1. Introducción
Modernidad es un término polémico y un concepto polisémico.
Según Duby (1995) el término fue lanzado por Baudelaire en un artículo titulado
“El pintor de la vida moderna”, escrito en 1860 y publicado en 1863. Allí
Baudelaire relaciona la modernidad con la moda, es decir, aquello que es
transitorio, contingente, fugitivo, pero que, sin embargo, es “la mitad del
arte”, pues la otra mitad es lo eterno y lo inmutable. Lo actual, lo presente,
tiene entonces su belleza: cada época, dice Baudelaire, tiene su porte, su
mirada, su gesto, y para que se convierta en antigüedad, es necesario extraer
“la belleza misteriosa que la vida humana introduce involuntariamente”. Modernidad
es la cualidad de lo moderno y el término moderno no se puede entender sin su
opuesto, lo “antiguo”. Si bien la palabra moderno “nace cuando se desmorona el
imperio romano, en el siglo v; la periodización de la historia en antigua,
medieval y moderna se afirma en el siglo xvi” (Duby, 1995, p. 147). En esa dupla antiguo/moderno lo que
está en juego, continua Duby, es la actitud de los individuos y de las
sociedades respecto de su pasado: aquellas sociedades en donde el pasado es
considerado un valor seguro, las llamadas sociedades tradicionales, los
ancianos dominan en tanto depositarios de la memoria colectiva y garantes de la
autenticidad y de la propiedad. Por el contrario, en aquellas sociedades que
rompen con su pasado, nace la conciencia de modernidad.
La cuestión, no obstante, no es tan simple, pues hay una
ambigüedad en la idea de lo antiguo: si bien puede entenderse en términos
peyorativos como algo ya pasado, obsoleto, también puede tener un sentido más
neutral como simplemente perteneciente al pasado, como es el caso del “antiguo
testamento” que sólo es anterior al “nuevo testamento”. Por otra parte, señala
Duby, antiguo se ha distanciado en todas las lenguas europeas de otros
adjetivos como “viejo” que valoran la pertenencia al pasado, pero son de
carácter peyorativo. Antiguo, entonces, designa algo de mayor valor que viejo o
anciano. Lo antiguo tiene el prestigio del pasado, pero a la vez, del renacimiento.
Como dice Duby:
“El
conflicto entre «antiguo»
y «moderno»
no será tanto entre pasado y presente, tradición y novedad, como el conflicto
entre dos formas de progreso: el progreso cíclico, circular, que coloca la
antigüedad en la cima de la rueda; y el progreso por evolución rectilínea,
lineal, que privilegia lo que se aleja de la antigüedad. El Renacimiento y el
humanismo pivotearon sobre lo antiguo para hacer la «modernidad»
del siglo xvi que se erguirá frente a las ambiciones de lo moderno” (p. 149).
En este
sentido, la historia moderna es la historia que se inicia con el Renacimiento que
es, a su vez, renacimiento de la antigüedad grecorromana que se opuso a la Edad
Media, pasado inmediato que debía superarse: se trata de una vuelta al pasado
lejano, un alejamiento del pasado inmediato, pero a la vez, una superación,
tanto de lo inmediato como, retomándolo, de lo antiguo. En palabras de Tenenti:
Antes de convertirse en una categoría
de juicio y en una especie de valor, la «modernidad» era la pura calificación
de aquello que era más reciente o actual con respecto a aquello que lo había
precedido. El término «moderno» ya se había usado en este sentido en los siglos
xii y xiii. En los siglos xiv y xv se había delineado en ciertos sectores
(desde la literatura hasta la pintura y la arquitectura), sobre todo en alguna
zona culturalmente determinante, una reacción frente a las formas que
anteriormente se habían impuesto en tales sectores. Así, la «modernidad» empezó
a hacerse consciente, a arrogarse una facultad de juicio e incluso de aversión o
de rechazo. Mientras la maduración de importantes innovaciones técnicas daba un
sentido de superioridad a las nuevas generaciones de los siglos xv y xvi, al
comienzo de éste último siglo surgió también en varios países una auténtica
revuelta contra la Iglesia de Roma, contra su ritos y sus prácticas. En esta
coyuntura, que además había reverenciado la Antigüedad y había apelado a ella
como modelo humano ejemplar, los términos no tardaron, al menos en parte, en
dar un vuelco. Orgullosos de sus propias realizaciones en tantos campos, los
europeos no vacilaron en proclamar que desde entonces no sólo habían igualado a
los antiguos en muchos aspectos, sino que incluso los habían superado (Tenenti,
2000, p. 8).
Se
habla, pues, de la Modernidad como de una nueva etapa de la historia de
Occidente que se inicia hacia mediados del siglo xv con un conjunto de
acontecimientos entre los que se resaltan la conquista de Constantinopla por
los turcos (1453), el inicio de la expansión colonial europea por América y Asia y las
consecuencias sociales y económicas de estos acontecimientos; igualmente, en el
plano político, se destaca el fin del feudalismo y el nacimiento de los estados
modernos (Floristán, 2007). Durante varias décadas, estas referencias, propias
de los historiadores, sirvieron de orientación para pensar la modernidad, pero
desde finales del siglo xx y comienzos del xxi, aparecieron unas nuevas
miradas, particularmente desde la filosofía y la sociología. Pensadores como Bauman,
Berman, Foucault y Sloterdijk han abordado la modernidad distanciándose del
privilegio dado por los historiadores a los acontecimientos políticos,
económicos y sociales. Podría decirse que su mirada se ha concentrado en
aspectos menores desechados o ignorados en los grandes relatos de la historia
moderna y de esta forma, nos han ofrecido un nuevo panorama para repensar la
historia occidental de los últimos cinco siglos. Por ejemplo, para el caso de
Foucault y Sloterdijk, antes que los grandes determinantes de orden económico,
político o social (como nuevos modos de producción, nuevas instituciones
políticas o sociales, descubrimientos científicos o tecnológicos), uno y otro
pensador han buscado seguir ciertas prácticas, ciertos ejercicios que los
individuos realizan como parte de su existencia. De ahí que Foucault (2006) aborde
la llamada modernidad a partir del análisis del problema del gobierno (o del
gobernamiento) de la población, es decir, de los asuntos relacionados con la
conducción de la conducta de los otros y de cada uno; de ahí que Sloterdijk (2012)
haya optado por describir la modernidad como el momento de la historia de
Occidente en donde los ejercicios o las formas de ejercitación sufren una
singular transformación definida como una secularización y colectivización
(masificación) de la vida ejercitante, marcando una nueva etapa en el arte “antropotécnico”.
Siguiendo
los estudios de Foucault (2006) sobre el problema del gobierno o la crisis de
gobierno del siglo xvi en Europa y los análisis de Sloterdijk (2012) sobre la
modernidad como el momento en que la vida de ejercitación, restringida hasta
entonces a las órdenes monásticas, se seculariza y colectiviza, propongo pensar
la modernidad como el momento de la historia occidental en el que por primera
vez se afirma la necesidad de “enseñar todo a todos”, según la proclama de Jan
Amos Comenio, o dicho en otras palabras, como el momento inédito en el que se
inicia una intensa y extensa disciplinarización de la población (europea y
americana) bajo la forma de una instrucción generalizada. Esto significa que es
posible entender las prácticas pedagógicas como prácticas de gobierno,
dirección o conducción de la población (de todos y cada uno) o como formas
particulares de ejercitación, es decir, como “cualquier operación mediante la
cual se obtiene o se mejora la cualificación del que actúa para la siguiente
ejecución de la misma operación, independientemente de que se declare o no a
ésta como un ejercicio” (Sloterdijk, 2012, p. 17).
Desde
esta perspectiva, afirmo que la modernidad tiene una profunda marca pedagógica.
No que haya tenido una causa educativa o que la educación haya sido su causa:
la expansión de las disciplinas (en el doble sentido de saber y de poder), la
explosión de los problemas de gobierno, la crisis de gobierno, el bloqueo del
arte de gobernar durante los siglos xvi y xvii (Foucault 2006), pero también,
el llamamiento intensivo a la elevación de la vida, el imperativo metanoético (conversión,
transformación) dirigido a todos e impulsado por el Estado moderno y la escuela
(Sloterdijk, 2012), fueron asuntos profundamente pedagógicos. No solo tuvieron
implicaciones pedagógicas y educativas; además constituyeron problemáticas pedagógicas
y educativas que tuvieron consecuencias políticas, económicas y sociales.
2. Pampedia o educación universal: hacia una racionalidad pedagógica
Utilizo
aquí la expresión ‘racionalidad’ en el sentido instrumental en el que Foucault
emplea este término, es decir, en el sentido de modos de organizar los medios
para alcanzar un fin. Así, “la racionalidad no es lo opuesto a la
irracionalidad y no existiría un proceso de ‘racionalización’ en general (de la
sociedad, por ejemplo), pero sí de múltiples formas de racionalización de
prácticas específicas, pues «no hay prácticas sin determinado
régimen de racionalidad»”. (Castro, 2004, p. 305).
Al
hablar, entonces, de racionalidad pedagógica, hago referencia a las formas,
medios y fines particulares que emergieron durante el siglo xvii vinculados a las
prácticas de conducción y ejercitación de todos y cada uno en la perspectiva de
su perfeccionamiento (salvación) y del mejoramiento del mundo. Se trata de un movimiento, religioso por su
procedencia, de emendatio mundi, de
mejora del mundo, de mejora de la humanidad, idea que al decir de Sloterdijk
(2012, p. 441) es “la idea más potente, por sus efectos, de los últimos
quinientos años”. Uno de los principales impulsores de ese movimiento de mejora
del mundo y de la humanidad fue Comenio, primero, a través de su Didáctica Magna, pensada como un arts artium o una episteme epistemon, el arte de las artes, el arte supremo que
consiste en el gobierno (conducción, dirección) de los hombres; segundo, a
través de la via lucis, el camino de
la luz, que era el camino hacia el saber, proyecto pansófico que pasa
necesariamente por la escuela y la enseñanza de todo a todos.
Se trata de una nueva forma de pensar el mundo
y nuestro paso por él: en cuanto animales racionales, animales ‘disciplinables’
(así nombra Comenio al hombre en su Didáctica
Magna), debemos conocer “las obras tan grandes que Dios hizo y continúa
haciendo, y la belleza de ellas” (Comenio, 1992 [1657], p. 37) para poder dar
testimonio válido de ellas y que ninguno quede ignorante de sus privilegios o
sin poder gozar de sus prerrogativas, “sumido en una vida animal, como las
bestias” (p. 38). Inicialmente, Comenio elaboró su “gran didáctica”, la Didáctica Magna, y siguió las huellas de
su antecesor, Ratke, de fundación y promoción de la escuela pública para todos,
con el propósito conseguir esa conversión, esa mutación de la vida simplemente
animal hacia la vida racional humana. Pero años más tarde (recordemos que la DM
fue publicada en 1632) Comenio considera que esa tarea de conocer todo ya no puede
ser encomendada exclusivamente a la escuela. Ya no bastan ni la escuela ni la Didáctica Magna: si el hombre es un
animal disciplinable, entonces el mundo mismo debe ser como una gran escuela en
donde es necesario aprender a lo largo de toda la vida.
A esa
condición humana y mundana Comenio la llamó Pampedia.
Y ese fue el nombre con el que tituló la cuarta parte de su obra póstuma, De rerum humanarum emendatione consultatio
Catholica —Consulta general acerca de la reforma, restauración o mejora de
las cosas humanas—, en donde amplía, más allá de la escuela y la puericia, su
propuesta didáctica como necesidad general de enseñar todo, a todos, en todas
las cosas y totalmente:
Todo aquí significaría una cultura
universal, mediante la cual se procura conseguir todo lo que es posible para
asegurar el mayor esplendor al hombre, imagen de Dios […]. // Todos, a saber,
las naciones, los Estados, las familias y personas, sin excepción, porque todos
son hombres y tienen ante sí la misma vida eterna […]. // Todo, en todas las
cosas, a saber, todo lo que fuere necesario para que el hombre pueda ser sabio
y feliz […]. // Totalmente, esto es, en relación con la verdad por la cual cada
uno, rectamente formado, siguiendo el camino recto, escape a los precipicios
del error. (Comenio, 1992 [1657], pp. 41-43).
Considero
que en la Pampedia, queda diseñada,
no la utopía pedagógica moderna, sino la propia utopía de la modernidad; es
decir, una sociedad de la enseñanza en donde el mundo es pensado como una gran
escuela:
Del mismo modo que el mundo entero es
una escuela para todo el género humano, desde el comienzo hasta el fin de los
tiempos, para todo el género humano, cada edad de su vida es una escuela, desde
la cuna hasta el sepulcro. Ya no basta, por tanto, repetir con Séneca: No hay
ninguna edad que sea demasiado tardía para aprender, sino que lo que hay que
decir es: todas las edades están destinadas a aprender, y los mismos límites
son puestos al hombre para vivir y para estudiar. (Comenio, 1992 [1657], p.
105).
Así,
mientras en la Didáctica Magna la
escuela era un momento de la vida (momento que comprendía desde el nacimiento
hasta la juventud), en la Pampedia
“la vida presente es toda ella una escuela propedéutica, donde nos preparamos
para la Academia eterna” (Comenio, 1992 [1657], p. 311). Una panscolia que ahora envuelve ocho
escuelas, que van desde la cuna hasta la sepultura:
… escuela de formación pre-natal,
escuela de la infancia, escuela de la puericia, escuela de la adolescencia,
escuela de la juventud, escuela de la edad adulta, escuela de la vejez y,
finalmente, escuela de la muerte: La primera escuela estará en el mismo lugar
en que nacen los hombres, la segunda en cada casa, la tercera en cada aldea, la
cuarta en cada ciudad, la quinta en cada reino o provincia, la sexta por todo
el mundo, la séptima en cualquier lugar donde vivan los hombres más longevos.
Las dos primeras podrían llamarse escuelas privadas, porque su cuidado incumbe
únicamente a los padres; las tres escuelas intermedias son escuelas públicas,
colocadas bajo la inspección pública de la Iglesia y de los magistrados; las
dos últimas son personales, una vez que cada uno alcanzó el grado de madurez,
puede y debe ser él mismo artífice de su propia suerte, no dependiendo sino de
Dios y de sí mismo” (Comenio, 1992 [1657], p. 108).
Sobre
la escuela de la muerte, Comenio argumenta que una cosa es la muerte feliz (o
eutanasia) y otra es la vejez; por eso es preciso conocer el arte de morir bien
y felizmente, pero no profundiza mayormente en este punto. La escuela prenatal
está dirigida a los padres sobre los primeros cuidados con el hombre en el
propio seno materno y se divide en tres clases: la primera clase advierte sobre
la edad propicia para el matrimonio: ni demasiado niños o adolescentes ni muy
mayores, pues se trata de propiciar una sana y fuerte prole. La segunda clase
incita a los padres para que, una vez casados, procuren una robustez natural mediante
una alimentación saludable, trabajo y temperancia, para no perjudicar a sus
hijos. La tercera clase indica los cuidados de la madre durante el tiempo de
gestación. La escuela de la infancia en la casa materna está justificada en el
hecho de que los niños nacen ignorantes y precisan, por tanto, de instrucción
en todas las cosas. Los objetivos de esta primera instrucción deben ser:
despertar las “ascuas divinas” escondidas en el cuerpo del niño; preservar para
que la propia fuerza de la naturaleza no se desvíe hacia las cosas vanas y
perniciosas; enseñar las cosas verdaderamente útiles para esta y la vida
futura.
La
escuela infantil tiene como fines: desarrollar el sistema motor, incluidos los
ojos para leer y escribir, la lengua para pronunciar rápidamente las cosas
leídas y las manos para escribir y diseñar; llenar los sentidos de objetos para
poder adquirir el conocimiento de las cosas de todo el universo; iniciar el uso
de la razón mediante los primeros elementos de las artes, de los rudimentos de
las costumbres y los fundamentos de la piedad. Para conseguir estos objetivos,
Comenio establece seis clases con sus respectivos programas, compendiadas en un
libro. Estas clases son:
I. Estrella de las letras (Tirocinium
literarium)
II. El orbe de los sentidos (Orbis
sensualium; Lucidarium)
III. Ética infantil, inferida de las
cosas sensibles y del análisis de la naturaleza humana.
IV. Epítome de la historia bíblica.
V. Médula bíblica, que contenga, de
manera muy simple, un resumen
de las cosas que tienen que creer,
hacer y esperar.
VI. Colección de adivinanzas (Sphinx
puerilis) (Hirnschleifer). (Comenio, 1992 [1657], p.6).
Conseguir ordenar las nociones
recogidas por los sentidos para una utilización más plena y más clara del
raciocinio. Esto se debe a que la dignidad del hombre está por encima de la de
los animales por la razón. Por tanto, hay que cultivar diligentemente la razón
para que nos apartemos lo más posible de los animales y nos acerquemos cuanto
se pueda a los ángeles. (Comenio, 1992 [1657], p. 248).
La
Academia o escuela de la juventud es: 1) un concilio permanente de sabios; 2)
una colección de libros de toda especie; 3) un taller de sabiduría donde se
trabaja con ejercicios serios, concretos y continuos. Consta, a su vez, de tres
clases o estudios: 1) Pansófica o síntesis armoniosa del conocimiento de las
cosas sensibles, intelectuales y de la fe; 2) Pambíblica o recorrido por las bibliotecas
para que el alumno conozca no solamente los autores de la facultad que
frecuenta sino, además, otros; y 3) Panetoimica o Panepistemónica, donde se
realiza la aplicación práctica de la pansofia con varias y continuas
experiencias; también es el momento de examinar a los estudiantes sobre el
significado de cada cosa, y los argumentos con los cuales se prueba la forma
como resuelven los distintos problemas que se les colocaron. Igual que en la Didáctica Magna, en esta escuela los
viajes constituyen parte importante de la formación, y a ellos dedica una parte
especial bajo el título de apodemia.
A la
escuela de la edad adulta corresponden tres grados: aquellos que entran en la
edad adulta y comienzan a escoger su profesión; aquellos que ya están en el
ejercicio de su profesión; y los que están llegando al fin de su actividad en
la vida. Esta escuela es más libre, pues no está sujeta a libros ni a maestros;
la profesión será para cada uno su escuela, y cada uno se debe convertir en maestro,
libro y escuela para proveer de ejemplos a su prójimo.
Por
último está la escuela de la vejez, cuya meta es conseguir que toda la vida sea
buena en la medida en que sea bueno su remate. Así, en esta escuela se debe
enseñar a los ancianos a disfrutar de la vida pasada, a obrar rectamente en lo
que les resta de vida y a rematar de forma honesta la vida mortal para ingresar
alegremente a la vida eterna.
Hasta
aquí solamente he esbozado, de forma muy general, cada una de las escuelas a
las cuales Comenio dedica gran parte de su Pampedia,
en donde se detalla cada una de sus clases, los programas a seguir, los libros
adecuados a cada una, las metas y hasta los métodos que se deben seguir para
alcanzar los propósitos. Por tal motivo, debe ser considerada como otra arte
magna:
El arte de implantar la sabiduría en
las mentes, en las lenguas, en los corazones y en las manos de todos los
hombres. Con esta intención en el frontispicio de esta obra colocamos un
símbolo extraído del arte del injerto: los injertadores escogen yemas en el
árbol de la pansofia, y las injertan en nuevos árboles, ávidos de llenar con pequeños
árboles de naturaleza semejante todo el jardín de Dios, a saber, el género
humano. (Comenio, 1992 [1657], p. 45).
Arte
magna, y en cuanto tal, es su tarea que todos aprendan, todo y totalmente. Y
para que no quede duda de lo que esto significa, Comenio aclara:
2. Este deseo de educación universal
[Pampedia] debe traernos a las mentes aquella clasificación perfecta que suele
hacerse en las ideas (Nada, Algo, Todo); lo que nos servirá para que nuestra
aspiración y el motivo de esa aspiración se tornen más claros. // 3. En este
asunto, Nada significaría ninguna educación, tal como lo contemplamos
horrorizados en los pueblos salvajes, donde míseros mortales nacen, viven y
mueren como animales. // 4. Algo aquí significa una cierta educación; esto es,
dada sobre una u otra materia, tal como ocurre en naciones más desarrolladas,
que enseñan determinadas ciencias, artes, lenguas y otras disciplinas. // 5.
Todo aquí significaría una cultura universal, mediante la cual se procura conseguir
todo lo que es posible para asegurar el mayor esplendor del hombre, imagen de
Dios. // 6. Este deseo o aspiración se resume en tres cosas: en primer lugar,
lo que se desea es formar para la plenitud humana, no a un individuo ni a
pocos, ni siquiera a muchos, sino a todos y cada uno de los hombres, jóvenes y
ancianos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, varones o mujeres. Resumiendo: a
cuantos hayan nacido hombres, para que todo el género humano, de cualquier
edad, condición, sexo o nacionalidad, venga a ser educado.// 7. En segundo
lugar, se desea que todos los hombres sean educados íntegramente. No en una
materia, ni en unas pocas cosas, ni siquiera en muchas, sino en todas aquellas
que perfeccionan la naturaleza humana, para que así todos sean rectamente
formados e íntegramente educados y sepan reconocer lo verdadero y no se dejen
engañar por lo falso; amar lo bueno sin dejarse seducir por lo malo; hacer lo
que se debe hacer y preservarse de lo que se debe evitar; hablar sabiamente de
todas las cosas, de todo y con todos, sin tener que enmudecer jamás; por
último, saber actuar siempre con prudencia y no temerariamente, con las cosas,
con los hombres y con Dios, y así no apartarse jamás del objetivo de su
felicidad. // 8. Y que eso sea hecho universalmente. No para pompa y brillo
exterior, sino para alcanzar la Verdad. Para hacer que todos los hombres sean
conformes, lo más posible, a la imagen de Dios, según la cual fueron creados;
esto es, verdaderamente racionales y sabios, verdaderamente activos y animosos,
verdaderamente íntegros y honestos, verdaderamente piadosos y santos, y, por
tanto, felices y bienaventurados ahora y siempre. (Comenio, 1992 [1657], pp.
41-42).
Con la Pampedia, la didáctica pasa a ser una
parte —ciertamente importante, pero no única— de un proyecto más amplio y
abarcador, que buscaba ‘disciplinar’ al individuo desde la cuna hasta la
sepultura; régimen disciplinario basado en un enseñar y aprender constante,
permanente y por toda la vida, como condición para la plena realización humana
y para su salvación. Si a partir del Renacimiento varios pensadores comenzaron
a soñar con un mundo en donde la ‘educación’ (enseñanza primero, educación
después) de la población ocupaba un lugar central, la Pampedia de Comenio es el proyecto intelectual que se convirtió en
la obsesión de la modernidad: una sociedad educativa en donde todos debemos
aprender a lo largo de nuestra vida; un mundo de ciudades educativas en donde
las escuelas son apenas un espacio más para enseñar y aprender; la vida como
una educación permanente y el individuo humano como un Homo educabilis.
3. De la enseñanza y la
educación hacia un “Dispositivo de Aprendizaje”
Si
podemos hablar de la modernidad como de la constitución de una “sociedad
pedagógica” es porque es posible describir un proceso constante de
pedagogización de las prácticas sociales e individuales desde el siglo xvi. Tal
proceso ha consistido, fundamentalmente, en el establecimiento de formas
particulares de conducción de la conducta de todos y cada uno, o en otras
palabras, de formas de ejercitación de todos y cada uno como condición singular
para la existencia. Sin embargo, no se trata de un proceso progresivo sino más
bien de mutaciones que, de modo general, podrían identificarse con los términos
instrucción, educación y aprendizaje.
Ha
quedado claro que con Comenio desde la Didáctica
Magna hasta la Pampedia, el
asunto fundamental era la enseñanza o instrucción de todos en todo, al punto de
considerar el mundo como una gran escuela y a cada uno como un alumno
permanente obligado a aprender a lo largo del camino de la vida. Según se
mostró en la primera conferencia, la educación es una cuestión reciente que se
remonta a Locke (en su versión disciplinaria) y que en Rousseau sufre una
transformación que podría calificarse de “liberal” por su énfasis en la
libertad como principio y fin. Sin embargo, fue Kant quien sentó sus
fundamentos modernos y la posterior “ciencia de la educación” siguió esas
líneas iniciales, tanto en su versión francófona como germana y anglosajona: la
educación implica la figura del adulto (padre o maestro), representación de la
autoridad, del saber, pero también, la figura del infante (escolar, hijo o
menor) quien debe obediencia y respeto al adulto y para quien el sometimiento a
la disciplina es la condición para su posterior autonomía.
Los
llamados “pedagogos activos” se apartaron de sus antecesores filósofos y
sociólogos y retomaron a Rousseau para promover una educación más liberal, es
decir, una educación fundamentada en la supremacía de los intereses del niño.
No obstante, tal como lo señaló el pensador ginebrino, la educación vista así
no renuncia a la dirección, a la conducción; se trata de una economía de la
enseñanza que busca hacer más eficaz la acción del educador partiendo del
fomento de la acción del educando, de la promoción de sus impulsos vitales, de
sus intereses y necesidades.
Pero lo
que aconteció con la aparición del concepto de aprendizaje hacia finales del
siglo xix y sus desarrollos durante el siglo xx, marcó una ruptura
significativa, una mutación en ese proceso de pedagogización, pues a partir de
las elaboraciones sobre la conducta de los organismos, sus condiciones y
posibilidades, tanto la instrucción como la educación pasaron a un segundo
plano. Digamos que hubo allí una nueva economía de la acción, en particular, de
la acción educativa, pues en el aprendizaje la dirección, la conducción es
asunto del propio individuo aprendiente que en su relación con un medio regula
su conducta, se adapta, asimila y transforma su ambiente e la medida en que se
transforma a sí mismo. El aprendizaje ya no es la instrucción, es decir, ya no
requiere de una instrucción planeada, programada, organizada por un adulto o
por los adultos, antecesores en el mundo. El aprendizaje no se da por efecto de
la acción del adulto, símbolo de la tradición, del pasado, del saber, de la
autoridad, sino que tiene que ver con la propia acción del individuo con su
mundo, con su ambiente en el que se encuentran otros con quienes interactúa y
aprende, no porque le enseñen, sino porque permiten su propia regulación,
adaptación, transformación.
Ese
nuevo aprendiente, que se convierte en un aprendiente permanente, no es más el
aprendiz medieval del taller artesanal quien debe someterse al maestro,
director de su proceso de aprendizaje. El aprendiente moderno (y contemporáneo)
aprende por efecto de su propia acción, es un agente que tiene intereses,
expectativas, capacidades. No quiere decir que no pueda someterse a procesos
más o menos formalizados de aprendizaje, sólo que ahora, además de participar
en esos procesos, él es el propio guía y director de su carrera vital. Observemos
más de cerca esta transformación general de la sociedad pedagógica
contemporánea.
El
informe presentado a la Unesco por la Comisión Internacional sobre Educación
para el Siglo xxi, presidida por Jacques Delors (1996), coincide en los mismos
aspectos señalados por Drucker (2004) en su anuncio de la llegada de una
sociedad del conocimiento: en su capítulo 5, por ejemplo, señala que la clave
de ingreso al siglo xxi es el concepto de “educación a lo largo de la vida”;
concepto que supone la capacidad de “aprender a aprender” para aprovechar las
posibilidades ofrecidas por la educación permanente. Sin embargo, antes de
Drucker y Delors, otra comisión internacional, varias décadas atrás, había ya bosquejado
estos problemas con gran claridad y precisión. Se trató de la Comisión Internacional
para el Desarrollo de la Educación, conformada por la Unesco en 1971 y
presidida por Edgar Faure. En su informe, publicado en 1973 bajo el título de Aprender a ser, se destacan dos nociones
fundamentales: “ciudad educativa” y “educación permanente”. La razón de tal
énfasis es justificada en los análisis realizados sobre la educación mundial, a
partir de los cuales se concluyó que los estudios ya no podían constituir un
todo definitivo, distribuido y recibido antes del ingreso en la edad adulta, independientemente
del momento que se considere como punto límite para ese ingreso.
Por lo
tanto, era preciso repensar los sistemas de enseñanza: en la era
científico-tecnológica, la gran movilidad de los conocimientos y la permanente
aparición de innovaciones exigen una mayor atención a la adaptación de los
programas de estudio y una menor dedicación al almacenamiento y distribución
del saber adquirido. Por otro lado, la enorme corriente de información que circula
por los medios masivos de comunicación ha evidenciado tanto la debilidad de
ciertas formas de instrucción y la fortaleza de otras, como la importancia del
autodidactismo, aumentando el valor otorgado a las actitudes activas y
conscientes para la adquisición de conocimientos. Por tal motivo:
Si lo que es preciso aprender es a
reinventar y a renovar constantemente, entonces la enseñanza deviene educación
y, cada vez más, el aprendizaje. Si el aprendizaje es asunto de toda la vida,
en su duración y diversidad, y de toda una sociedad, tanto respecto a sus recursos
educativos como sociales y económicos, entonces es preciso ir más allá de la
necesaria revisión de los “sistemas educativos” y pensar en el plano de una
ciudad educativa. (Faure, 1973, p. 49).
La
Comisión señala aquí un paso histórico: el paso del privilegio de la
instrucción y de la educación hacia el aprendizaje. La enseñanza deviene
educación y cada vez más aprendizaje. En otras palabras, en la sociedad
contemporánea estaría ocurriendo “una mutación del proceso de aprendizaje (learning) que tiende a predominar sobre
el proceso de enseñanza (teaching)”
(Faure, 1973, p. 205). Esa preeminencia marca, a su vez, una transformación en
la concepción de la educación:
Henos aquí llevados más allá de un
simple cambio de sistema, por más radical que este sea. Aquello que cambia son
los propios términos de la relación entre sociedad y educación. Una
configuración social que situase la educación en ese lugar, que le ofreciese esa
categoría, merecería un nombre propio: “Ciudad Educativa”.
Su llegada solo será concebible al
término de un proceso de compenetración íntima de la educación y el tejido
social, político y económico, en las células familiares, en la vida cívica.
Implica que los medios de instruirse, de formarse, de cultivarse a su propia conveniencia
pueden ser colocados en todas las circunstancias a la libre disposición de cada
ciudadano, de tal modo que el sujeto se encuentre en relación con su propia
educación en una posición fundamentalmente diferente: la responsabilidad
substituyendo la obligación. (Faure, 1973, p. 243).
Se
podría decir que hasta entonces (mediados del siglo xx) había predominado la
figura, expresada por los filósofos alemanes del siglo xix (como Hegel y
Dilthey), de un “Estado educador”, o de una forma de organización social en la
cual la educación o, mejor, el sistema de educación pública, era una
responsabilidad del Estado, era una función estatal ejecutada a través de la
escuela pública o mediante el control y vigilancia de la escuela privada. Por
el contrario, los expertos de aquella Comisión de la Unesco percibían una gran
transformación según la cual la educación no era más una función estatal; ella
se confundía con la propia sociedad, era la propia sociedad la que se volvía
educativa, es decir, la propia sociedad educaba, ofrecía múltiples y
permanentes oportunidades educativas para sus ciudadanos, pero también demandaba,
consumía educación. De la obligatoriedad impuesta, la educación pasaba a ser
una demanda de la población, una necesidad, un ‘derecho’ y hasta una exigencia:
tal era el paso de la obligación estatal hacia la responsabilidad personal. Por
eso la necesidad de darle un nombre propio a esa nueva forma de organización
social: la “ciudad educativa”.
Esa
ciudad educativa es llamada por los autores anglosajones learning society —sociedad del aprendizaje o sociedad aprendiente—,
y el individuo habitante de esa sociedad es un lifelong learner —un aprendiz permanente o vitalicio. Ranson (1998)
señaló dos momentos en el desarrollo de la idea de una sociedad del
aprendizaje: el primero al final de la década de 1960 e inicios de 1970, y el
segundo a partir de 1990; y destacó cuatro formas diferentes de entender esa
sociedad: 1) como una sociedad que aprende sobre sí misma y cómo se está
transformando; 2) como una sociedad que necesita cambiar la forma de aprender;
3) como una sociedad en la cual todos sus miembros son aprendices; y 4) como una
sociedad que aprende para cambiar democráticamente las condiciones del
aprendizaje (Ranson, 1998). En general, la idea de una sociedad del aprendizaje
implica un dominio o espacio público que funciona como “la arena para el
aprendizaje público en diversos escenarios” (Ranson, 1998, p. 10) que son
diferentes de la escuela; escenarios considerados como “organizaciones de aprendizaje”,
caracterizadas porque sus componentes (tanto individuos como organizaciones)
aprenden a aprender.
El
nuevo ciudadano habitante de esas ciudades del aprendizaje es el “aprendiz
permanente” o, en términos de Popkewitz (2009), el “cosmopolita inacabado” —unfinished Cosmopolitan—; es decir,
aquel individuo cuyas características son la responsabilidad personal y la
autogestión de los propios riesgos y de su destino, mediante una permanente
maximización y correcta aplicación de la razón y de la racionalidad. El
cosmopolita inacabado es un “solucionador de problemas”, capaz de elaborar
cálculos y juicios sobre determinados principios, diseñar conclusiones y proponer
rectificaciones; es un sujeto adaptado a un mundo en constante cambio y
transformación. Yo prefiero llamar a ese sujeto (a esa nueva forma de
subjetivación) el homo discendis, un
homo aprendiz permanente, definido por su condición de ser aprendiz a lo largo
de su vida o, mejor, un homo que para
ser tal debe aprender permanentemente, un homo
“plástico” (Dewey hacía referencia a la capacidad de aprendizaje como plasticity), capaz de ser moldeado o
modelado, capaz de mudar o alterar su forma. No un individuo flexible o
elástico, pues no tiene una forma previa definida, sino que adquiere una forma
según sus relaciones con un mundo también móvil, en constante transformación.
De la
instrucción y la educación hacia el aprendizaje: ese parece haber sido el paso
o giro del siglo xx hacia el siglo xxi; por lo menos es eso lo que parece haber
ocurrido con el gran énfasis puesto por los discursos pedagógicos en el
concepto de aprendizaje. Pero hablar de mudanza de énfasis implica la existencia
previa del concepto de aprendizaje y, claro, de los conceptos de instrucción y
educación, de tal forma que de estos últimos la atención volvió hacia el
primero. No obstante, desde mi perspectiva, es necesario considerar tal situación
de una forma diferente, pues no se trata de una simple mudanza de énfasis en los
términos de una relación ya existente sino de la construcción, en el saber
pedagógico moderno, de un nuevo concepto, inexistente hasta entonces: el
aprendizaje. Concepto que estará relacionado con un conjunto de prácticas
igualmente inéditas. Investigadores como Maaschelein y Simons (2008) proponen
pensar la sociedad contemporánea como un dispositivo de aprendizaje:
Con
este concepto, no nos referimos a un aparato creado, implementado o impuesto
por el estado para organizar el aprendizaje. Lo que señalamos, sin embargo, es
que estos componentes diferentes y dispersos han llegado a interconectarse y
ensamblarse en un tipo de estrategia compleja. En tanto estrategia compleja, el
dispositivo de aprendizaje incorpora una clase de intención con miras a
garantizar la adaptación. El estado no ha inventado este dispositivo para
conseguir la adaptación. Por el contrario, el ‘poder del estado’ es resultado
de prácticas y discursos dispersos que buscan promover el emprendedorismo y la
capitalización de la vida a través del aprendizaje. Lo que vemos, sin embargo,
no es la ‘estatización’ o dominación de la sociedad y del potencial de
aprendizaje de los ciudadanos por parte del estado, sino un tipo de
‘gobernamentalización del estado’ en nombre del aprendizaje. Recurriendo a una
multitud de lugares y prácticas que estimulan el emprendedorismo, el estado
puede ‘traducir’ todo tipo de desafíos políticos (por ejemplo, desempleo,
participación democrática, cuidado de la salud) en problemas de aprendizaje y
procurar la utilización de componentes del dispositivo de aprendizaje para
ofrecer soluciones (capacitación, educación ciudadana, programas de prevención
de riesgo) (cf. Rose, 1996, p. 43).
Como
parte de ese “dispositivo de aprendizaje” podríamos analizar el auge de los
libros (y con ellos, de las prácticas) de autoayuda en nuestras sociedades
actuales. Sabemos que este tipo de literatura alcanza tirajes millonarios (no
sólo por el número de ejemplares sino por los ingresos que reciben autores y
editoriales) y constituyen best sellers
leídos por toda clase de personas. Su éxito tiene que ver, desde luego, con una
demanda intensa de soluciones, recetarios, fórmulas y claves para conseguir el
éxito rápido y la felicidad. Por eso mismo, también obedecen a una intensa
oferta de tales alternativas que han llegado a localizarse sólo en la acción (u
omisión) de cada individuo: es decir, el éxito y la felicidad, la
competitividad, la innovación, la creatividad, etc., son asuntos que sólo
dependen de cada uno; cada uno es el único responsable de su condición presente
y de su futuro: si se está desempleado, no es por falta de posibilidades de
trabajo, sino porque no hemos sabido gestionar nuestro capital humano, no hemos
sido lo suficientemente buenos empresarios de nosotros mismos, no hemos sido
emprendedores y nos hemos quedado, al modo antiguo, esperando por un puesto de
trabajo. La autoayuda es una práctica (asistida a distancia), una ejercitación permanente
a la que nos debemos someter para conseguir el éxito en esta vida. Como
ejercitación, implica un constante proceso de aprendizaje y des-aprendizaje,
pues debemos estar en permanente transformación: individuos flexibles
dispuestos a percibir las mudanzas del mercado y ser capaces de asumir las
nuevas exigencias[1].
Ahora
bien, todo lo anteriormente planteado no quiere decir que sólo en la sociedad
contemporánea los individuos estamos compelidos aprender. Evidentemente, desde
Comenio, por ejemplo, se buscaba enseñar (docere)
todo a todos para que todos pudiesen aprender (discere). Pero una cosa es aprender —y que todos aprendan— y otra
cosa diferente es el “aprendizaje”. Una cosa son los aprendizajes que resultan
de la actividad de enseñar y otra cosa es el aprendizaje como concepto relativo
a la capacidad de los organismos vivos de adaptarse a su medio ambiente,
transformándose y transformándolo al mismo tiempo. Durante los siglos xvii y
xviii, el propio término learning no
era visto como opuesto al término teaching;
ambos eran utilizados de forma indistinta, así como los términos latinos
doctrina y disciplina funcionaron en la pedagogía cristiana durante la Edad Media.
Cabría
aquí, entonces, la pregunta por la novedad en el campo del saber pedagógico:
¿qué es nuevo y qué antiguo? ¿La idea misma de una sociedad educativa es tan
reciente? Recordemos que el proyecto pampédico de Comenio, allá en el siglo
xvii, era definido como una educación universal de todo el género humano: “que
todos los hombres sean educados en todas las cosas y totalmente” (Comenio, 1992
[1657], p. 41). Esa utopía implicaba un enseñar y aprender permanente, más allá
de la escuela y de la infancia; ¿sería esa una sociedad educativa? Comenio
pensaba el mundo entero como una escuela o como una casa de las disciplinas; al
respecto, en su Via lucis afirmaba:
La propia cuestión deja ya patente que
es lícito decir que el mundo es una
escuela […] ¿pues qué es una escuela? Ésta es comúnmente definida como la «reunión de
aquellos que enseñan y aprenden cosas útiles». Si esto es así, entonces cuando
hablamos del mundo hablamos de una escuela. Pues el mundo está integrado, en su
totalidad, por un conjunto de docentes, de discentes y de disciplinas.
Pues todo lo que hay en el mundo o
enseña o aprende o hace, alternativamente, las dos cosas.
De ahí que todo esté lleno de disciplinas, es decir, de las distintas
herramientas necesarias para exhortar, aconsejar e impulsar. Por ello, no es
equivocado designar al mundo como una casa
disciplinar (Comenio, 1668, citado por Sloterdijk, 2012, p. 446).
En las
palabras de Comenio parece diseñarse ya esa sociedad educativa que menciona
Delors y ese aprendiz permanente que Faure anuncia. Nuestras ideas y conceptos
pedagógicos, nuestras problematizaciones parecen no ser tan nuevas, pero, es
verdad, tampoco son las mismas de Comenio. No obstante, no podemos negar la
proximidad de la panscolia o de esa
idea del mundo como casa disciplinar con las ideas actuales de “sociedades de
aprendizaje” o de “ciudades educativas”. En este punto, sin duda, estamos más
próximos de Comenio que de los escolásticos de la Edad Media. Digo más próximos
porque, en términos del pensamiento pedagógico, no somos completamente distintos
de los pedagogos cristianos medievales: los conceptos de doctrina y disciplina,
por ejemplo, no consideraban la posibilidad de que el individuo pudiese ser
‘enseñando’ en el sentido de ser un receptor pasivo de las enseñanzas. Solo
Dios enseñaba, solo Dios era el maestro y solo aprendíamos gracias a nuestro
entendimiento agente que hacía inteligible en acto aquello que solo estaba en
potencia en nuestro entendimiento. Como ahora, el énfasis era situado en el
individuo aprendiz; el maestro solo incitaba a aprender y actuaba como un
médico que no cura directamente pero contribuye con sus operaciones y
medicamentos para que la propia naturaleza actúe y cure.
Aun en
las discusiones contemporáneas sobre el “abordaje por competencias” se observa
un eco del antiguo dilema de Montaigne entre “cabezas bien llenas” o “cabezas
bien hechas”, entre el énfasis en los contenidos y el énfasis en los
desempeños, entre erudición y virtud, en los términos de los renacentistas o,
aun, en términos de la confrontación —de la paideia griega— entre el modo
socrático o el modo sofístico del arte de educar. No pretendo aquí construir
una línea continua temporal entre el lejano pasado, una época del origen y un
progresivo desarrollo de ideas que llegaron a ser lo que son hoy. Sin embargo,
la irrupción de nuevas prácticas, objetos de discurso, instituciones o formas
de subjetivación no significa ni el abandono o desaparición de prácticas, objetos
o instituciones preexistentes, ni su completa desvinculación con lo que las
precedió. La aparición (invención) de la escuela moderna, por ejemplo,
constituye un acontecimiento de los siglos xvi y xvii en Europa (Hamilton,
2001; Hunter, 1998; Melton, 2002; Varela, 1991); pero, tal acontecimiento fue
posible en el marco de la expansión de prácticas y técnicas propias del mundo
medieval, como la enseñanza doctrinal y la reclusión en espacios cerrados
(monasterios o colegios). Saberes nuevos como la Didáctica Magna comeniana son diferentes de las artes liberales
medievales, pero su constitución en el siglo xvii no puede desligarse de las
transformaciones de la enseñanza en las universidades medievales, en donde la
antigua dialéctica se fue convirtiendo en el arte de todas las artes, en la
medida en que permitía la enseñanza de las otras artes liberales (Ong, 1958;
Hamilton, 2001). La educación liberal o moderna es un acontecimiento discursivo
del siglo xviii, pero su aparición no puede separarse de los desarrollos de la institutio (institución, constitución,
conformación) que los humanistas del Renacimiento opusieron al pedantismo y a
la erudición escolástica. En fin, como diría Foucault, no olvidemos que las
Luces y la libertad de la Ilustración son hijas de las disciplina.
Algunos
podrían considerar que en la República de Platón estaba ya diseñada la ciudad
educativa de hoy, que solo por efecto de un largo proceso evolutivo de la
historia consiguió materializarse en nuestra época. Yo preferiría pensar que el
sueño de Platón ha sido soñado por muchos otros en diversos momentos; pero que
también fue olvidado durante siglos y retomado nuevamente, aunque cada vez de
manera diferente, en sociedades diferentes. Los humanistas del Renacimiento
hicieron una clara apuesta por los clásicos; de ahí su relectura de Quintiliano
y su preocupación por la institutio,
por ejemplo. Los neo-humanistas alemanes de la Bildung se consideraban los continuadores de la Grecia clásica. Hoy,
frente al innovacionismo contemporáneo, en la excitación por la invención, por
la novedad, por lo inédito, en el abandono u olvido del pasado en función de un
presentismo exacerbado, estamos actualizando viejos problemas y, como parte de
ese proceso, inventamos nuevas preguntas, construimos nuevos sentidos.
Podría
decirse, entonces, que los discursos contemporáneos sobre el advenimiento de
una “sociedad del aprendizaje” y de un “aprendiz permanente o vitalicio” no son
tan recientes como creen sus promotores, pero ciertamente no se remontan
directamente al sueño de Platón. Fueron posibles debido a la construcción del
concepto de aprendizaje entre finales del siglo xix y comienzos del xx. Allá
está su novedad. Ahora bien, no fue una idea completamente inédita. Sin la
“educación liberal” de Rousseau no habría sido posible, como tampoco sin la education de Locke, sin la institutio de los humanistas del
Renacimiento y sin la utopía pampédica abierta por Comenio. En fin, comprender
nuestro presente educativo, comprender la pedagogía y la educación hoy,
requiere una mirada de perspectiva histórica o, en términos más precisos, nos exige
emprender una arqueogenealogía, es decir, un análisis de los discursos (o de
las prácticas discursivas, sus condiciones de posibilidad, sus reglas de
formación, sus objetos, sus conceptos) y un análisis de las prácticas
pedagógicas y sus articulaciones, formas de funcionamiento, dirección y
desplazamientos en los distintos dispositivos. El primer tipo de análisis está
enfocado hacia la determinación de los cortes, las rupturas, los límites de las
formaciones discursivas, pues la permanencia de los discursos, de los objetos
de saber, de los conceptos, es más limitada comparada con la duración de las
prácticas o de las técnicas; de ahí que el segundo tipo de análisis, por el
contrario, sea un análisis de larga duración, debido a que algunas prácticas
pedagógicas o técnicas pueden atravesar distintos dispositivos (bloques
históricos de relaciones saber/poder), pueden mantenerse y permanecer (no sin transformaciones),
a pesar de la desaparición o transformación de algunas formaciones discursivas.
La dialéctica, por ejemplo, como conjunto de técnicas para el acceso a la
verdad, emergió en la Grecia clásica de la paidea,
se mantuvo en la Roma imperial y reapareció en la universidad y en los colegios
medievales hasta la constitución de la didáctica en el siglo xvii. Lo que
pretendo mostrar en esta cátedra es, entonces, el resultado de una
investigación que podría considerarse como el bosquejo de una arqueogenealogía
de lo que he denominado la “sociedad educativa”.
Siguiendo
esta línea de análisis, la tesis general que pretendo mostrar es que la
modernidad tiene una profunda marca pedagógica, de ahí que leer la modernidad
europea desde la perspectiva de las prácticas pedagógicas es ver el proceso de
constitución de una “sociedad educativa”, en la cual es posible distinguir al menos
tres momentos o formas de ser de los discursos y las prácticas pedagógicas: el
primero, situado entre los siglos xvii y xviii, se podría denominar el momento
del gobernamiento disciplinario o de la instrucción o enseñanza generalizada
por la estrecha relación establecida entre prácticas de enseñanza, prácticas de
‘policía’ y proceso de constitución de una “razón de Estado”; el segundo
momento, iniciado a finales del siglo xviii, sería denominado momento de la
“educación liberal” o del gobernamiento liberal, debido a la aparición del
nuevo concepto de “educación” y su estrecha relación con la problemática de la
libertad y la naturaleza humana, tal como fueron formuladas en los discursos de
la Ilustración. Por último, y desde finales del siglo xix, la emergencia del
concepto de “aprendizaje” marcaría el paso de la educación liberal hacia lo que
se llamaría varias décadas después “sociedad del aprendizaje”, o “ciudad
educativa” gracias, de una parte, a la extensión de la función educativa hacia
múltiples instituciones más allá de la escuela y, de otra, a la consecuente
exigencia de un aprendizaje constante y a lo largo de toda su vida, que se le
plantea al individuo habitante de ese nuevo espacio social, al punto de
considerarlo como un “aprendiz vitalicio” o, como diría Popkewitz (2009), un
“cosmopolita inacabado”; este último es el momento del gobernamiento
neoliberal.
Referencias bibliográficas
- Comenio, J. A. (1992) [1657], Pampedia (Educación universal). Madrid: Aula Abierta, UNED.
- Delors, J. (1996). La educación encierra un tesoro. Informe a la Unesco de la Comisión para la Educación del Siglo XXI. París: Unesco.
- Marín-Díaz, D. (2012). Autoajuda e educação: uma genealogia das antropotécnicas contemporâneas. Tese de Doutorado em Educação. PPGE, UFRGS. http://hdl.handle.net/10183/63171
- Drucker, P. (2004). La sociedad postcapitalista. Bogotá: Grupo Editorial Norma.
- Duby, G (1995). Pensar la historia. Barcelona: Ediciones Altaya, S.A.
- Faure, E. (1973). Aprender a ser. La educación del futuro. Madrid: Alianza/Unesco.
- Floristán, A. (2007). Historia Moderna Universal. Barcelona: Editorial Ariel.
- Foucault, M. (2006). Seguridad, Territorio, Población. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
- Noguera-Ramírez, C. (2012). El gobierno pedagógico. Del arte de educar a las tradiciones pedagógicas. Bogotá: Siglos del Hombre Editores/Grupo Historia de la Práctica Pedagógica.
- Popkewitz, T. (2009), El cosmopolitismo y la era de la reforma escolar. Madrid: Morata.
- Ranson, S. (Ed.). (1998). Inside the Learning Society. London: Cassell Education Series.
- Simons, M.; Masschelein, J. (2008). It makes us believe that it is about our freedom: notes on the irony of the leaning apparatus. In: Smeyers, P.; Depaepe, M. (Eds.) Educational Research (3): the educationalizacion of social problems: Springer, 2008, pp. 191-204.
- Sloterdijk, P. (2012). Has de cambiar tu vida. Valencia: Pre-textos.
- Tenenti, A (2000). La Edad Moderna. Siglos XVI-XVIII. Barcelona: Editorial Crítica.
[1]
Sobre las relaciones entre autoayuda y aprendizaje, ver: Marín-Díaz, D. (2012).