando se trata de encontrar
una salida! ¡Se aprende sin piedad! Se vigila uno a sí mismo látigo en mano,
fustigándose a la menor vacilación” (p. 182).
Ese aprender, esa imitación, esa ejercitación, esa
repetición permanente, constante, esa salida que encontró Peter el Rojo es lo que
Nietzsche llama la cultura: cultura significa adiestramiento y selección. La
cultura es la actividad pre-histórica del hombre, en palabras de Nietzsche la
“moralidad de las costumbres” que precede a la historia universal (Deleuze,
1986), es la actividad genérica (generadora):
“el
auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en el más largo período del género
humano, todo su trabajo pre-histórico,
tiene aquí su sentido, su gran justificación, aunque en él residan también
tanta dureza, tiranía, estupidez e idiotismo: con ayuda de la eticidad de la
costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable” (Nietzsche, 1984, p. 67).
Nos dice Deleuze (1986) en su lectura nietzscheana que
cualquier ley histórica es arbitraria pero lo que no es arbitrario, lo que es
prehistórico y genérico, es la ley de obedecer a las leyes y la cultura
consiste, precisamente, en crear hábitos al hombre, hacerle obedecer leyes, en
últimas, adiestrarlo (Y este es un aspecto que ninguna pedagogía puede olvidar…
a pesar de que ciertas “pedagogías” contemporáneas creen, quizá romántica o
rousseaunianamente, que la obediencia no es digna de humano). El humano fue el
efecto de un largo proceso de adiestramiento, de cultivo, de cultura de un
animal silvestre e indócil. Y esto sólo fue posible creando una consciencia, lo
que significaba criar una animal capaz de hacer promesas, un animal con una memoria de la voluntad y esa mnemotécnica fue tal vez lo más terrible
y siniestro de la prehistoria del hombre:
“Cuando
el hombre consideró necesario hacerse una memoria, tal cosa no se realizó jamás
sin sangre, martirios, sacrificios; los sacrificios y empeños más espantosos
(entre ellos, los sacrificios de los primogénitos), las mutilaciones más
repugnantes (por ejemplo, las castraciones), las más crueles formas rituales de
todos los cultos religiosos (y todas las religiones son, en su último fondo,
sistemas de crueldades) —todo eso tiene su origen en aquel instinto que supo
adivinar que el dolor es el más poderoso medio auxiliar de la mnemónica”
(Nietzsche, 1984, p. 69).
La creación de esa memoria no era, entonces, una memoria
del pasado, una memoria de las huellas (los animales tienen esa memoria): se
trata de una memoria inédita en la historia de la tierra: una memoria de la
voluntad, una memoria que apuntaba hacia el futuro, es una memoria de las
palabras, facultad de prometer, de mantener la palabra aun ante la adversidad.
De este modo la mnemotécnica lleva al hombre a la responsabilidad y lo convierte en el único animal al que le es
lícito hacer promesas, el único animal con conciencia.
Y esa extraña capacidad, esa planta exótica en la tierra, solo pudo cultivarse
durante milenios y no precisamente con medios suaves y dulces sino a punta de martirios,
sacrificios, sangre y crueldad.
Ese duro y cruel cultivo prehistórico, como el trabajo
doloroso, dedicado, constante, cruel contra sí mismo de Peter el Rojo, tuvo al
fin el fruto más maduro de su árbol: el individuo
soberano, el individuo autónomo, situado por encima de la moralidad de la
costumbre (Nietzsche, 1984). Es ese
individuo que podemos reconocer en la cultura griega antigua: no el hombre que
obedece la ley sino un individuo legislador que se define por el poder sobre sí
mismo, sobre el destino, sobre la ley: en ese sentido, se trata del libre, del
ligero, del irresponsable, pues no
tiene por qué ni a quién responder. Ya no es un deudor, la
responsabilidad-deuda creada como efecto de la cultura prehistórica,
desaparece, pues él participa ahora del derecho de los señores, de los dueños:
“La moralidad de la costumbre produce el hombre liberado de la moralidad de las
costumbres, el espíritu de las leyes produce el hombre liberado de la ley”
(Deleuze, 1987, p. 193). Y ahí estamos en el momento que Nietzsche llama de la
cultura desde el punto de vista pos-histórico.
Sin embargo, existió otro momento de la cultura: el punto
de vista histórico. Desde este punto de vista, la cultura (fuerza genérica,
activa de la prehistoria) fue capturada por fuerzas reactivas: la historia fue
como la degeneración de la cultura, su propia desnaturalización. Así, sobre la
actividad genérica se incorporaron organizaciones sociales, asociaciones,
comunidades (razas, pueblos, clases, Iglesias, Estados) que actuaron y actúan como
parásitos. Se trata de fuerzas reactivas que toman, que ocupan la actividad
generativa con el propósito de formar colectividades o rebaños (Deleuze, 1987).
Del individuo soberano de la cultura pos-histórica, pasamos ahora al hombre
domesticado, el animal gregario, dócil, enfermo, mediocre: “Se utilizan
procedimientos de adiestramiento, pero para hacer del hombre un animal
gregario, una criatura dócil y domesticada. Se utilizan procedimientos de
selección, pero para destrozar a los fuertes, para escoger a los débiles, a los
dolientes, a los esclavos” (Deleuze, 1987, p. 195).
El principal problema de este momento de la cultura
histórica es que la responsabilidad-deuda pierde su carácter activo que contribuía
a la liberación del humano y se vuelve impagable. En el humano domesticado el
dolor se interioriza y la responsabilidad se vuelve culpabilidad. El
cristianismo como cultura, como actividad de formación, bajo la pretensión de
rescatar la humanidad, intensificó su deuda y la volvió impagable, pues el
propio dios se ofreció en sacrificio para pagar las deudas de la humanidad. A
su vez, el Estado con sus leyes (derechos y deberes), con su policía (en su
sentido clásico), con su instrucción pública, intentó formar un buen súbdito y
ciudadano para su propio beneficio (el del Estado), para el crecimiento de sus
fuerzas y recursos.
Para los oídos burgueses, civilizados, pero también para
la izquierda, el estilo de Nietzsche sonará, sin duda, grotesco, excesivo, pero
también, biologista, prejuicioso, antidemocrático y hasta delirante. Por
fortuna, su pensamiento sigue vivo (a pesar de ellos) y hoy, en la era de lo
políticamente correcto, de la cultura light, debemos su actualización al
trabajo de un personaje maldito (considerado por muchos como racista, pro-aristócrata,
ideólogo de la derecha, protonazi, publicista, mediático, etc.): me refiero a
Peter Sloterdijk[1]
(filósofo alemán contemporáneo cuyo trabajo se inscribe en la tradición
nietzscheana y en la línea de otros pensadores como Heidegger y Foucault), digo
que debemos a este pensador contemporáneo la actualización de las tesis
esenciales de Nietzsche en un concepto tan importante para pensar nuestra
actualidad como el de “antropotécnicas”.
A pesar de las críticas, el lenguaje de Sloterdijk es menos
vehemente aunque bastante provocador. Su interpretación y actualización de
Nietzsche lo llevaron a producir una especie de “teoría general del ejercicio” en
cuya base está la idea que el hombre es un ser vivo surgido por la repetición,
por el ejercicio, por el adiestramiento. Igualmente, su aproximación a la
biología y a la antropología y su distanciamiento de perspectivas
“culturalistas” se percibe claramente en el uso de conceptos como “sistemas
inmunitarios” que sirven para comprender la vida humana y sus producciones:
“Sobre
el sustrato biológico [dice el filósofo], en gran parte automatizado e
independiente de la conciencia, se ha ido desarrollando en el hombre, en el
transcurso de su desarrollo mental y sociocultural, dos sistemas
complementarios encargados de una elaboración previsora de los daños
potenciales: por un lado, un sistema de prácticas socio-inmunitarias,
especialmente las jurídicas o las solidarias, pero también las militares, con
las que los hombres desarrollan, en la «sociedad», sus confrontaciones con agresores ajenos y lejanos y
con vecinos ofensores o dañinos; por otro lado, un sistema de prácticas
simbólicas, o bien psico-inmunológicas, con cuya ayuda los hombres logran,
desde tiempo inmemoriales, sobre llevar más o menos bien su vulnerabilidad ante
el destino, incluida la mortalidad, a base de antelaciones imaginarias y del
uso de una serie de armas mentales” (Sloterdijk, 2012, p. 23-24).
Desde esta perspectiva, el ser humano es un homo inmunologicus que ante los peligros
y excedentes de la vida, construye una armadura simbólica; es el hombre que
lucha consigo mismo preocupado por su propia forma, de ahí que se pueda
caracterizar como el homo eticus, el homo repetitivus, el homo artista, el animal del training, del ejercicio y el
adiestramiento. Queda claro el sustrato nietzscheano de la cultura (el cultivo)
como la prehistoria de la humanidad. Y como Nietzsche (y Foucault), la
perspectiva de Sloterdijk se localiza en la vía de la pregunta por la
Ilustración y la actitud crítica kantiana, de ahí su idea de la urgencia de un coinmunismo (no comunismo) que no es
otra cosa que un nuevo sistema inmunológico en el cual lo propio y lo ajeno no
estarían separados, donde la victoria de lo propio no implicaría la derrota de
lo extraño, donde la humanidad actuaría u operaría como un superorganismo y ya
no como un agregado de organismos. Pero ello sólo será posible a través de unas
antropotécnicas a las que se deberían someter quienes quieran vivir adoptando
ciertos ejercicios y hábitos para la supervivencia común.
Ciertamente el coinmunismo
es improbable, por eso mismo vale la pena como apuesta y como reto para una
exploración de cumbres más altas de la humanidad. No sabemos del futuro, pero
sí podemos desear cumbres más altas que escalar. De todos modos, todo sistema
produce excedentes o restos que son impredecibles. Así como la cultura
prehistórica dirigida a crear una memoria en el animal que olvidaba, llevó, sin
embargo a un fruto como el del individuo soberano, la cultura histórica ha dado
sus frutos: es decir, hay un excedente o un efecto no previsto, una especie de
mutación. La cultura histórica del adiestramiento bajo la forma Estado e
Iglesia, destinada a producir un animal disciplinable, produjo, además, la alta
cultura burguesa (Sloterdijk, 2012). La apuesta disciplinaria de un individuo
autorregulado para provecho del Estado y de la Iglesia, produjo el efecto
indeseado de un Rousseau, por ejemplo, y con él, del contrato social y la
revolución. El naturalismo rousseauniano, su creencia en la bondad natural y en
las potencias del ser humano se enmarca dentro de una nueva forma de conducción
de sí y de los otros que aspira a un gobierno suave, sin excesos, sin presiones
externas directas: la confianza plena en una naturaleza bondadosa que sólo
precisa de espacio, de tiempo y de libertad para desenvolver la humanidad
primigenia marchitada por la civilización y su pretensiosa escuela (enseñanza).
Pero esta propuesta de libertad y naturalidad, no fue, sin embargo, una renuncia
al cultivo, al adiestramiento. Nada más extraño a ese gobierno que la idea de
un “dejar hacer” o de un abandono silvestre. Se trata de una extraña forma de
llevar a cabo el gobierno: invisibilizarlo o mejor, trasladarlo del lado del
adulto, del maestro hacia el “medio”, hacia la naturaleza. Eso lo entendieron
muy bien los pedagogos de la escuela activa que pretendieron,
anti-rousseaunianamente, volver la escuela renovada el “medio” natural de la
infancia.
Pero el gobierno liberal está teniendo su fruto
neoliberal: ahora sí un laissez-faire
que renuncia al control bajo la idea de una autorregulación de las fuerzas
orgánicas, económicas, políticas. El neoliberalismo sería la era de los selfishness systems (sistemas
autorreferenciales) que funcionan para su propio beneficio dejando de ser
funcionales en términos más amplios a la totalidad del sistema. La llamada
contemporánea a la búsqueda de la felicidad y el éxito personal está en esta
perspectiva. Igualmente sucede con la idea de pensar al humano como un aprendiz
permanente, como un empresario de su propio capital humano cuyo éxito o fracaso
sólo depende de la calidad de sus elecciones y de sus habilidades para dejar
fuera de juego a sus competidores.
De Emilio a Bart
Simpson: nacimiento y crisis de una forma de gobierno
He escogido dos personajes de ficción para, finalmente,
caracterizar las transformaciones en lo que llamé la racionalidad pedagógica
moderna. A diferencia de Bart Simpson, Emilio no tuvo en su época la misma
acogida del público y, en verdad, habría que reconocer (ya lo había señalado el
propio Rousseau) que sólo más de un siglo después Emilio conseguiría ser un
personaje reconocido, querido, apreciado y hasta símbolo de una generación entera. Además de las
referencias explícitas a estos personajes de ficción, utilizaremos aquí el
nombre de “Emilio” para referirnos a una forma de subjetivación infantil propia
de lo que llamamos “educación liberal” y el de “Bart” para la nueva forma de
subjetivación contemporánea. Para efectos de una mayor claridad sobre las
transformaciones tratadas aquí, me referiré, además, a “Juanito” para representar
la forma clásica del ser infantil, aquella propia de la primera modernidad que
identificamos con los escritos didácticos de Jan Amos Comenio y en el texto
sobre la educación de John Locke.
En términos esquemáticos, haré referencia a tres
generaciones distintas, así: los primeros Emilios de carne y hueso debieron
nacer hacia las primeras décadas del siglo XX; cuando aún no tenían nietos, los
Barts reales ya se estaban criando en los distintos continentes del mundo; tal
vez algunos de ellos sean hijos de Emilios y hasta sea posible que hoy, algunos
de ellos sean sus propios nietos. Lo cierto es que entre uno y otro personaje
de ficción es posible reescribir los rasgos fundamentales de lo que podríamos
llamar la educación liberal (y neoliberal). Ese es el propósito de este apartado.
Cuando nació el Emilio de Rousseau el tipo infantil
predominante en los sectores medios y altos de la sociedad de su época era
“Juanito”, es decir, aquella figura infantil de la primera modernidad (Marín
& Noguera, 2007) cuyas características centrales podríamos encontrar
esbozadas en obras como la Didáctica
Magna de Comenio y Pensamientos
acerca de la educación de Locke, (dos Juanes, por cierto: Jan Amos y John),
es decir, un ser inmaduro y dócil que mediante la obediencia y el respeto a la
autoridad y a través de disciplina e instrucción llegaría a constituirse en un
adulto dueño de sí mismo y, por tanto, virtuoso. Aunque para Locke “Juanito”
precisaba más una educación estricta que una dedicada instrucción escolar, de
todos modos, igual que para Comenio, se trataba de un ser que era necesario
disciplinar para hacer de él un verdadero “hombre”. Es lo que podríamos llamar
una clásica educación o formación disciplinaria.
Emilio fue un acontecimiento. Se trata de un nacimiento anticipado
a su época, un ser intempestivo, un extemporáneo. Criticado por muchos y
acogido entusiastamente por algunos, Emilio sólo podrá ser celebrado plenamente
cuando la psicología funcionalista, pragmatista y biologista de comienzos del
siglo XX apropiara la idea de la acción (agencia) individual como un asunto de
adaptación. Entonces ahí Emilio cobra sentido en tanto son los intereses y la
acción autónoma del individuo, como parte de su naturaleza, aquello que debe
constituirse en el fundamento para su educación. Pero en el momento de su
nacimiento, no había ojos ni oídos para ver y entender lo que estaba emergiendo
con la idea de una educación natural. El propio Rousseau habló de una
“educación negativa”, pues no tenía muy claro aún cómo nombrar eso que se
dibujaba con su pluma imaginativa y aventurera, aunque sólidamente fundada en
una disciplina de amplia e intensa lectura. Desde luego, y a pesar de su
paranoia, tampoco podría Rousseau haber imaginado que la criatura de su
fantasiosa escritura devendría en una figura bien distinta, dos siglos después.
Y es que Bart Simpson es un hijo de Emilio: por más esmerados que sean los
padres, sus hijos pueden tomar caminos inimaginables: no se puede educar en
estricto sentido, tampoco gobernar, por fortuna; sin embargo, es cierto, en
muchas ocasiones nos vemos tentados a desear que la educación (y el gobierno)
de los otros y de nosotros mismos, debería ser plenamente posible.
Pero retomemos el hilo de nuestra historia. Decíamos que el
nacimiento de Emilio fue un acontecimiento, pues emergió como una novedad en el
discurso, en el pensamiento de su época. Rousseau propone varias ideas
revolucionarias en su libro: Emilio no precisa ir a la escuela para educarse;
Emilio no necesita ser enseñado para que pueda aprender; no es necesario
enseñar a leer y escribir a Emilio desde muy temprana edad, es más, no debería
leer, antes de la pubertad, más que un solo libro: Robinson Crusoe. Pero tal
vez la más osada afirmación del libro sea que ¡Emilio no necesita de maestro!
¿Cómo sería, entonces, posible educar sin un maestro? Esa es justamente la
novedad que propone Rousseau: educar sin maestro, sin enseñar, cosa que no
quiere decir, dejar a Emilio desamparado o “libre” de cualquier apoyo o guía
adulto. En sentido estricto, diremos que lo que propone Rousseau en su libro es
la educación de Emilio. Por primera vez aparece allí esa idea, educación, como
un asunto central, de primer orden. Es cierto que ya, casi un siglo antes,
Locke había escrito y publicado sus Pensamientos
sobre la educación, pero se trataba de una cuestión distinta: la educación
de Locke era disciplinaria, su fundamento era la disciplina, sus bases estaban
en la autoridad del adulto y en la obediencia estricta del niño, pues hay una
tendencia innata en él a dejarse llevar por las pasiones, por los instintos.
Por el contrario, la nueva educación, aquella que se dibuja en la pluma de
Rousseau, es de otro tipo, es una educación en la libertad, pues la tendencia
natural del niño es la perfectibilidad, el crecimiento, el desenvolvimiento
que, a menos que sea estragada por la intervención artificial de la
civilización, seguirá siempre una ruta hacia lo bueno, hacia el bien.
También es cierto que desde inicios del siglo XVII Comenio
con su Didáctica y sus escuelas buscaba la formación de ese “animal
disciplinable” que era el hombre, pero esa formación pasaba, necesariamente por
la escuela, por el conocimiento de las cosas del mundo, asunto que implicaba un
sometimiento a la dinámica de la máquina didáctica (la escuela y el maestro).
Entonces, la formación de Comenio apuntaba hacia la “erudición”, es decir,
hacia el conocimiento que “todos” debían tener de “todas” las cosas. La
educación de Rousseau, por el contrario, estaba lejos de esa idea de erudición:
Emilio no debería saber muchas cosas, su educación no estaba destinada al
conocimiento de todas las cosas del mundo como garantía para su virtuosidad. Al
final del recorrido en compañía de su ayo o “conductor”, Emilio no tiene una
gran erudición, es más, su erudición (el conocimiento de las cosas del mundo)
era bien menor que la de sus contemporáneos; sin embargo, su educación era
superior. Emilio tiene todo lo que necesita para ingresar a la vida social y
ser un ciudadano respetuoso y respetable: ha aprendido a ser un hombre (un ser
humano), ha aprendido a obedecer a la naturaleza y la naturaleza es sabia y
buena. Ella le ha enseñado lo que es preciso para vivir honestamente. Emilio,
aunque sepa menos que Juanito, lo supera porque su educación natural lo ha
dotado de sabiduría (no de erudición) para vivir, es decir, del arte de vivir
con la que sabe aquello que es bello y bueno, aquello que se debe hacer y cómo
se debe hacer.
Para conocer ese arte de vivir, Emilio no necesitó de un
maestro: Rousseau no fue el maestro de Emilio, él mismo se definió como su ayo,
podríamos decir que como su pedagogo o su conductor, pues se trata de alguien
que guía la conducta del otro: el propio Rousseau utiliza una palabra que
literalmente se traduciría como gobernador (gouverneur)[2]
para definir la tarea de quien educa y que se diferencia de quien cría
(nodriza) e de quien enseña o instruye (maestro o preceptor). Por eso Emilio
puede ser educado sin un maestro y, por eso mismo, el Emilio es una obra subversiva. Ahora bien, no se trata de una
propuesta anarquista: es subversiva por cuanto en su época de aparición, la
forma dominante era la escuela disciplinaria (que no quiere decir,
necesariamente, castigadora, y aunque represora, hay que recordar que la vida
en común exige una buena dosis de represión). Podríamos decir, incluso, que se
trata de una propuesta libertadora o liberadora, siempre y cuando se tenga en
cuenta que la libertad invocada por Rousseau es una “libertad bien regulada”
(como diría Tomás Tadeu).
En este punto valdría la pena decir que aunque Rousseau
escribió el Emilio, en sentido
estricto, no inventó esa idea de educación liberal, todo lo contrario, fue la
propia educación liberal que recibió la que inventó a Rousseau y éste,
finalmente, escribió sobre aquello, sobre esa práctica que podemos llamar hoy
educación liberal. Uno no dice “lo que quiere” ni “piensa lo que quiere”:
decimos y pensamos lo que es posible decir y pensar en el marco de una
“experiencia” si por ello entendemos una compleja relación entre ciertas formas
de saber, ciertas normas de conducta y ciertos ejercicios que hacemos sobre
nosotros mismos (Foucault). La idea de educación de Rousseau es efecto de su
propia educación: no fue una educación escolar, Rousseau no asistió a la
escuela. Aprendió a leer y a escribir en su casa, leyendo con su padre los
libros de la biblioteca que dejó su madre quien murió al momento de nacer Juan
Jacobo. Con su padre pasaba horas y horas leyendo, no pocas veces los había
sorprendido el nuevo día en esa actividad. En sus Confesiones nos cuenta Juan Jacobo: “Ni los hijos de los reyes podrán ser objeto de tanto
esmero como lo fui yo durante mis primeros años; y, por caso raro, idolatrado
de cuantos me rodeaban, siempre fui tratado como hijo querido pero nunca como
hijo mimado. Hasta que salí del hogar paterno nunca me permitieron ir solo por
la calle con los otros chicos; nunca tuvieron que reprimir en mí ni permitirme
ninguno de esos caprichos que se imputan a la naturaleza y que son efecto sólo de
la educación”.
Si creemos en esas confesiones, entonces podremos concluir,
ciertamente, que fue esa educación dulce y esmerada la que permitió a la pluma
de Rousseau escribir el Emilio. Con
un ejemplo diferente, Sloterdijk nos recuerda que Marx fue formado en uno de
los más reputados (y disciplinados) colegios jesuitas de su país, lo que, como
sabemos, no fue obstáculo para sus posturas críticas, revolucionarias y
materialistas. Por el contrario, es muy probable que la disciplina intelectual
jesuita contribuyera en la formación de su pensamiento crítico. Sin embargo, no
se trata de determinismos: la educación como experiencia no determina, es sólo
una condición de posibilidad. La experiencia individual es múltiple, diversa e
inconmensurable, individualiza, o aún mejor, se individúa, no es que se vuelva
individual, sino que funciona individualizándose, singularizándose.
Nuevamente retomemos el hilo de nuestra reflexión: la
educación en la libertad y para la libertad de Rousseau es una “educación
negativa” en el sentido de un rechazo a la intervención artificial que
significa para él la enseñanza del maestro y la escuela. Esa intervención es
artificial porque no respeta la naturaleza infantil (y humana en general) y no
la respeta porque no la conoce, porque no sabe que ella tiene leyes que es
necesario obedecer. La principal ley de la naturaleza infantil es el interés,
el propio deseo. Rousseau habla, también, del “amor propio”: sólo aquello que
nos conviene es bueno, pero saber qué es lo que nos conviene sólo podemos
aprenderlo mediante nuestra relación con la naturaleza, es finalmente nuestra
propia experiencia quien realmente nos enseña, de ahí la importancia que tiene
“el medio” para la educación de Emilio. Por tal razón, Rousseau retira a Emilio
de la ciudad, lo aparta de la civilización porque es un medio negativo,
artificial: Emilio debe estar en contacto directo con la naturaleza para
garantizar una verdadera educación. Ahora, es claro que Emilio no es abandonado
en la naturaleza como un náufrago en una isla desierta: Emilio no es Robinson,
pero como él, debe aprender a vivir en el mundo sin que nadie le enseñe. Y aquí
está la clave de Rousseau: es claro que él no le enseña nada a Emilio, él no
está junto a aquél para darle lecciones, él sólo debe disponer el medio para
que Emilio, con su actividad, con su acción sobre las cosas, a través de su
propia experiencia, aprenda y se eduque. El ayo (pedagogo o conductor) no
desarrolla una actividad artificial (como la enseñanza) sino que su acción es
definitivamente artificiosa. Lo artificial es lo opuesto a lo natural, es
falso. Lo artificioso es aquello hecho o elaborado con artificio, con arte, con
habilidad, con cautela. Eso es lo que hace Rousseau cuando prepara y organiza
determinadas cosas, eventos, situaciones para que Emilio tenga en ellas
determinadas experiencias y aprenda de las lecciones de su propia actividad.
Esa es la clave de la educación liberal: conducir menos para conducir más, eso
es lo que diferencia la educación liberal de otras formas de educar: “En las
educaciones que con más esmero se hacen, manda el maestro y cree que dirige; y
quien dirige, en efecto, es el niño […]. Tomad el camino opuesto con vuestro
alumno; crea él que siempre es el amo, y sedlo vos de verdad. No hay sujeción
tan completa como la que presenta la apariencia de la libertad, porque así está
cautiva la voluntad misma […]. Sin duda no debe hacer más de lo que él quiera;
pero solo lo que quisiereis que haga, debe él querer” (Rousseau, 1984, p. 73).
Algunos podrían ver en la anterior afirmación el
verdadero rostro manipulador y anti-libertario de Rousseau, podría decirse,
también, que allí estaría expresado claramente el carácter ideológico de esa
libertad burguesa que promueve un burgués como Rousseau. Falsa libertad, libertad
engañosa, artificiosa en ese sentido. Quiero proponer otra lectura. No desconozco
la procedencia social de Rousseau, es claro que era hijo de una familia
burguesa (si no hubiese sido así, ¿hubiese podido escribir sobre la libertad y
ser uno de los fundamentos para el pensamiento revolucionario? Tal vez si Marx
no hubiese pasado por la disciplina jesuita, tampoco hubiese sido un
revolucionario). Sin embargo, lo que queremos señalar no es el carácter
ideológico de la educación liberal de Rousseau, sino las condiciones de lo que
en el Emilio se llama libertad y educación natural. Esa es la libertad que
otros burgueses como Claparède, Ferrièrre, Montessori y Decroly promovieron más
de un siglo después de Juan Jacobo. Digamos, entonces, que la libertad es burguesa,
o si prefieren algunos, fue inicialmente burguesa. Y esa libertad se
constituyó, en la pluma de Rousseau, en la clave para educar: conducir menos
para conducir más, lo que significa que es el propio individuo quien debe, a
través de su experiencia, aprender y educarse, pero esa experiencia no es en
una isla sino en el marco de un “ambiente” preparado artificiosamente por un
pedagogo (o ayo o gouverneur) quien
tiene el claro propósito (deseo) de educar. Este es un aspecto central en la
educación liberal: no se trata de un mero deber, es un acto de voluntad, de
deseo, de amor (amor propio, claro, amor interesado), pues sólo así es posible
permanecer por tantos años guiando a un discípulo. La educación liberal
implica, entonces, la voluntad, el deseo y, por tanto, el compromiso con la
educación del otro: es necesario educar, pues sólo así se pueden formar
verdaderos hombres (verdaderos seres humanos diríamos hoy). La educación
resulta de una condición natural del ser humano: su perfectibilidad. El niño
nace indefenso, con limitadas fuerzas y posibilidades de vivir sin cuidados,
pero no es un ser carente, por el contrario, piensa Rousseau que se trata de un
ser completo, pero perfectible y ello justifica y exige su educación. Y sólo el
adulto, sólo un adulto puede ser responsable por esa educación.
A esta altura del texto podemos pasar a nuestro
segundo personaje de ficción. Pero para ello es preciso antes hacer un rodeo
previo, unas previas aclaraciones, pues con Bart Simpson todo se complica. En
el horizonte del pensamiento pedagógico moderno los planteamientos de la
educación rousseauniana fueron asimilados lenta y tardíamente. Se sabe que Kant
leyó con entusiasmo el Emilio, pero
su idea de educación es bien distinta de la de su colega ginebrino. La
educación de Kant está más cerca de las ideas de Locke: se trata de una
conducción cuya base debe ser el cuidado y la formación y ésta última consiste
en una articulación entre cultura, saber, instrucción, de una parte, y
disciplina, por la otra. La instrucción será la parte positiva de la formación,
mientras que la disciplina, en tanto destinada a controlar la animalidad propia
del ser humano, consiste en la parte negativa de la formación. Herbart, autor
del primer tratado moderno sobre Pedagogía, discípulo de Kant y sucesor en su
cátedra de filosofía en la Universidad de Könisberg, considera ilusoria la
educación rousseauniana, pues una
educación de ese género “es demasiado dispendiosa” ya que el educador debe sacrificar
su vida para acompañar al joven. Además, “crear hombres naturales significa,
por casualidad, repetir de nuevo todos los errores ya superados”. Su asunto es
la creación de una Ciencia de la Educación y eso le impone a Herbart un
criterio sistemático y racional para pensar las posibilidades de desarrollo de
la práctica educativa. En esa dirección es que Herbart propone su educación a
través de la enseñanza o su enseñanza educativa, con lo cual se aparta de
Rousseau. Se dice que Pestalozzi también fue un gran entusiasta de las ideas de
Rousseau, pero las exigencias cotidianas de su trabajo pedagógico y su
pensamiento asistemático lo distanciaron de las propuestas del ginebrino. En
fin, sólo será hasta comienzos del siglo xx cuando gracias a los desarrollos de
la biología y de la psicología apoyada en esos avances que personajes como
Claparède, Decroly, Montessori y Dewey consiguieron actualizar sistemáticamente las ideas filosóficas de
naturaleza infantil, interés y libertad.
Sin embargo, hay que decir aquí que tal
vez fue más rousseauniano Iván Illich que los pedagogos de la Escuela Activa,
pues a fin de cuentas estos intentaron renovar o transformar la vieja escuela
antes que suprimirla. La propuesta de Illich como la de Rousseau eran
radicales: suprimir la escuela, pues se trataba de una institución que impedía
la libertad. Por el contario, los pedagogos activos quisieron revivir la
escuela introduciendo en ella la libertad como base de la educación. El
resultado de esa apuesta es lo que un joven comunicador argentino de la generación
de los Simpson llama la “educación prohibida”, sin embargo, es prohibida no
porque los maestros sean tradicionalistas o el Estado pretenda mantener una
escuela tradicional a toda costa (como parece derivarse de las
“investigaciones” del joven comunicador argentino): es prohibida para la gran
mayoría de la población porque no posee los recursos económicos para ingresar
al tipo de escuelas que el documental promociona (por fortuna). No queremos
decir que la escuela pública estatal haya permanecido ajena a las ideas de esos
pedagogos. En toda América Latina el pensamiento escolanovista tuvo sus
representantes e incidió de diversas maneras en las prácticas pedagógicas, pero
sus condiciones particulares dificultan su renovación según el deseo de los
reformistas, de ahí que sólo en algunos pocos espacios institucionales
particulares haya sido posible una apropiación y puesta en juego de las nuevas
ideas. Pero más allá de estas discusiones, lo que debe quedar claro es que la
educación liberal, esa educación fundamentada en la libertad, en el interés del
infante, en las necesidades del niño, es una forma de conducir, una manera de
gobernar que responde a un criterio claramente económico de eficacia y
eficiencia: conducir menos para conducir más, lo que significa que partir del
interés, del deseo de aprender será siempre más eficiente que pretender
interesar o dirigir la conducta de los otros por medios represivos, amenazas o
promesas. No hay que olvidar que hasta la famosa “Summerhill” tiene propósitos
formativos, pues se propone formar un cierto tipo humano: creativo, crítico,
autónomo.
Entremos ahora sí en el caso Bart
Simpson. Como Emilio, Bart ha llegado a ser una especie de ídolo, pero a
diferencia de aquel, Bart no fue creado como una propuesta de salvación de la
humanidad. Podríamos decir que Bart representa una forma de ser de la
humanidad, es como un espejo antes que un horizonte. Si Bart es un ídolo (eso
fue al comienzo de la historia, antes de que Homero tomara su lugar) es porque
encarna la forma de ser de la infancia contemporánea o, mejor aún, es porque
muestra esa quimera que ha llegado a ser eso que hoy llamamos infancia. Es
claro para nosotros, adultos del siglo XXI, que Bart no es un típico infante,
parece más bien una especie de adulto en miniatura (si lo comparamos con su
padre Homero)… y aquí comienzan las dificultades, pues a pesar de su
apariencia, también resulta claro que Homero no es un adulto, pues se comporta
más como un infante, es decir, como un niño malcriado. La verdad, muchos de las
figuras adultas de la serie no son propiamente adultos: los amigos de Homero,
por ejemplo, se parecen más a adolescentes que a adultos, en el sentido moderno
del término. El propio director de la escuela, el señor Skinner, resulta ser un
personaje infantil en la medida que depende todavía de su madre quien, a su
vez, lo considera y trata aún como un infante. Lo que tenemos, entonces, son
una serie de figuras en donde los roles aparecen difusos. Desde luego, existen
figuras claramente modernas, es decir, definidas, como el caso de Marge, quien
representa el adulto típicamente moderno, en su versión feminizada. Igualmente
está Lisa, hermana de Bart, quien nos recuerda a la típica niña disciplinada y
formada que se comporta racionalmente. El vecino, Ned Flanders, es otra imagen
clara de un adulto moderno que educa a sus hijos según una estricta, pero dulce
disciplina cristiana.
Bart, entonces, no es un típico niño
moderno, es más bien esa quimera que con cuerpo de niño se comporta y piensa
como un joven contemporáneo de clase media, es decir, quiere sólo divertirse,
quiere pasarla bien, no le gustan los deberes y, desde luego, no quisiera ser
adulto, no está en su horizonte, entre otras cosas, porque parte de sus
referentes “adultos” sólo son como adolescentes con cuerpos adultos, otras
quimeras. En estas condiciones se ve cómo ha sido posible la figura de Bart, o
dicho en otras palabras, cómo ha sido posible la conformación de ese quimérico
personaje fruto de la ausencia de educación. Si dejamos de lado a Marge,
representante de la madre afectuosa moderna), observamos que Homero no es un
padre, ni un adulto. Su relación con Bart es como una relación de pares: nunca
se propuso educarlo, su hijo es como un compañero más de juegos. Ambos se
divierten con los mismos programas de la tv (a propósito, ¿podríamos calificar
esos programas como “infantiles”?), les gusta hacer travesuras a espaldas de
Marge (figura materna y adulta), y tal vez de las pocas actividades que no
comparten es beber cerveza (bueno, por lo menos no lo hacen en público). Esa
actitud de Homero, inverosímil para la generación de adultos de la primera
mitad del siglo XX, es explicable, en alguna medida, por la propia actitud de
sus padres, los abuelos de Bart. Homero fue uno de los primeros hijos de lo que
Hobsbawm llama la “revolución cultural” del siglo XX, ese conjunto de
transformaciones que afectaron la estructura familiar y las relaciones entre
los sexos y entre las generaciones. La madre de Homero fue una activista hippie
que luchó contra las armas nucleares y tuvo que abandonar a su hijo y esposo
por persecución de la justicia. Por su parte, Abraham, su padre, fue un
irlandés, veterano de la Segunda Guerra Mundial que llegó a E.E.U.U. intentando
reconstruir su vida y se casó con Mona con quien tuvo a Homero. Después de la
huida de su mujer, debió mantener sólo a su hijo y no se caracterizó por ser un
padre afectuoso ni atento, su relación fue más bien de frialdad. Tal vez eso
ayude a explicar la actitud de adolescente de Homero y su incapacidad de asumir
la educación de sus propios hijos, tal vez, insisto.
Lo cierto es que Bart no tuvo en su
padre una figura clara de adulto y los otros adultos que lo rodean son también
unas figuras ambivalentes o simplemente no puede aprender de ellos gran cosa. Y
ese es el punto central de la “conformación” de Bart: como no había nada
substancial que aprender de sus padres ni de los adultos que lo rodean, Bart
tuvo que aprender por él mismo. No fue enseñado o, por lo menos, los intentos
de educación y enseñanza de los adultos (entre ellos de Marge, su madre) fueron
saboteados por la actitud negligente y relajada de su padre y por la rutinaria
y desesperanzada de sus maestros. Entonces, Bart aprendió, pues como decía
Peter el Rojo, “¡Cuando hay que aprender se aprende; se aprende cuando
se trata de encontrar una salida!”. Entonces Bart tuvo que aprender: con sus pares de escuela (de unos, los “durones” o
matones, que debía obedecer o soportar su voluntad, de otros, los “nerdos” o
los débiles, que debía aprovecharse de ellos); con los adultos: que el mundo se
parece a un parque de diversiones y a un gran centro comercial (shopping); con
la tv: que no hay diferencia entre la realidad y la ficción, pues todo es
ficción; con sus maestros: que no vale la pena ser adulto, pues llegarás a ser
una amargado y un aburrido. En fin, Bart es el individuo de la era del
aprendizaje permanente. Muy poco le es enseñado y si se le enseña algo, no le
servirá de mucho en su mundo cambiante; su educación ha sido mínima. Todo lo
que es se debe a que lo ha aprendido, pues vive en esa “sociedad del
aprendizaje” que describiera Faure en su informe a la Unesco en 1973. Cuando
aquel investigador francés señalaba los principales resultados del trabajo de
la comisión que dirigió con el propósito de dar cuenta de las transformaciones
de la educación mundial, hablaba de una clara transformación o desplazamiento:
de un énfasis en la enseñanza y la educación (como obligación) hacia el
aprendizaje, como actitud individual y responsabilidad del propio sujeto. La
era del aprendizaje está transformando la manera como nos constituimos como
sujetos, la manera como nos conducimos y como somos conducidos. Ya no estamos
en la era de la enseñanza que dibujó Comenio, no pasamos por la educación como
la soñó Rousseau y muy poco queda de lo que el joven comunicador argentino
llama la “educación prohibida”. Ahora estamos en el mundo de Bart y sus amigos,
en el mundo de Homero, atrapados en el sueño de una especie de “tierra del
nunca jamás”, una Neverland en donde
nadie quiere crecer ni ser adulto y en donde sólo parece contar la diversión;
Michael Jackson, con toda su fortuna de millones de dólares, es el mártir
contemporáneo que murió intentando construir su propia Neverland. Pero la era del aprendizaje no es ese país de las
maravillas en el que se empeñó en vivir Michael Jackson y en el que vive, como
eterno “infante”, Bart Simpson; la era del aprendizaje es el sueño
rousseauniano convertido en pesadilla, en términos menos coloquiales, es la
crisis de la gubernamentalidad liberal, el momento extremo en el que las
prácticas liberales de conducción de la conducta se desprendieron de sus
regulaciones (estatales o generacionales) y ahora sólo dependen del propio
individuo en tanto agente, capital humano, empresario de sí mismo, aprendiz
permanente, a lo largo de toda la vida.
Ni enseñanza, ni educación, en sentido
estrictamente moderno. Estamos, como Bart, entrando en un nuevo tipo de
sociedad en donde el gobierno de todos y cada uno tiene que ver con el aprendizaje
permanente. Y a diferencia de la enseñanza y de la educación, para aprender no
necesitamos de otro más que como parte del medio o del ambiente que puede
servir de acicate para nuestra propia acción de ejercitantes permanentes. En su
Cyclopedia of Education de 1918,
Monroe definía, por primera vez en el campo del saber pedagógico, el
aprendizaje como “el proceso por el cual las experiencias obtenidas funcionan
eficazmente frente a nuevas situaciones. Este proceso puede asumir diferentes
formas y lo que es comúnmente llamado aprendizaje es generalmente un proceso
complejo que involucra muchas de esas formas. Todo aprendizaje presupone, por
parte del aprendiz, un stock de disposiciones innatas y tendencias instintivas
las cuales son el fundamento para todas las respuestas adquiridas”: para
aprender no es necesario enseñar, ni educar, se trata de un comportamiento
adaptativo cuyas bases innatas e instintivas, le permiten al organismo
(individuo) conducir su conducta de manera eficiente en un medio determinado.
La era del aprendizaje es el momento de la historia occidental en donde el
individuo está obligado a comportarse como un agente de su propia conducta,
como una individualidad que tiene intereses propios, particulares, potencias
que explorar y explotar, habilidades que aprender o desarrollar, información
que debe procesar o desechar, elecciones que tiene que tomar oportunamente si
quiere llegar a ser exitoso y feliz, o por lo menos, feliz, pues en la era del
post-deber (como diría Lipovetski) un cierto hedonismo no sólo se hace posible,
sino deseable como gran ideal de vida.
Mientras Lisa recibe lecciones de saxo
y se esfuerza por ser la mejor de su clase, orgullo de sus maestros y madre,
Bart se aburre profundamente con las lecciones y sólo aprende en función de su
ánimo hedonista y su exacerbado sentimiento egoísta. Por eso Bart será como
Homero, un infante en un cuerpo adulto. En verdad, Homero fue el primer Bart,
tal vez por eso la serie haya pasado de centrarse en Bart a colocar a Homero en
el centro: a fin de cuentas Bart no será más que otro Homero, más astuto, más
hábil, más “travieso” (en inglés, brat
significa travieso), y sin lugar a dudas, más divertido. No se puede esperar
más de Bart Simpson. Sus creadores (tanto biológicos como ideológicos) no
aspiran a más, sólo están ocupados en divertirse. Emilio fue una creación para
“salvar” la humanidad de su decadencia. Bart (ni Homero) fueron creados para
tales “meta-relatos” pasados de moda. Sólo se trata de diversión, y de dinero,
claro, pues ¿cómo divertirse sin él? La educación era para acceder a la
completa humanidad, para desenvolver la perfectibilidad. Kant pensaba que hasta
ahora (siglo xviii) la humanidad no había alcanzado su mayoría de edad, no
había tenido el coraje de gobernarse por su propio entendimiento y la educación
(y con ella la ciencia de la educación) debía contribuir con ese propósito. La
educación era un desarrollo permanente, una fuerza modeladora de humanidad, la
herramienta para la creación, para la construcción, para la fabricación de…
llamémoslo por ahora, humanos. O por qué no, esa fuerza, esa voluntad para
crear el Übermensch, el superhumano
nietzschano.
Quizá por ello debamos (los que tenemos
que ver con la pedagogía) acompañar la exhortación de Meirieu: “¡Emilio, vuelve
pronto, se han vuelto locos!”. Sí, parece que se han vuelto locos: no Bart ni
Homero, sus padres y sus maestros, los adultos que los rodean. Se ha olvidado
que la educación de Rousseau era una forma de gobernar, se ha malinterpretado
el papel de la libertad en la escuela activa o en la “educación prohibida”; en
aras de una democratización radical se han trastocado las relaciones entre
adultos y “nuevos” (para usar la expresión de Arendt) y se las considera de la
misma manera que las relaciones políticas que tenemos los adultos (como pares).
La igualdad es un asunto de derecho y no un asunto biológico ni académico: los
niños y los jóvenes no son iguales a los adultos; por otro lado, si bien las
disciplinas que pretende enseñar la escuela (incluida la universidad) son
falibles, provisionales, ello no es argumento para su negociación o rechazo;
forman parte de una tradición que antes que repetición, como lo ha demostrado
la historia, tienen la potencia, además, de producir novedad, nuevo
pensamiento, nuevas posibilidades. Por eso, como pedagogos, como educadores,
como maestros, como adultos, no podemos renunciar a educar y a enseñar,
justamente por el futuro, por lo nuevo, por lo que vendrá, por eso mismo,
entonces, educar, enseñar, formar es una manera de decir no al dispositivo de
aprendizaje; es aun el momento de tener el valor de decir “no queremos ser
gobernados de esa manera, con esos fines, por esos sujetos”; es aún el momento
de la “mayoría de edad”, del coraje para conquistar, no la libertad, pues ya
Peter el Rojo nos advertía que la libertad es sublime, pero también son
sublimes sus engaños, entonces, decía, tal vez aun sea el momento del coraje
para conquistar, no la sublime libertad, acaso simplemente una salida, no una
huida ni un refugio, sino una salida para seguir viviendo: ¡sapere aude!
Referencias Bibliográficas
- Deleuze, G. (1987). Nietzsche y la filosofía. Barcelona: Editorial Anagrama.
- Foucault, M. (2007). Sobre la Ilustración. Madrid: Editorial Tecnos.
- Kafka, F. (1995). La metamorfosis y otros ensayos. Barcelona: RBA Editores.
- Marín, D.; Noguera, C. (2007). La infancia como problema o el problema de la infancia, en, Revista Colombiana de Educación, No. 53, Bogotá, Centro de Investigaciones Universidad Pedagógica Nacional, pp. 106-126.
- Monroe, P. (1918). A Cyclopedia of Education. New York: The Macmillan Company.
- Nietzsche, F. (1984). La genealogía de la moral. Madrid: Alianza Editorial.
- Rousseau, J.J. (1984). Emilio o de la educación. México: Editorial Porrúa.
- Silva, T.T. (1993). Teoria Educacional Crítica em tempos pós-modernos. Porto Alegre: Artes Médicas.
- Sloterdijk, P. (2012). Has de cambiar tu vida. Valencia: Pre-Textos.
- Veiga-Neto, A. (1997). Crítica Pos-estructuralista y Educación. Barcelona: Laertes.
[1] Al
respecto, sugiero leer el texto de Santiago Castro-Gómez “Sobre el concepto de
antropotécnica en Peter soloterdijk” publicado en la Revista de Estudios
Sociales No. 43 de la Universidad de Los Andes. http://res.uniandes.edu.co/view.php/782/index.php?id=782
[2] “Yo llamaré más bien ayo [gouverneur] que preceptor al maestro de esta ciencia,
porque no tanto es su oficio instruir como conducir. No debe dar preceptos, debe
hacer que los halle el alumno” (Rousseau, 1984, p. 15).