“Elementos para una crítica de
la racionalidad pedagógica. Sobre la domesticación y la
ejercitación del animal humano”
Profesor Carlos Ernesto Noguera Ramírez
Tercera Conferencia: La pedagogía
como arte de gobierno de si y de los otros: ¿disciplina o libertad?[1]
En la era de la “sociedad del aprendizaje”, en este momento
histórico en el cual la educación es considerada como uno de los derechos
fundamentales, parece obvio que toda la población, sin excepción, pase por la
escuela. Pero esta idea, la necesidad de que tal cosa acontezca, es un hecho
relativamente reciente y hasta curioso en la historia de la humanidad. ¿Cómo y
por qué apareció en la historia de Occidente la necesidad de enseñar todo a
todos a través de un método único y en un espacio cerrado y aislado bajo la
dirección de un maestro? Alejándonos de las perspectivas centradas en el
progreso de la humanidad y en la evolución lineal, separándonos de una idea
teleológica de la historia, sería preciso reconocer que múltiples factores,
entre el azar y la necesidad, llevaron a tal estado de cosas. Algunos
historiadores contemporáneos de la educación señalan que el movimiento masivo
de escolarización de la población, movimiento que despegó a partir del siglo
XVIII bajo el auspicio de la expansión del pietismo y el puritanismo, tuvo, sin
embargo, su verdadero inicio durante los siglos XVI y XVII (Melton, 1988;
Hunter, 1998). Según Hunter, el surgimiento de ese movimiento estuvo
íntimamente relacionado con la expansión de lo que Foucault llamó las
“disciplinas”:
El surgimiento de una educación popular en Estados como
Prusia y Austria no coincidió ni con el capitalismo ni con la industrialización
y, de hecho, con ningún otro agente historicista que tratara de convertir la
educación en uno de los polos de su gran dialéctica. Y aunque el surgimiento de
los sistemas escolares cristianos pudiese haber coincidido aproximadamente con
la aparición del Estado administrativo, tales sistemas fueron el producto de
una historia autónoma, al menos por lo que se refiere a su inspiración inicial
y a su organización. Fueron la expresión y el instrumento de un esfuerzo
específicamente religioso por cristianizar a los campesinos europeos. Formaron
parte de un movimiento mucho más amplio a través del cual las iglesias
reformadas trataron de transferir la disciplina espiritual a la vida cotidiana,
utilizando los mecanismos administrativos de la parroquia para organizar las escuelas
dominicales, primero, y las escuelas diurnas parroquiales posteriormente.
(Hunter, 1998, p. 82)
En su curso titulado El
poder psiquiátrico (1973-1974), el profesor Foucault había señalado la
procedencia religiosa del “poder disciplinar” y su extensión, más allá de los
monasterios y durante los siglos previos a la Reforma, hacia las distintas
comunidades laicas, como parte del proceso de cristianización iniciado en el
siglo XIV, particularmente con el movimiento de los Hermanos de la Vida Común.
Teniendo en cuenta que tal proceso de disciplinarización de amplios sectores de
la población implicó una transformación de las costumbres, una intensa y
extensa moralización de la población y su alfabetización, tal proceso puede ser
leído, también, como un proceso de pedagogización social. A fin de cuentas, y
como es analizado en un capítulo anterior, la disciplina, en el marco de la
vida cristiana donde nació y se perfeccionó, era una técnica pedagógica que
requería cierta severidad y ciertas condiciones particulares de ejercicio.
Según esta idea, y sirviéndome del trabajo de Senellart (2006) sobre las artes
de gobierno, señalaré las líneas más generales del desarrollo del proceso de
pedagogización —disciplinarización— de la población europea entre los siglos XIV
y XVII, proceso que llevó a la constitución de lo que se podría denominar una
“sociedad de la enseñanza” o sociedad enseñante.
Umbral
tecnológico del arte de educar
En el paso del umbral tecnológico del poder disciplinar[2] es
posible el encuentro y la articulación de dos procesos: la expansión del
pastorado cristiano entre los siglos XIV y XVII, y la aparición de la “razón de
Estado”[3] en el
siglo XVII. Un proceso de orden religioso y otro de orden político. A través de
las técnicas disciplinarias (aisladas en las instituciones monásticas durante
la Edad Media), el poder pastoral —regimen—
consiguió, entre el Renacimiento y el siglo XVIII, expandirse en la población
bajo la forma del adoctrinamiento, la escolarización y la moralización; a
partir del siglo XVII, y también gracias a las técnicas disciplinarias
constitutivas de la policía[4], el
poder político —regnum— dio forma a
la res publica.
La principal consecuencia de este acontecimiento es la
conversión del gobernamiento en un asunto político, pues hasta entonces era
entendido como la Regula pastoralis,
el régimen eclesiástico que designa: “[...] un gobierno no violento de los
hombres que, mediante el control de su vida afectiva y moral, mediante el
conocimiento de los secretos de su corazón y mediante el empleo de una
pedagogía finamente individualizada, procura conducirlos a la perfección”
(Senellart, 2006, p. 29). El gobierno tiene, entonces, una procedencia
religiosa y no política, una procedencia judeocristiana y oriental y no griega
u occidental (Senellart, 2006; Foucault, 2006). En ese sentido, el pastor se
opone al político:
El político de los griegos
ejerce su poder sobre un territorio, establece leyes que deben perdurar luego
de su desaparición. Su función es comparable a la del timonel de la nave;
persigue el honor. El pastor del judeocristianismo, en cambio, no ejerce su
poder sobre un territorio, sino sobre un rebaño: reúne individuos esparcidos.
Sin el pastor el rebaño se dispersa; aquél debe abandonar el rebaño para salir
en búsqueda de la oveja perdida, debe dar su propia vida por la de cada una de
sus ovejas. (Castro, 2004, p. 266).
Pero a partir del siglo XVII hubo un proceso de laicización
del poder pastoral, del gobernamiento, que en adelante aparecerá relacionado
íntimamente con el funcionamiento del Estado. Si tenemos en cuenta que la
disciplina era una técnica fundamentalmente religiosa y, por tanto, estaba articulada
al ejercicio del poder pastoral, el proceso de laicización del gobierno llevó
también a una laicización y expansión de la disciplina más allá de las
comunidades religiosas. Desde los siglos XIV y XV es posible identificar en
Europa el desarrollo y multiplicación de comunidades laicas que, como la de los
Hermanos de la Vida Común o de San Jerónimo[5],
[...] a partir de una serie de
técnicas tomadas de la vida conventual, y a partir también de una serie de
ejercicios ascéticos procedentes de toda una tradición del ejercicio religioso,
definieron métodos disciplinarios concernientes a la vida cotidiana y a la
pedagogía. (Foucault, 2005, p. 60).
La creación de estas comunidades dedicadas a la enseñanza de
la doctrina, al decir de autores como Delumeau (1984), no solo es evidencia del
declive de la vida monástica sino también de la crisis de la Iglesia medieval
frente a la cual se consolidó y extendió un renovado sentimiento religioso, que
se expresó en el movimiento conocido como la Devotio Moderna, forma nueva de espiritualidad que privilegiaba la
meditación personal en relación con la liturgia, y cuya obra insigne fue la Imitación de Cristo, escrita por Thomas
Kempis entre 1420 y 1430, que, según Delumeau (1984), fue la obra más leída del
siglo XV.
Sobre este proceso, es preciso señalar que la consolidación
y expansión de la Iglesia por todo Occidente durante la Edad Media no significó
una amplia cobertura del pastorado católico; en otras palabras, no significó
una cristianización masiva de la población, que al decir de los historiadores
como Delumeau (1984) y Hunter (1998) fue un fenómeno relativamente reciente.
Desde las perspectivas de estos autores, los alcances de la Iglesia durante la
Edad Media fueron más bien moderados, y sus enseñanzas, además de limitadas,
pasaron por la grilla del sincretismo popular; por tanto, fue solo a partir del
siglo XVI cuando el pastorado cristiano alcanzó una fuerza inusitada en los
procesos de Reforma y Contrarreforma:
Tanto la Reforma como la
Contrarreforma dieron al pastorado religioso un control, una autoridad sobre la
vida espiritual de los individuos mucho más grande que en el pasado: aumento de
las conductas de devoción, incremento de los controles espirituales,
intensificación de la relación entre los individuos y sus guías. Nunca antes el
pastorado había intervenido tanto ni disfrutado de tanta influencia sobre la
vida material, la vida cotidiana, la vida temporal de los individuos: se hace
cargo entonces de toda una serie de cuestiones y problemas concernientes a la
vida material, la limpieza, la educación de los niños. Por consiguiente, se
produjo una intensificación del pastorado religioso en sus dimensiones
espirituales y extensiones temporales. (Foucault, 2006, p. 266)
Foucault (2006) analizó ese proceso como la “explosión del
problema del gobierno”, en el que la disciplina, confinada hasta entonces en
las instituciones monásticas, consiguió una expansión excepcional gracias a un
mecanismo llamado “parasitaje”, es decir, gracias al hecho de que para su
extensión social, la disciplina se introdujo y logró desarrollarse en el
interior de otras prácticas e instituciones, y así colonizó otros espacios cada
vez más amplios en la población. Por lo menos tres fueron los blancos de ese
“parasitaje”: la juventud estudiantil (y con ella los antiguos colegios), los
pueblos conquistados (particularmente los de América) y, finalmente, los nuevos
ejércitos de la clase obrera (Foucault, 2005). Aunque en todos los casos
estuvieron implicadas actividades de enseñanza, en el caso de la juventud y de
los pueblos conquistados las acciones educativas comprometidas en su
disciplinamiento fueron mucho más evidentes.
Para los propósitos de este texto es de particular interés
la colonización de la juventud estudiantil[6] que,
hasta finales del siglo XV e inicios del XVI, había mantenido cierta
independencia y autonomía, pero que fue, poco a poco, colonizada en los
colegios donde se inició su proceso de ‘infantilización’, a través del
disciplinamiento y la moralización de sus costumbres. Como han mostrado varios
autores[7], los
colegios medievales fueron muy diferentes de aquellas instituciones que conoció
la modernidad.
Emergieron como casas de hospedaje de los estudiantes
universitarios que, a su vez, nada tienen que ver con los ‘escolares’ modernos
que frecuentaron los colegios de los siglos XVII en adelante. Se trataba de
jóvenes de diversas edades que vivían solos en los colegios (que, como dije,
funcionaban más como lugar de hospedaje que de enseñanza), algunos con sus
propios ayudantes o criados, y asistían a las clases en las Facultades de
Artes, donde gozaban de plena autonomía. Señala Messer (1927) que, en el caso
de la Universidad de Boloña, los propios estudiantes elegían al rector y desde
el siglo XIII se excluyó la posibilidad de escoger a un profesor para ejercer
dicho cargo; de tal forma que solo un estudiante podría ser elegido rector. En
la Universidad de París los profesores tenían más influencia, pero a pesar de
ello el rector también era elegido por los estudiantes.
En las ciudades eran reconocidos los estudiantes por su
comportamiento tumultuoso y relajado, dentro y fuera de las clases. Las
permanentes peleas y alborotos que ocasionaban llevaron a las autoridades a
tomar medidas especiales, como la prohibición del porte de armas en las aulas.
Esos muchachos nada tienen que ver con los disciplinados chicos que habitaron
las salas de clase e internados de los siglos posteriores. Sobre este aspecto,
preguntaba Durkheim si no sería la forma de “internado integral” una prolongación
de la idea monacal, una figura que se extendiera, casi que por contagio
natural, del dominio religioso hacia el do-minio escolar. Como ejemplo, señala
el sociólogo que en el caso francés los colegios inicialmente denominados hospitia —de los cuales existían dos
modalidades: libres y de caridad, en donde eran sostenidos, por medio de becas,
cierto número de estudiantes pobres—, algunos de los cuales contaban con buenas
bibliotecas y ‘repetidores’ o tutores particulares, fueron atrayendo alum-nos
de diversas capas sociales que pagaban su hospedaje, y de esa forma aumentó
considerablemente la población estudiantil, a punto que también aumentó el
personal de maestros encargados de la disciplina de los alumnos y de los
estudios. Las repeticiones de lecciones, así como las clases complementarias
dentro de la casa se volvieron, por tanto, más numerosas; la enseñanza allí impartida
asumió una mayor importancia, y en lugar de esperar por sus alumnos, los
maestros fueron a los colegios (hospedajes) para impartir sus clases. De esta
forma, “[...] los alumnos encontraron en los colegios, además de cama y
alimentación, toda la enseñanza que buscaban, no necesitaban salir más; estaba
así establecido el principio del internado” (Durkheim, 2002 a [1938], p. 109).
Disciplinarización bajo la forma de un proceso de
moralización de la juventud estudiantil sometida en los colegios a reglamentos
cada vez más estrictos. Pero también disciplinarización de los saberes
sometidos a los métodos de enseñanza, cuyo desarrollo llevó, durante el siglo
XVII, a la constitución de una nueva disciplina del saber: la didáctica.
Disciplina como enseñanza, enseñanza como disciplina.
Umbral
discursivo del arte de educar: institutio
y eruditio
Utilizando las herramientas arqueológicas para pensar el
saber pedagógico, Zuluaga (1999) localizó su umbral de positividad durante los
siglos XVI y XVII, particularmente con la emergencia de la ‘enseñanza’ como
objeto discursivo y práctica de saber, primero con Juan Luis Vives, y después,
de forma mucho más sistematizada, con la Didáctica de Comenio. Sobre este
punto, en otro texto la autora señala que:
[...] a partir de Comenio el
concepto de enseñanza cobra un fortalecimiento muy significativo. Si bien es
cierto que en Vives, en su Tratado de la enseñanza, encontramos un desarrollo
de este concepto, en Comenio vemos cómo la discursividad acerca de la enseñanza
y la práctica de la enseñanza cobran unidad. (Zuluaga, 2003, p. 61).
En la perspectiva de evitar la confusión y ambigüedad que el
término ‘positividad‘ puede generar, utilizo aquí la expresión umbral de
discursividad para marcar esa transformación que en el arte de educar y en el
saber pedagógico los historiadores han localizado a partir del siglo XVI. Por
ejemplo, en su Evolución Pedagógica, afirma Durkheim (2002a) que el
Renacimiento es el periodo de la aparición de las grandes doctrinas pedagógicas,
pues las elaboraciones existentes hasta entonces “eran el producto de un
movimiento anónimo, impersonal, inconsciente del rumbo seguido y de las causas
que lo determinaban” (Durkheim, 2002a [1938], p. 170). La mayoría de los
historiadores de la educación estaría de acuerdo con esta apreciación, hecho
evidente en el lugar que dedican a autores como Rabelais, Montaigne, Vives,
Erasmo, Agrícola, Ramus, Bacon, Ratke, Comenio, pero no sucedería lo mismo si
preguntásemos por las posibles causas de tal hecho. Siguiendo la línea de
argumentación escogida en este trabajo, habría que reconocer que tal
‘revolución pedagógica’ tuvo sus condiciones de posibilidad en aquello que
Foucault (2007) denominó la “crisis del pastorado y la insurrección de las
conductas en el siglo XVI”; crisis que no significó la desaparición o supresión
del pastorado, sino, por el contrario, su intensificación, multiplicación,
proliferación. El siglo XVI, según analiza Foucault, dio inicio a la era de las
conductas, de las direcciones, de las acciones de gobernamiento y, dentro de
ellas, cobró una intensidad mayor un problema que se encontraba en el punto de
cruce de las diferentes formas de conducción (conducción de sí mismo y de la
familia, conducción religiosa, conducción pública bajo el control del
gobierno):
Me refiero al problema de la
instrucción de los niños. El problema pedagógico: cómo conducir a los niños,
cómo hacerlo a fin de lograr que sean útiles a la ciudad, conducirlos hasta el
punto en que puedan alcanzar su salvación, conducirlos hasta el punto en que
sepan conducirse a sí mismos; con toda seguridad, este problema se vio
sobrecargado y sobredeterminado por la explosión del problema de las conductas
en el siglo XVI. (Foucault, 2006, p. 268).
Aunque ese problema de la instrucción de los niños no fuese
un asunto de su interés, el profesor Foucault nos ofrece en la afirmación
anterior una clave para analizar las prácticas pedagógicas desde la perspectiva
del problema del gobernamiento de las conductas, y es en ese sentido que podemos
considerar el problema pedagógico como la puerta de entrada a la modernidad.
Esa clave foucaultiana fue ensayada por primera vez por Varela (1983), para
analizar las transformaciones educacionales en el caso de la España de la
Contrarreforma. Esta autora analizó el desarrollo de las múltiples prácticas de
adoctrinamiento, enseñanza, crianza, instrucción y educación que aparecieron en
el siglo XVI, como parte del despliegue de otro arte de gobernar y como
condición de posibilidad de aquello que llamamos modernidad:
Se puede afirmar que el paso del
sistema feudal hacia un sistema profesionalizado no hubiera sido posible sin la
mediación de instancias educativas: educación, en primer lugar, del príncipe,
aureolado desde entonces por las letras, el saber y las buenas maneras, que
formaban parte del arte de gobernar. La educación del príncipe niño es
inseparable de otras nuevas formas de gobierno que tan afanosamente
contribuyeron a diseñar los humanistas y reformadores eclesiásticos. El nuevo
príncipe, sabio y santo, exigía una remodelación de la nobleza, a la cual se le
confiaron desde ahora asuntos fundamentales de la política de Estado. La
naciente nobleza cortesana comienza a instruirse en el siglo XVI, entre otras
cosas gracias a los nuevos modos de socialización y nuevas formas de educación.
Diplomáticos, consejeros reales, juristas, “políticos profesionales”, no
habrían podido existir sin una dedicada educación en la cual el derecho y las
letras ocupan un importante lugar. Universidades reformadas, preceptores,
instructores de la nobleza y Colegios Mayores, contribuyendo a fabricar la
nobleza moderna, convirtiéndola en un grupo social de fidelidad acrisolada a la
Corona. Sin embargo, las monarquías administrativas necesitaban a su vez de
otro nuevo estrato social que amortiguara las disensiones producidas por la
jerarquización social, grupo al cual la educación jesuita contribuyera a dar
una identidad propia. Nos estamos refiriendo al estado medio que aglutinará en
principio a una población heterogénea compuesta por cambistas, comerciantes,
tenderos, funcionarios de la administración local que asumieron e irradiaron
hasta los confines del principado el reconocimiento de la autoridad del
Monarca. (Varela, 1983, p. 222. Cursivas del autor).
Por esa explosión de prácticas educativas y pedagógicas, por
su difusión e intensificación cada vez mayor, es que podemos afirmar que
estamos frente a otro tipo de organización social; esa que llamo “sociedad
educativa” en la medida en que, como ninguna otra en la historia, pretendió
educar (enseñar, instruir, formar) de manera sistemática a todos los seres
humanos como condición para su humanización y para el crecimiento,
enriquecimiento y fortalecimiento de las naciones. Utilizando las elaboraciones
de Varela, pero concentrando mi mirada en las transformaciones ocurridas en el
plano del saber pedagógico, intentaré a continuación una exploración del
problema ‘pedagógico’ esbozado por Foucault.
Considero que el problema pedagógico, el problema de la
instrucción de los niños que Foucault ubica en el punto de cruce de las
diferentes formas de conducción en el siglo XVI —problema que alcanzó mayor
intensidad que otros configurados en ese mismo periodo—, estuvo asociado a una
importante transformación en el saber pedagógico occidental: el paso del umbral
tecnológico del arte de educar, momento caracterizado por la utilización y
delimitación del sentido de los términos institutio
y eruditio, y por la aparición de un
nuevo arte, la docendi artificium, como llamó Comenio a su Didáctica
Magna. Más adelante, en el siglo XVIII, con las elaboraciones de Rousseau y
Kant, pero particularmente con la Pedagogía General de Herbart, el saber
pedagógico alcanzará su umbral epistemológico y, como consecuencia de los
desarrollos de ese autor, a finales del siglo XIX podemos localizar el umbral
de cientificidad de la pedagogía con la consolidación de las tres culturas
europeas: la Pädagogik y Didaktik germánicas, las Sciences de l'Éducation francófonas y
los Curriculum Studies anglosajones.
Sin embargo, a pesar de las novedades introducidas, el paso
del umbral tecnológico no significó una ruptura radical con la tradición
medieval y de la antigüedad; mucho menos su desaparición: el arte de educar que
agrupé esquemáticamente en los dos modos antiguos (el modo filosófico y el modo
sofístico) que se desarrollaron y transformaron lentamente en la paideia
cristiana medieval, no solo sirvió de base para la nueva disciplina (la
didáctica), sino que continuó funcionando y mezclándose en las nuevas prácticas
pedagógicas. Como diría Hunter (1998), la pedagogía pastoral está en el corazón
de la pedagogía liberal.
De manera esquemática, y con el propósito de facilitar la
comprensión de los trazos principales del paso del umbral tecnológico de las
artes de educar entre el Renacimiento y el siglo XVII, utilizaré dos términos
del vocabulario pedagógico de la época, que me permitieron organizar la
diversidad de la producción discursiva en dos grandes tendencias: me refiero a
los vocablos eruditio e institutio.
Institutio: o de la ‘educación’
“Eficaz es la naturaleza, pero
la supera en eficacia la educación”.
Erasmo de Rotterdam, De pueris statim ac liberaliter instituendis
Erasmo observa que la naturaleza distribuyó entre los
animales diferentes habilidades: ligereza, vuelo, vista aguda, corpulencia y
robustez física, cuernos, escamas, pelos, uñas y veneno con qué defenderse,
buscar su alimento y sostener sus crías. Pero al hombre lo dejó fofo, desnudo,
sin defensas. En compensación, lo dotó de una mente capaz de aprender todas las
disciplinas, así: “Cuanto menos apto es cada animal para las disciplinas, mejor
dotado está de congénita destreza” (Erasmo, 1956b [1529], p. 923). Por eso,
piensa Erasmo, las hábiles hormigas nada tienen que aprender, nadie les enseña
a escoger los granos en el verano ni a almacenarlos para el invierno; la
naturaleza concedió a los animales irracionales mayor auxilio para sus
funciones, pero solo a uno de ellos lo hizo racional y dejó la mayor parte de
su formación a la crianza; de ahí que: Eficaz
res est natura, sedhanc uincit efficacic or institutio (Erasmi, 1529, p.
8): eficaz es la naturaleza, pero la supera en eficacia la ‘educación’.
Coloco entre comillas la palabra ‘educación’, pues el
sentido del término latín institutio
que utiliza Erasmo no es totalmente preciso para nosotros. El traductor de la
edición en castellano, aquí citada, utiliza la palabra ‘instrucción’, y el
traductor brasilero, aunque use educação, aclara en nota a pie de página que
aquella frase dice literalmente: “coisa eficaz é a natureza, porém a instrução,
por ser mais eficaz ainda vence-a” (Erasmo, s/d [1529], p. 27). Siguiendo la
definición de la primera edición del Dictionnaire
de l’AcadémieFrançaise (1694),[8] prefiero
utilizar el término ‘educación’, pues la palabra ‘instrucción’ está más ligada
a la ‘enseñanza’, entrenamiento y erudición, y su significado solo será
especificado entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en las
discusiones de los revolucionarios franceses sobre la diferencia entre
educación e instrucción. Sin embargo, prefiero también ‘educación’ por aquello
que está en juego en este término: la aparición de una nueva noción en el
horizonte conceptual del saber pedagógico; asunto nada despreciable. Con ello
no estoy afirmando que el término institutio
no existiese antes del siglo XVI, pero sugiero que a partir de Erasmo y Vives
cobró una importancia hasta entonces desconocida, a tal punto que marcó los
desarrollos posteriores en los discursos pedagógicos de la modernidad.[9]
Pero, ¿en qué consiste la novedad? Siguiendo a Varela
(1983), podríamos decir que consiste en establecer y justificar la necesidad,
no solo de la educación de la juventud, sino de la ‘crianza’ y educación de los
niños, desde los más tiernos años, en los cuales la infancia, semejante a los
metales nobles, es aún dúctil y maleable. En este punto, es preciso aclarar que
Erasmo, Vives y Montaigne forman parte de una tendencia más amplia de atención
y valorización de la educación de los hijos, de la familia y del núcleo
conyugal, que se desarrolló durante todo el siglo XVI, como lo muestra el
trabajo de Fernandes (1995). Para esta autora, quien se dedicó a explorar el
problema del matrimonio y la espiritualidad en la Península Ibérica entre 1400
y 1700:
[...] la multiplicación, a fines
del siglo XV y en las primeras décadas del siglo XVI, de las obras que
valorizaron la educación del príncipe, la educación de las princesas y grandes señoras,
la educación de los padres y, particularmente, de la madre, la educación
femenina en general, permitió una nueva mirada y, por tanto, una atención
diferente sobre la educación infantil —una educación más literaria y política
para el príncipe, una educación más moral y religiosa para los hijos en
general. (Fernandes, 1995, p. 171).
Dentro de aquella proliferación de obras educativas,
Fernandes destaca dos tipos de particular importancia: los “espejos del
príncipe” y los “nortes” o “espejos de casados”. Los specula principis corresponden a una antigua tradición clásica y
medieval de textos de carácter político, moral y educativo, destinados a
establecer las virtudes necesarias para el oficio del rey, y son de especial
interés para los propósitos de este trabajo por dos motivos: de una parte,
según Varela (1983), por primera vez en el siglo XVI aparecen, en este tipo de
libros, escritos dedicados de forma exclusiva y total a la formación del
príncipe en sus primeros años, tema que solo era abordado de manera parcial en
los textos medievales; de otra parte, tales escritos enfatizan la importancia
de las ‘letras’ en la ‘institución’ (crianza, constitución, formación) del
príncipe. Este último aspecto permite a Varela identificar una significativa
transformación en la ‘institución’ del príncipe cristiano:
La instrucción del príncipe,
centrada fundamentalmente en el ejercicio de las armas y en la preparación
militar, y en la que, por tanto, se valoraban aquellas prácticas que le
confieren agilidad, vigor, fuerza, y destreza física (montar a caballo, jugar a
las armas, cazar, danzar, ejercitarse en la pelota, el anillo y otros juegos),
va a dar un paso, poco a poco, hacia un nuevo tipo de educación que, sin
descuidar su preparación guerrera y cortesana, hará énfasis en el cultivo del
espíritu y de su ingenio. (Varela, 1983, p. 58).
Se trata, entonces, del paso del príncipe guerrero al
príncipe sabio, que coincide con lo que Elias (1987) denominó el “acortesamiento
del guerrero”, es decir, el proceso mediante el cual se operó, en los inicios
de la modernidad, una reducción progresiva de la violencia, como resultado de
la contención de los instintos (posibilidad del individuo de no reaccionar
inmediatamente según sus sentimientos, sino de controlarlos en función de una
previsión a largo plazo) y de la constitución del monopolio de la violencia por
parte del Estado. En su Linguae Latinae
Exercitatio (obra conocida como Diálogos sobre la educación), Vives muestra
la fuerza que tiene la tradición de las armas dentro de la nobleza, cuando en
su diálogo 24 (titulado “La educación”), el personaje, Flexíbulo, hombre culto
y de superior educación, interpela al noble joven Grinferantes, que llega hasta
él por sugerencia de su padre:
Grinferantes. —No necesito para
nada las letras ni las ciencias. Ya mis antepasados me dejaron de qué vivir. Y,
aunque me faltase un modo de vida, no pienso buscarlo en el cultivo de artes
tan innobles. Lo mío son las armas.
Flexíbulo. —Arrogante y altivo
es tu modo de pensar, como si por ser noble no llegaras a ser hombre.
Grinferantes. —¿Qué estás
diciendo?
Flexíbulo. —¿Por qué parte de ti
eres hombre?
Grinferantes. —Por todo mi ser.
Flexíbulo. —¿Acaso por tu
cuerpo, por el que no te diferencias de las bestias?
Grinferantes. —En manera alguna.
Flexíbulo. —Entonces, no por
todo tu ser, sino por la razón y la mente.
Grinferantes. —¿Y cómo así?
Flexíbulo. —Piensa un poco: si
no cultivas y dejas asilvestrada tu mente, dedicándote y preocupándote solo del
cuerpo, ¿no cambias tu condición de hombre por la de animal bruto? (Vives, 1998
[1538], p. 197).
Así, la ‘institución’ implicó un énfasis en el valor
formativo (educativo) de las letras, pero es necesario aquí delimitar mejor el
sentido de esa ‘institución’ por las letras, pues ahí está la clave para la
comprensión del nuevo sentido de ese antiguo término del vocabulario
pedagógico. Erasmo, Vives y Montaigne coinciden en la crítica al
escolasticismo, al verbalismo gramatical retórico puramente formal en que
degeneró el estudio de las artes liberales al final de la Edad Media. Sobre ese
asunto, Erasmo escribió un texto que tituló Ciceronianus, que es una crítica
mordaz al escolasticismo y a los vicios del formalismo filosófico y teológico
medieval; Montaigne dedicó uno de sus ensayos, titulado De la pedantería, a
aquel saber pretensioso, superficial, de ornamento del maestro de escuela y
profesor; y, finalmente, Vives escribió en su De disciplinis (1531) sobre la causa de la corrupción de las artes
y la necesidad de retomar los clásicos para purgar los errores interpretativos
fijados en la tradición de la autoridad. Se trata, entonces, de una
recuperación de los clásicos latinos y griegos en el marco de un intento de
renovación de la perspectiva religiosa cristiana, cuya consecuencia fundamental
fue el énfasis en la dimensión moral y formativa de esos autores. En otras
palabras, se podría decir que se trata de una relectura de los clásicos, en la cual
la filosofía de la antigüedad —lo que Hadot (2006) llama “ejercicios
espirituales”— es reinterpretada desde la, también renovada, doctrina
cristiana.
En su Plan de Estudios, por ejemplo, Erasmo dice que el
conocimiento es doble, de las palabras y de las cosas, y aunque el primero sea
el de las palabras, el más importante es el de las cosas. Pero el conocimiento
de las cosas no es la observación y el estudio de la naturaleza, como se podría
pensar: “casi toda la ciencia de las cosas debe ir a buscarse en los autores
griegos” (Erasmo, 1956a [1529], p. 446) o, sea, en los textos de los autores
clásicos; de ahí la importancia que ese autor atribuyó al aprendizaje de la
gramática latina y griega:
La precedencia es de la
Gramática, y ella, desde el primer momento, deber ser enseñada a los niños en
ambas ramas: griega y latina. No solo porque en estas dos lenguas está como
archivado casi todo lo que merece ser conocido, sino porque una es tan afín a
la otra, que ambas se aprenden al más breve plazo. (Erasmo, 1956a [1529] p.
445).
El conocimiento de las cosas está, paradójicamente, en las
palabras. Pero aquello que realmente importa en esos autores no es tanto la
‘ciencia’ (la erudición) como la sabiduría (filosofía, en el sentido antiguo).
La filosofía, dice Erasmo, “enseña más en un solo año que en treinta años la
experiencia más avisada” (Erasmo, 1956b [1529], p. 932), y sus lecciones son
más seguras que aquellas dadas en los bancos de la escuela, pues la filosofía
no es entendida en el sentido de un saber abstracto, sino de un saber hacer y
obrar bien:
¿Cuándo saldrá buen corredor
aquel que corre valientemente, pero entre tinieblas y con desconocimiento de la
ruta? ¿Cuándo conseguirá ser buen espadachín el que con los ojos cerrados, a
tientas y a locas, blande el hierro? Los preceptos de la filosofía son como los
ojos del alma y, en cierta manera, proyectan sus luces hacia delante, porque
veas cuál cosa es menester que se haga y cuál no. Grande es el provecho que
reporta, lo confieso, la prolongada experiencia de diversas situaciones, pero
no más que al sabio diligentemente instruido en los cánones del bien obrar.
(Erasmo, 1956b [1529], p. 932).
La institución por las letras es, entonces, una
conformación, una constitución moral a través de los preceptos y cánones de la
virtud, presentes en las obras de los antiguos; es decir, una formación por la
filosofía en el sentido antiguo del término, que es el mismo sentido en que,
como veremos, Montaigne también lo emplea, y que remite a la oposición entre
erudición y sabiduría. Magis magnos
clericós non sunt magis magnos sapientes —los más grandes eruditos no son
los más sabios—: esa frase, que Montaigne toma prestada de Rabelais (Gargantúa
XXXIX), expresa claramente la idea que orienta sus reflexiones educacionales:
en ella opone el letrado o el erudito al sabio, la erudición a la sabiduría,
recuperando así el sentido antiguo de la filosofía, borrado durante la Edad
Media por la hegemonía de la retórica y de la dialéctica.
Sobre este asunto, Hadot (1998) nos recuerda que en la
Grecia antigua y clásica sophia
significaba un saber-hacer, y el verdadero saber-hacer es saber hacer el bien.
En ese sentido, sophos y sophia, saber y sabiduría, estaban
estrechamente ligados. Con Sócrates (a diferencia de los sofistas), la sabiduría
no puede ser recibida, pues debe ser obra del propio individuo, y la actividad
filosófica, el filosofar, no es —como pretendían los sofistas— adquisición de
un saber o un saber-hacer, sino “cuestionarse a sí mismo porque se tendrá el
sentimiento de no ser lo que se debería ser” (Hadot, 1998, p. 42). De ahí que
Montaigne diga: “Aunque pudiésemos ser eruditos con el saber de otro, por lo
menos sabios solo podemos ser con nuestra propia sabiduría” (Montaigne, 2005a
[1580], p. 13).
Con la oposición entre sçavant
(sabedor, erudito) y sage (sabio),
Montaigne trae de nuevo al saber pedagógico la antigua discusión griega entre
filosofía y sofística, cuestionando la pedantería extendida por la enseñanza
retórica y dialéctica de los colegios y universidades de su época, y retomando
la dimensión ética de la actividad filosófica. La pedantería es el producto de
esa enseñanza escolástica que pretende erigir hombres eruditos, letrados,
sabedores, pero poco ocupados con la virtud, con la acción moral concreta, con
su conducta; los ‘pedantes’, en el lenguaje de su época, era una expresión
injuriosa utilizada para hablar con menosprecio de los maestros de escuela y
profesores. Contrario a esa enseñanza, Montaigne consideraba que en la
educación de un hijo, la filosofía “como formadora de los juicios y de las
costumbres será su principal lección” (Montaigne, 2005a [1580], p. 85). No
obstante, Montaigne señala: “Es singular que en nuestro siglo las cosas sean de
tal forma, que la filosofía, hasta para las personas inteligentes, sea un
nombre vano y fantástico, que se considera de ningún uso y de ningún valor, tanto
por opinión como de hecho” (p. 73).
Por tal motivo, al reivindicarla para la educación de los
niños, el referido autor se constituye, junto con Erasmo, en un intempestivo,
un outsider de su época, pero también en un creador, ciertamente no por haber
recuperado el sentido de la filosofía antigua, sino por haberlo empleado para
la institución (educación) de los niños. Desde la segunda mitad del siglo XVII,
esta noción de institutio será
nuevamente retomada y desarrollada a través de un nuevo término en el
vocabulario pedagógico: education, éducation, desarrollado por Locke y
Rousseau.
Eruditio: didáctica y enseñanza
Desde el inicio de su Didáctica Magna, Comenio deja claro
que su arte (docendi artificum)
consiste en enseñar todo a todos, pero de cierta forma, con resultados,
fácilmente, de modo sólido, y con el triple propósito de “conducir a la
verdadera cultura, a las buenas costumbres, a una piedad más profunda”
(Comenius, 2002 [1631], p. 13). Según otra versión, su didáctica buscaba
encaminar a “los alumnos hacia una verdadera instrucción, ha-cia las buenas
costumbres y hacia la piedad sincera” (Comenius, 2001[1631], p. 3). Pero en la
versión original en latín, Comenio utiliza las siguientes palabras: Literaturam veram, Mores svaves, Pietatem
intimam (Comenii, 1657, Lectoribus p. 7). Más adelante, en el capítulo IV,
vuelve sobre esos tres propósitos, pero allí habla de eruditio, virtus, religio, traducidas en las ediciones portuguesa y
brasilera como “instrução, virtude, religião” (Comenius, 2001; 2002). Eruditio es, entonces, Literatum veram, que en términos
contemporáneos sería instrucción, según los traductores de la versión
portuguesa y brasilera. El traductor de la Editorial Porrúa (versión
castellana) prefirió el término ‘erudición’, y yo estoy de acuerdo con esa
elección por varios motivos.
En primer lugar, es necesario reconocer que tanto el término
erudición como el término instrucción remiten a un cuerpo, cúmulo o caudal de
conocimientos; sin embargo, el vocablo instrucción tiene otra acepción: acción
de instruir, transmitir conocimiento. De ahí tendríamos, entonces, que
instrucción significa tanto la acción como el resultado de esa acción, hecho
que hace de él un término ambiguo. En segundo lugar, aunque existe la voz
latina instructio, -onis, Comenio
prefirió utilizar las voces eruditio,
eruditionis, eruditum, ya sea porque fuesen más corrientes en el
vocabulario de su época, o por considerarlas más pertinentes para sus
propósitos. En tercer lugar, en el vocabulario pedagógico la palabra
‘instrucción’ (instruction, Unterricht)
solo fue delimitada entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en
el momento en que se diferencia de ‘educación’ (education, éducation, erziehung), como mostraron los
revolucionarios franceses en sus discusiones sobre la constitución del aparato
estatal de instrucción pública de la nueva república.
Pero, ¿qué es la erudición? En el capítulo IV de la
Didáctica Magna, Comenio aclara que “el nombre de Erudición comprende el
conocimiento de todas las cosas, artes y lenguas” (Comenio, 1994a [1631], p.
9); de ahí que erudición implique enseñanza, pues solo por medio de ella es
posible poseerla. Es por eso que Comenio creó su docendi artificium que es la didáctica: el arte para conseguir la
erudición o conocimiento de todas las cosas, las artes y las lenguas. Pero,
¿por qué es necesario a todos una tal erudición? ¿Por qué todos deben ser
enseñados y aprender el conocimiento de todas las cosas, las artes y las
lenguas? Porque somos criaturas racionales, dice Comenio, criaturas señoras de
las otras criaturas, y solo si conocemos las causas de todas las cosas podremos
ostentar el título de animales racionales:
Ser criatura racional es ser
observador, denominador y clasificador de todas las cosas; esto es, conocer y
poder nombrar y entender cuanto encierra el mundo entero, como se dice en el
Génesis, 2. 19. O conforme enumera Salomón (Sab. 7. 17, etc.). Conocer la
constitución del mundo y la fuerza de los elementos; el principio, el fin y el
medio de los tiempos; la mutación de los solsticios y la variedad de las
tempestades; el circuito del año y la posición de las estrellas; las
naturalezas de los vivientes y el ser de las bestias; las fuerzas de los
espíritus y los pensamientos de los hombres; las diferencias de las plantas y
las virtudes de las raíces; en una palabra, cuanto existe, ya oculto, ya
manifiesto, etc. A esta cualidad corresponde la ciencia de los artífices y el
arte de la palabra, para que, como dice Jesús de Sirach, en ninguna cosa, lo
mismo pequeña que grande, nada haya que sea desconocido (Eccles. 5. 18).
(Comenio, 1994a [1631], p. 8. Cursivas del autor).
Alcanzar la condición de animal racional pasa, entonces, por
la erudición, que no es un simple conocimiento literario, sino el conocimiento
de las causas de las cosas para poder servirnos de ellas como criaturas señoras
que fuimos creadas a imagen de Dios:
Ser dueño y señor de las
criaturas consiste en poder disponer de ellas conforme a sus fines legítimos
para utilizarlas en provecho propio [...], no someterse a ninguna criatura, ni
aun a la propia carne, sirviéndose generosamente de todas ellas, y no ignorar
dónde, cuándo, de qué modo y hasta qué punto se debe prudentemente utilizar
cada cosa; dónde, cómo, de qué modo hay que condescender con el cuerpo; dónde,
cómo, de qué modo y hasta qué punto se debe servir al prójimo. En una palabra:
poder moderar con prudencia los movimientos y acciones, tanto internas como
externas, tanto propias como ajenas. (Comenio, 1994 a [1631, p. 9. Cursivas del
autor).
Ahora bien, es necesario realizar aquí algunas aclaraciones.
En primer lugar, las ideas de erudición y de enseñanza comenianas se apartan
del saber meramente libresco y de la referencia a la autoridad como fuente de
conocimiento: “No se debe enseñar nada por la mera autoridad, sino que todo
debe exponerse mediante la demostración sensual y racional”, dice en otra parte
(p. 87). Para conocer debemos utilizar nuestros propios ojos, los sentidos,
pues al nacer nada tenemos en nuestro cerebro, que es como una tabla rasa en la
cual nada está escrito, pero donde todo se puede escribir.
El didacta moravo compara el cerebro y su funcionamiento con
la cera sobre la cual se puede imprimir un sello o se moldean estatuillas: y
“así como la cera es capaz de admitir toda clase de formas y permite ser
conformada y transformada del modo que se quiera, de igual manera nuestro entendimiento
al recibir las imágenes de todas las cosas recibe en sí cuanto contiene el
universo entero” (p. 14). En el mismo capítulo V de la Didáctica, compara la
mente con un espejo que reproduce la imagen de todo objeto que se le coloque en
frente, siempre que haya luz y el objeto se haya colocado de manera adecuada.
Sin embargo, no se trata de una concepción propiamente sensualista del
conocimiento. En este punto, Comenio parece aún permanecer en la concepción
medieval, como se desprende del siguiente párrafo: “Nada, pues, necesita el
hombre tomar del exterior, sino que es preciso tan solo desarrollar lo que
encierra oculto en sí mismo y señalar claramente la intervención de cada uno de
sus elementos” (p. 12), pues, según él, en el entendimiento humano Dios
depositó las semillas de todos los conocimientos. De acuerdo con esa idea, la
actividad de enseñar y, por tanto, la enseñanza y la erudición, no era la
introducción o la colocación de algo externo en la mente, sino la ‘educción’,
como en la paideia cristiana, de aquello que estaba en el interior del entendimiento
como potencia.
No obstante, cuando Comenio utiliza la metáfora del
jardinero, su idea de enseñanza parece apartarse de la perspectiva de la
‘educción’ y aproximarse a la concepción de la enseñanza como la acción de
introducir algo del exterior hacia el interior del alumno. Según aquella
metáfora, en la enseñanza —como en la jardinería— el maestro —como el
jardinero— injerta las yemas de los conocimientos que luego serán desarrollados
en el alumno:
Se deduce claramente de lo dicho
que la condición del hombre y de la planta es semejante. Pues así como un árbol
frutal (manzano, peral, higuera, vid) puede desarrollarse por sí mismo, pero
silvestre y dando frutos silvestres también, es necesario que si ha de dar
frutos agradables y dulces sea plantado, regado y podado por un experto
agricultor. De igual modo el hombre se desarrolla por sí mismo en su figura
humana (como todo bruto en la suya); pero no puede llegar a ser Animal
racional, sabio, honesto y piadoso, sin la previa plantación de los injertos de
sabiduría, honestidad y piedad. (Comenio, 1994a [1631], p. 24. Cursivas del
autor).
En segundo lugar, para alcanzar la erudición era preciso un
método para enseñar y aprender; método que debía garantizar tanto la rapidez
como la eficacia en la enseñanza y en el aprendizaje, pues la vida era corta y
el conocimiento muy amplio. En el capítulo XIX de su Didáctica, Comenio
responde a las objeciones hechas sobre las dificultades de pretender enseñar
todo a todos. Dice él que de no encontrar el modo abreviado, el trabajo de
enseñanza sería de gran magnitud y mucha dificultad; pero gracias al arte —su docendi artificium— eso podrá ser
aliviado. Hasta entonces, afirma el autor, las tareas escolares habían errado,
pues no se tenían objetivos determinados ni metas fijas, ni se delineaban los
caminos que deberían conducir rectamente a la meta; casi nunca se enseñaban las
artes y las letras de forma enciclopédica sino fragmentada; tampoco se
utilizaba un único método sino variados y múltiples; los maestros eran muchos y
eso ocasionaba confusión en los alumnos; y, en fin, faltaba un método para
enseñar simultáneamente a todos los discípulos de la misma clase.
De ahí que el arte de enseñar que propone Comenio esté
sustentado en la existencia de un único método capaz de garantizar la enseñanza
de todo y a todos: se trata de un método a prueba de maestros, pero también, a
prueba de ingenios. Es interesante aquí reiterar que para Vives el
reconocimiento de las particularidades del ingenio de cada alumno era parte central
de la tarea del maestro, pues cada uno tenía cierta tendencia, habilidad y
capacidad particular que el arte de enseñar debía tener en cuenta. Aunque
Comenio también reconoce la existencia de una variedad de ingenios, para él
todos pueden ser enseñados con un solo y único método. Aquel arte de la
enseñanza estaba fundado en una preocupación por el tiempo, por la precariedad
de la vida, por la necesidad de una pronta preparación para alcanzar la vida
eterna, en fin, por una economía de tiempo y recursos; por eso fue preciso
echar mano del arte, para garantizar prontitud y eficacia en la nueva y urgente
tarea de enseñar todo a todos. Ya Ratke había señalado la importancia económica
de ese arte de enseñar cuando afirmaba:
Por medio de ese arte de enseñar
cada persona saca provecho casi indecible. Personas, tanto del sexo masculino
como femenino, jóvenes y adultos, pueden aprender, fácil y rápidamente, todas
las virtudes, los cálculos sutiles, las canciones artísticas y otras artes
liberales en muchas lenguas. // Aquellos que encaminan a sus hijos a los
estudios también gastan lo mínimo, porque no desembolsan tan altos costos para
el estudio, pero consiguen mucho con el mínimo de dispendio. // Así también
ocurre con aquellos a quienes les gusta estudiar, porque serán atendidos
espléndidamente y consiguen alcanzar su objetivo, con auxilio del órgano
público en menos tiempo y con mucho menos fatiga, y servir a la patria. (Ratke,
2008 [1612-1633], p. 109).
Por último, podemos decir que la erudición implicaba una perspectiva
pansófica (enciclopedista) del conocimiento, en la medida en que significaba el
conocimiento de todas las cosas del mundo. La erudición perseguida por la
didáctica no era un saber general o superficial, sino un saber universal, un
saber sobre todo lo fundamental y necesario para alcanzar la condición racional
en el mundo. En ese sentido, la perspectiva enciclopédica del saber, de la sabiduría de Comenio, se diferencia
profundamente de la perspectiva expresada por Erasmo, Vives y Montaigne. Recordemos
que para ellos sabiduría no es erudición; la sabiduría se aproxima a la
filosofía en el sentido antiguo griego; por el contrario, para Comenio la
filosofía está más cerca del conocimiento de las disciplinas, de las artes. En El mundo en imágenes escribió, en el
apartado correspondiente al término Philosophia,
lo siguiente:
El físico observa todas las
obras de Dios en el mundo. // El metafísico indaga las causas y los efectos de
las cosas. // El aritmético computa números sumando, restando, multiplicando,
dividiendo, y lo hace o con números o en la tabla de cálculo, o con fichas
sobre el ábaco. // Los campesinos hacen cuentas con cruces (X) o medias cruces
(V), por docenas, quincenas o sexagenas. (Comenio, 1994b [1658], p.189).
La filosofía es el conocimiento de las cosas del mundo, y no
el saber y la práctica de la virtud. El saber, la sabiduría en Comenio, está
diferenciado de la virtud; no que no tengan que ver, sino que se trata de dos
cosas diferentes: recordemos que para él los tres fines inmediatos del hombre
(pues el fin último es la eterna bienaventuranza con Dios) son la erudición, la
virtud, y la religión o piedad. El hombre sabio de Erasmo, Vives y Montaigne es
‘instituido’ a través de la filosofía. El hombre erudito de Comenio es
‘enseñado’ o ‘disciplinado’ en la escuela, por el maestro y mediante el método.
Entonces, el hombre disciplinado de Comenio no es el hombre ‘educado’
(instituido) de los humanistas. Para Comenio, el problema de la didáctica no es
la educación (institutio,
institución) sino la formación formatione)
del hombre: su capítulo VI de la Didáctica Magna es titulado Ho- minem, si homo fieri debet, formari
oportere (“Conviene formar al hombre si debe ser tal”); el capítulo VII
afirma: Formationem Hominis commodissme
fieri aetate primâ: adeoqve fieri, nisi hâc, nonposse (“La formación del
hombre se hace muy fácilmente en la primera edad, y no puede hacerse sino en
esta”); el capítulo VIII se titula Juventutem
simul formandum, Scholisqve opus ese (“Es preciso formar a la juventud
conjuntamente en escuelas”). Y la condición para la formación del hombre es la
disciplina, pero esta no puede entenderse como la simple coacción sino que
debemos recordar su sentido medieval, según el cual hace referencia al
resultado de la enseñanza de la doctrina. La disciplina, entonces, es aquello
que debe ser enseñado y aprendido y es la condición para la formación: “De aquí
se deduce que no definió mal al hombre el que dijo que era un Animal disciplinable, pues
verdaderamente no puede, en modo alguno, formarse al hombre sin someterlo a
disciplina. (Comenio, 1994a, p. 20).
La vía didáctica de la formación implica la disciplina, es
decir, la instrucción, la enseñanza, la erudición, mientras que la vía de la institutio, en lo fundamental, pasa por
la sabiduría, por la virtud, entendida como fuerza capaz de dominar las
pasiones, fortaleza mediante la cual el individuo se hace dueño de sí, se
gobierna a sí mismo: y para ello la erudición no es necesaria. Esa es la
diferencia fundamental.
La invención
de la educación: o la forma liberal del arte de gobernar
El desplazamiento que Foucault señaló en las prácticas de
gobierno, a partir de la mitad siglo XVIII tuvo su expresión en el surgimiento
de una nueva racionalidad educativa. Se trató de la emergencia de otras formas,
medios y fines para pensar las prácticas pedagógicas. Tal emergencia estuvo
vinculada a la aparición de conceptos como naturaleza, libertad, interés y
educación en los discursos educativos del siglo XIX que, en los inicios del XX,
llevó a la consolidación de las psicopedagogías de corte francófono y
anglosajón y a la emergencia de la Sociedad del aprendizaje’.
Aunque siete décadas antes de Rousseau, Locke empleó el
término educación (education) en su
libro Some Thougths Concerning Education,
es sólo en el Emilio o de la Educación
que esta palabra adquiere su significado propiamente moderno. En otras
palabras, es con el uso que Rousseau hizo del término educación que reconocemos
la emergencia de otro régimen de veridicción en el campo del saber pedagógico,
cuyos desarrollos y actualizaciones se verán reflejados un siglo después, con
la emergencia de las psicopedagogías que encontraron en la Biología y en la
Psicología experimental sus fundamentos. Es necesario aclarar que al considerar
el Emilio como una de las expresiones de la emergencia de un nuevo régimen de
veridicción en el campo del saber pedagógico, no afirmamos que sea por su
autor, o por esta obra que fue posible tal emergencia; por el contrario, se
trata de señalar como, el uso que Rousseau hace de dicho término, es una de las
primeras manifestaciones de un proceso
anónimo de transformación y organización de las formas de pensamiento, en cuyo
marco fueron posibles sus reflexiones.
Pero, ¿Cuál es la novedad que trae este concepto de
educación? ¿Qué transformación significó en el pensamiento pedagógico? En
primer lugar, podríamos señalar que la educación de Rousseau es más dirección o
conducción que instrucción o enseñanza. Esa palabra que antiguamente
significaba ‘alimento’, es usada ahora para referir tres cosas distintas:
educación, institución e instrucción; del mismo modo que ocurre con los
términos gobernante, preceptor (ayo) y maestro que hacían referencia a tres
actividades diferentes: criar, instituir e instruir o enseñar. Sin embargo,
destaca Rousseau que tal distinción solo produce confusión, pues para que el
niño sea bien dirigido, no debe tener sino un solo conductor y ese debe ser su gouverneur. “prefiero llamar de gouverneur y no de précepteur al profesor de esa ciencia, pues se trata menos, para
él, de instruir que de dirigir. No debe dar preceptos, y si hacer con que ellos
sean encontrados” (Rousseau, 1999, p. 29). La educación se encuentra más cerca
de la acción de dirigir o de conducir que de la instruir o enseñar alguna cosa.
En segundo lugar, y a pesar de la proximidad entre los
pensamientos de Rousseau y de Locke, es posible percibir cómo sus reflexiones
se encuentran articuladas y expresan el predominio de racionalidades o formas
de gubernamentalidad diferentes. Mientras la educación propuesta por Locke se
caracteriza por su énfasis en la disciplina del entendimiento, la constitución
de los hábitos, la importancia del ejercicio y la repetición −acciones
vinculada a la gubernamentalidad disciplinaria−; el concepto de educación
Rousseauniano expresa la emergencia de una forma diferente de acción
educativa: una conducción, dirección o ‘gobernamiento’ del ‘hombre’
fundado en las ideas de naturaleza, libertad e interés del agente que aprende
(el niño) y en un ‘medio’ adaptado especialmente para tal fin (ni la casa
paterna de Locke ni la escuela de Comenio).
Se trata, entonces de una ‘educación natural’ que abre paso
a la espontaneidad, que reconoce en el perfeccionamiento interno de los órganos
y en su mecánica propia la posibilidad de acción libre del individuo, se trata
de dejar hacer, de dejar intervenir, de dejar operar la naturaleza. Es una
educación que precisa de una naturaleza particular del sujeto y es por eso que
El Emilio, antes que ser el descubrimiento de un conjunto de leyes naturales de
la infancia, como creía Claparède (2007). Fue el diseño de una nueva gramática,
a partir de la cual, se producirá el discurso pedagógico que, en los siglos
siguientes, llevaría a la aparición de los discursos psicopedagógicos
anglosajones y francófonos. Libertad y naturaleza, interés, crecimiento y
desarrollo, entro otros términos, marcaron la aparición de un nuevo
vocabulario, de un nuevo lenguaje que inscribió el saber pedagógico en el mapa
de la gubernamentalidad liberal (Marín-Díaz, 2010).
Un último elemento que podríamos destacar, para señalar la
novedad que el concepto de educación propuesto por pensador ginebrino, es el
llamado que hace para dejar que los niños (y en ellos las fuerzas de la
naturaleza) actúen. Respetar el principio de actividad que es constituyente del
sujeto es, sobre todo, un principio que lleva en sí mismo una ‘economía’ de
acción por parte del adulto en función de la propia actividad del niño. Se
trata de un principio de actividad que hace más eficaz la acción educativa,
pues antes que oponerse al deseo y al interés del niño parte de él, lo usa.
Esa forma de educación liberal, no propone una libertad
total, sino una forma de libertad regulada. Se trata de una educación que es
conducción y dirección, y por eso, es una forma de gobierno de los individuos
mediante la producción y regulación de su libertad. En términos de Foucault
(2007), es gobernar menos para gobernar más, en nuestros términos es educar
menos para educar más. Y en la educación de Emilio, educar (gobernar) menos
quiere decir intervenir menos, hacer menos, para que él haga más, sólo que bajo
ciertos límites y en ciertos medios.
La educación liberal es una economía de la educación. Pero
eso no quiere decir que sea débil o escasa, por el contrario, ella es
intensiva, permanente, constante, es una educación de la naturaleza, de los
hombres y de las propias cosas. Una educación que exige más trabajo del
preceptor, pues no sólo debe estar atento y actuante en todo momento, desde los
primeros años y hasta el ingreso al mundo social, sino que, además debe evitar
que su presencia y acción sea directa o muy evidente. Para eso, la educación de
los hombres debe, si es posible, ser substituida por la educación de las cosas,
hecho que significa ocuparse de controlar y regular el ‘medio’ en donde ella
debe acontecer. Así, la acción del preceptor que en Locke era directa, evidente
y sobre el individuo, en Rousseau es indirecta, imperceptible y sobre el medio.
Manipular el medio es acondicionar y preparar un espacio y regular unas
condiciones para que el individuo aprenda a través de lo que experimente allí.
Esa es la nueva tarea del preceptor, no se trata más de la enseñanza de
contenidos, de razonamientos o de juicios morales, su acción no es directa, su
acción es opuesta a la didáctica ella es educativa.
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Zuluaga, Olga Lucía; et al. (2003), Pedagogía y Epistemología. Bogotá: Cooperativa Editorial
Magisterio/GHPP.
[1] Este texto
forma parte del tercer capítulo de mi libro titulado: El gobierno pedagógico. Del arte de educar a las tradiciones
pedagógicas. Bogotá: Siglo del Hombre Editores/GHPP, 2012.
[2] En su curso Defender la sociedad, el profesor
Foucault decía: “Ahora bien, entre los siglos XVII y XVIII se produjo un
fenómeno importante: la aparición —habría que decir la invención— de una nueva
mecánica de poder, que tiene procedimientos muy particulares, instrumentos
completamente novedosos, un aparato bien diferente y que, creo, es
absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía. Esta nueva mecánica
de poder recae, en primer lugar, sobre los cuerpos y lo que hacen más que sobre
la tierra y su producto. Es un mecanismo que permite extraer cuerpos, tiempo y
trabajo más que bienes y riqueza. Es un tipo de poder que se ejerce
continuamente mediante la vigilancia y no de manera discontinua a través de
sistemas de cánones y obligaciones crónicas. Es un tipo de poder que supone una
apretada cuadrícula de coerciones materiales más que la existencia física de un
soberano y define una nueva economía del poder cuyo principio es que se deben
incrementar, a la vez, las fuerzas sometidas y la fuerza y la eficacia de quien
las somete” (Foucault, 2000, p. 43).
[3] En resumen: la
razón de Estado no es un arte de gobernar según las leyes divinas, naturales o
humanas. No necesita respetar el orden general del mundo. Se trata de un
gobierno en consonancia con la potencia del Estado. Es un gobierno cuya meta
consiste en aumentar esta potencia en un marco extensivo y competitivo
(Foucault, 1990, p. 127).
[4] “Por policía
ellos [los autores de los siglos XVI y XVII] no entienden una institución o un
mecanismo funcionando en el seno del Estado, sino una técnica de gobierno
propia de los Estados, dominios, técnicas, objetivos que requieren la
intervención del Estado” (Foucault, 1990, p. 127. Cursivas del autor).
[5] Algunos
historiadores de la educación consideran central la actividad educativa
emprendida por esta comunidad laica, fundada en 1384 en Denver, Holanda, por
Gerhard Groot (1340-1384): “Durante mucho tiempo los Jeronimitas fueron
considerados como la gran congregación enseñante del siglo XV, los educadores
de la Europa cultivada de la época, equivalentes de lo que fueron, de otra
manera, sin embargo, los jesuitas en los siglos siguientes. Les fueron
atribuidas la difusión de la enseñanza de calidad, lejos de la escolástica
universitaria, la introducción del espíritu humanista, la organización de los
estudios en ocho clases progresivas y el empleo de métodos nuevos de enseñanza.
En el siglo XVI, parte de sus establecimientos desaparecieron en el momento de la
Reforma. En otros lugares, fueron suplantados por los colegios católicos de la
Contrarreforma” (Debesse; Mialaret, 1977, p. 224).
[6] Sobre la
colonización de los indios, remito al trabajo de Varela (1983), particularmente
a su capítulo 5, titulado De los indios a los pobres. En ese capítulo, la
investigadora no solo muestra la actividad pedagógica y disciplinaria realizada
en el Nuevo Mundo sobre las poblaciones indígenas, sino también, y más
importante aún, señala, yendo en contra de los tradicionales trabajos
históricos de la educación, la necesidad de introducir unos matices en la idea
de que la escuela moderna apareció en las coordenadas de la Reforma y la
Contrarreforma. Según esa autora: “[...] en lo que concierne a los países
católicos, es preciso hacer una serie de matices, ya que la extensión de la
educación en algunos de esos Estados, y más concretamente en la España Imperial
de Carlos V, por entonces avanzada del catolicismo, no fue simplemente una
réplica de los modelos protestantes, sino también una reincorporación de los
modelos misioneros y, más concreta-mente, de aquellos ensayados en la América
para la cristianización de los indios” (Valera, 1983, p. 224).
[7] Ver, por
ejemplo, los ya clásicos trabajos de E. Durkheim (2002 a) y Ph. Ariés (1987).
[8] "Institution. s. f. v. Action par laquelle on
institue, on establit. L’institution des jeux Olympiques. L’institution d’un
tel Ordre. L’institution des Pairs de France, du Parlement. Les paroles sont de
l’institution des hommes. C’est une loüable, une pieuse, une sainte
institution. Faire institution d’heritier. Il se prend aussi pour Education.
L’institution de la jeunesse. Il a eu une bonne institution” (Dictionnaire de
l´Academie Francaise, 1694, p. 504).
[9] Vale la pena
mencionar la importancia que para los humanistas del Renacimiento tuvo el texto
de Quintiliano (35-95), Institutio
Oratore, en sus elaboraciones pedagógicas. Esa obra no es un simple manual
de retórica, sino un tratado sobre la ‘formación’ del orador, considerado no
como un simple iniciado en el arte de la retórica sino como un hombre dotado de
instrumentos suficientes para llevar una vida recta y honrada, para ser un
ciudadano ideal, apto para asumir la conducción de los negocios públicos y
particulares, capaz de gobernar ciudades por medio de sus sabios consejos y de
administrar imparcialmente justicia (Hamilton, 2001).